El escritor que se quedó fuera del boom
Los libros del peruano Julio Ramón Ribeyro, uno de los grandes escritores latinoamericanos, al fin circulan en la Argentina
También en tiempos globales la lógica editorial puede ir a contracorriente de lo que dictan los algoritmos, esos agentes invisibles del más dudoso consumo. Un ejemplo a mano. El año pasado se cumplieron los noventa años del nacimiento de Julio Ramón Ribeyro (1929-1994) y de pronto –sin que venga más a cuento que ese aniversario chueco– los libros del escritor peruano reaparecieron con todo su peso. Nunca había ocurrido –menos que menos en vida del autor– que coincidieran tantos títulos de Ribeyro al mismo tiempo en las librerías argentinas. El escritor peruano, con su perfil bajo, al borde de la prescindencia, funcionó siempre como rumor o contraseña de unos pocos. En los años noventa los lectores más atentos pudieron agenciarse los Cuentos completos publicados por Alfaguara (la reciente edición de La palabra del mudo, en Seix Barral, contiene lo mismo, pero le agrega varios inéditos). Antes, las formas breves de Prosas apátridas habían circulado con aires de polizón, en una colección de Tusquets que muy apropiadamente se llamaba "Marginales". Para La tentación del fracaso, en cambio, los formidables diarios que Ribeyro había empezado a publicar poco antes de morir, directamente había que peregrinar a otras latitudes.
La falta hay que atribuírsela en parte al propio Ribeyro, uno de esos escritores que renegaban de cualquier forma de autopromoción y confiaban con gesto escéptico, un cigarrillo en la boca, que los libros sabrían hacerse lugar por sí solos. Como anotaba su amigo Alfredo Bryce Echenique, "su obra no está hecha para satisfacer las expectativas del consumidor de novedades y, más bien, acontece al margen de las ofertas y las demandas". Le gustaba proponer de sí mismo, aunque con discreción, una imagen de loser voluntario. Ribeyro era casi de la misma edad que Gabriel García Márquez y una década mayor que su coterráneo Mario Vargas Llosa, pero esquivó los fuegos de artificio del boom latinoamericano como si fueran una suerte de peste. Quizá porque no se sentía calificado para la novela. Se dedicaba sobre todo al cuento, como Julio Cortázar, pero a diferencia del argentino (que supo instalar a Rayuela como ala vanguardista del boom) desconfiaba de su talento para el tranco largo.
"Estoy inferiormente dotado para la lucha por la existencia", escribe Ribeyro ya en 1950 en un cuaderno. Tiene apenas 20 años y viene de trabajar quince días en el área legal de una casa comercial. Más de una vez, sus diarios –como los de Kafka– expresan la utopía de estar encerrado, dedicado solo a leer y llenar páginas. "Cuando no estoy frente a mi máquina de escribir me aburro –dice mucho después, en 1975–, no sé qué hacer, la vida me parece desperdiciada, el tiempo insoportable. Que lo que haga tenga valor o no es secundario. Lo importante es que escribir es mi manera de ser, que nada reemplazará".
Ribeyro, sin embargo, a pesar de esa inadecuación, trabajó en más de un oficio. Como tantos de su generación se fue apenas pudo de su país natal: en su caso, de la muerte del padre y una familia venida a menos. Recaló en Madrid y de ahí saltó a París, Berlín, Munich, Amberes. Después de un breve retorno a Lima, volvió a instalarse en la capital francesa, donde terminaría trabajando como periodista en la agencia AFP y embajador ante la Unesco. En su departamento recibía a conocidos y artistas alrededor de una botella de bordeaux, encuentros que registraba minuciosamente.
Fue cuando ya estaba en París, en 1955, que se publicó Los gallinazos sin plumas. El dato podría ser solo informativo si no fuera que el volumen inaugura la prolongada y estoica relación de Ribeyro con el cuento. Escribió casi un centenar (se los encuentra hoy en La palabra del mudo), pero más que la cantidad importa el juego que establecen unos con otros. Ribeyro suele ser realista, puede volcarse ocasionalmente a lo fantástico, pero es siempre en estilo anterior al boom, lateral al boom, incluso posterior al boom. Descree de las pirotecnias. Nada más fácil, dice, que escribir una novela experimental como aquella de Claude Mauriac en que toda la acción se condensa entre el momento en que un semáforo pasa del rojo al verde. Agrega: nada que muera más rápido que un procedimiento.
Él mismo define sus cuentos con sobria modestia: son, anota, espejo de su vida, pero también del mundo que le tocó vivir, sobre todo el de la infancia y la juventud: "oscuros habitantes limeños y sus ilusiones frustradas, escenas de la vida familiar, barrios como Miraflores, el mar y los arenales, combates perdidos, militares borrachines, escritores, hacendados, matones y maleantes, locos, putas, profesores, burócratas, Tarma y Huamanga, pero también Europa y mis pensiones y mis viajes."
Ribeyro no escribe, como a él le gustaba aclarar, sobre las mutaciones reciente del Perú. Escribe a la distancia, con un catalejo que apunta a la experiencia para fundar un territorio autónomo. "Los gallinazos sin plumas" debe de ser de los mejores cuentos naturalistas del medio siglo latinoamericano (ese borde en que la peor realidad se vuelve inverosímil) y, el posterior "Silvio en el Rosedal", uno de esos relatos regionales (la escena transcurre en una hacienda) que a pesar de su escenario están enrarecidos por una óptica por completo personal. Ribeyro es, por lo demás, un autor eminentemente urbano. En su país puede conseguirse una antología de gran formato: diez cuentos ilustrados con fotografías de los lugares en los tiempos en que transcurren las ficciones. El peruano, por momentos, de verdad parece construir sin querer una comedia humana a la limeña.
En el prólogo a La palabra del mudo, Ribeyro se permite un decálogo sobre el arte del cuento, con algo de Chejov. "El cuento debe contar una historia. No hay cuento sin historia. El cuento se ha hecho para que el lector pueda a su vez contarlo", anota. Otras máximas consignan que debe ser directo y sencillo o que admite todas las técnicas siempre y cuando la historia no se diluya. Los cuentos de Ribeyro, sin embargo, parecen en parte negarlo: perderían su estilo si se los cediera sin problemas a un narrador oral cualquiera.
Un ejemplo podría ser "Solo para fumadores", la historia autobiográfica que reconstruye su relación con una afición omnipresente: el tabaco. Ribeyro, uno de los escritores más fumadores de la historia (solo Anthony Burgess parece hacerle competencia) propone una curiosa defensa intelectual y sentimental del vicio que se equipara bastante a los placeres de la literatura: cualquier fumador (o exfumador) se reconocerá en esa escena en que el narrador, que se supone dejó el cigarrillo, se dirige a la piedra de la playa debajo de la cual, algo avergonzado, oculta un paquete secreto.
Ribeyro no quería mucho a las tres novelas que publicó. "Desde hace dos días, desde que terminé mi novela Los geniecillos dominicales, trato de darme cuenta si he escrito una porquería o algo bueno", anota en el diario, para la época en que Vargas Llosa publica La ciudad y los perros. Su juicio crítico es excesivo, pero en algo no falla: esa potente novela sobre la bohemia estudiantil, con mucho de vida personal, por momentos recuerda una sumatoria de cuentos.
Narrador preciso, ensayista casi aforístico, dramaturgo ocasional, Ribeyro no sería hoy él mismo, sin embargo, sin las casi 700 páginas de La tentación del fracaso, que aumentaron con los años, de manera póstuma, la admiración que ya se le tenía.
Los diarios son en general artefactos extraños. Se los lee como novela, pero son la compresión de días, meses, años, décadas. No hay muchos diarios en la literatura latinoamericana moderna y Ribeyro –lector experto y omnívoro de este tipo de escritos– lo sabía. Tal vez por eso los trabajó con el cuidado que requieren los mejores libros. Sus cuadernos personales –discontinuos porque a veces se los abandona por una temporada– son una mina de reflexiones cruzadas por lo cotidiano y el ejercicio del arte. La tentación del fracaso –el título sugiere que para un autor en el fracaso está el éxito, porque permite seguir escribiendo– es un diario de melancolía áspera, que por momentos recuerda los de John Cheever, por otros los de Cesare Pavese, aunque el tono de Ribeyro, que se centra en las dudas creadoras y en las infelicidades de todo orden, es siempre ascético.
A los diarios, cuando son buenos, se lo puede citar tanto que se corre el riesgo de reproducirlos en su totalidad. La edición que se conoce termina en 1978. Ribeyro siguió, por supuesto, escribiendo. Al final de su vida, después de sortear muchos problemas de salud, volvió a Lima, donde murió en 1994 de un cáncer generalizado. En París era famoso por quedarse horas mirando pasar a los transeúntes desde las veredas de los bares. En Lima, en cambio, instalado en un departamento en el barrio de Barranco, se dedicó a leer, escribir y mirar el mar. También esa es la gracia de los diarios de escritores: la imagen, la exacta imagen del final, ya aparece, profética, en una entrada de 1975.