El escritor que limpia inodoros
Yo no vivo de mis libros: las regalías son modestas. No vivo de la televisión: el salario es escuálido. Yo vivo de mi familia. Quiero decir: soy un mantenido por mi familia. Más exactamente: vivo de la caridad de mi madre.
Mi madre posee un dinero que proviene de las inversiones mineras de su familia. Con esa plata ha comprado apartamentos en la isla en que yo vivo. Ella y su familia vienen con frecuencia a la isla y duermen en esas propiedades. Pero, cuando mi madre no está de visita, yo me encargo de alquilar sus apartamentos a huéspedes que los reservan por una semana, o por dos, o por un mes. De esa manera, cuando las propiedades se encuentran desocupadas por mi madre y su familia, hago mi mejor esfuerzo para encontrar inquilinos de corta duración que paguen por ocuparlas. No es, por supuesto, un esfuerzo desinteresado. Mi madre me paga un sueldo para que consiga viajeros de paso que duerman en sus apartamentos. Soy el agente inmobiliario de mi madre. No le cobro comisión. Le cobro un sueldo fijo, independiente de los resultados. Vivo entonces no de mis libros ni de mis apariciones en la televisión, sino de la caridad de mi madre.
Sin embargo, el oficio de regente de los apartamentos de mi madre conlleva ciertos problemas inevitables. Cuando hay un problema, el huésped no llama a mi madre: me llama a mí. Y siempre hay un problema. Y el huésped se queja y me exige que yo lo resuelva. Y a menudo me veo en aprietos, tratando de resolver los inesperados enredos que se presentan cuando uno alquila propiedades por cortas estadías, por breves temporadas, a viajeros de todo el mundo.
La otra noche, por ejemplo, me encontraba con mi esposa y nuestra hija adolescente, disfrutando de la cena de nochebuena, cuando una señora, llegada desde la India, y alojada en una de las propiedades de mi madre, empezó a enviarme unos mensajes de texto urgentes, apremiantes. Era el 24 de diciembre, yo estaba cenando, y de pronto la mujer me comunica que ha ocurrido una desgracia en el apartamento que me ha alquilado: el inodoro no funciona, está obstruido, ha vertido sus aguas marrones sobre el baño entero. La mujer, que ha pagado no poco dinero por dormir en aquella propiedad, me exige que le resuelva el problema sin dilaciones. Interrumpo la cena, salgo al jardín del hotel, llamo a todos los plomeros que conozco, pero ninguno me responde, todos me derivan a unas grabadoras. Enseguida le digo a la señora de la India que no encuentro a un plomero siendo la vigilia navideña, que por favor cierre la puerta de ese baño y que, al día siguiente, bien temprano, a las ocho de la mañana, iré con un fontanero a arreglarle el escusado. La mujer se exalta, se ofusca y me exige que resuelva el problema ya mismo, pues todo el apartamento apesta. No le digo, por respeto, lo que estoy pensando: ¿qué carajos usted, y su esposo, y sus críos, habrán metido en el retrete para atascarlo? Mi trabajo no es reñirla, ni adecentar sus hábitos de higiene, sino resolver el problema del wáter atorado. Le prometo nuevamente que a la mañana siguiente iré a desatascar el retrete y limpiar el baño. Pienso: eres un escritor tan malo, tan fracasado, que te ganas la vida desatorando los inodoros de la gente rica.
Por supuesto, no voy a las ocho de la mañana. Despierto a la una de la tarde. La mujer me ha escrito numerosos mensajes de texto, diciéndome cosas agresivas. Pienso: ¿no puedes limpiar tú misma el baño que has ensuciado? Pero, claro, no se lo digo. Es 25 de diciembre y llamo a todos los plomeros de la ciudad. Ninguno está dispuesto a trabajar en Navidad. Así las cosas, le digo a la señora de la India que debemos esperar un día más, porque, si voy yo mismo al baño colapsado, no podré resolver nada. Indignada por mi ineptitud, la mujer amenaza con enjuiciarme y exige que le reembolse el dinero que ha pagado por alojarse en esa propiedad. Ella probablemente piensa: él tiene la culpa porque el inodoro ya estaba estropeado antes de que yo llegase. Yo pienso: ella y su familia tienen la culpa porque han echado al retrete algo de proporciones inhumanas. Entonces, como la mujer me amenaza, y como soy un pusilánime, le ofrezco que se mude al hotel de la isla. Ella acepta, encantada. Voy al hotel, le reservo una suite y pago una fortuna. La señora de la India ha ganado, yo he perdido. Al día siguiente, consigo por fin un plomero, acudimos juntos al apartamento siniestrado, penetramos en aquella pestilencia como si estuviésemos entrando en una morgue sofocante, sin servicios eléctricos, donde todo apesta a residuos humanos, y en menos de una hora el heroico fontanero desatasca el wáter obstruido. Luego llega la señora de la limpieza y se afana hasta dejar impecables el baño y el apartamento. Recién entonces le escribo a la señora de la India: buenas noticias, el problema está resuelto, el inodoro ya funciona, el baño está limpio, el apartamento huele bien (pues lo he perfumado con un aerosol). Para mi estupor, la mujer se niega a volver. Me dice que ya se mudaron al hotel, que el apartamento de mi familia no está en buenas condiciones y que se quedarán en el hotel, donde están más cómodos. Abrumado, le sugiero que, de ser así, ella pague las siguientes noches en el hotel, pero la señora de la India me exige que yo pague todas las noches hasta el 2 de enero, fecha en que se marchará de la isla. Recién entonces llamo por teléfono a mi madre y le pregunto qué debo hacer. Siempre más inteligente que yo, mi madre me dice: no le pagues una noche más en el hotel, ya verás que regresa al apartamento. En efecto, como me niego a seguir pagándole el hotel, la señora de la India y su familia vuelven al apartamento. Ella no me agradece la noche que le pagué en el hotel. Sigue enojada, como si yo tuviese la culpa del embrollo que, tanto a ella como a mí, nos ensució las fiestas navideñas.
Al día siguiente, la señora de la India, que es doctora, porque ya he investigado todo sobre ella, y está casada con otro doctor, y cuya boda fue reseñada por un periódico importante, me escribe unos mensajes de texto no agradeciéndome nada, ni elogiando las vistas tan bonitas del apartamento, ni comentándome que ya pueden defecar tranquilos en todos los baños de la propiedad, sino quejándose en términos airados porque alguien ha aparcado su vehículo en el espacio designado de parqueo donde ella debía dejar su carro rentado. Respondo sin dilaciones, aterrado de sus malos humores. Le digo que no tengo idea de quién puede haber ocupado nuestro espacio de parqueo y que, entretanto, use el segundo espacio reservado para ese apartamento. ¿Qué culpa tengo de que alguien deje su auto en el lugar donde le correspondía aparcar a mi inquilina? Ninguna. Pero la señora de la India me culpa a mí. Y deja su vehículo alquilado en el segundo espacio de parqueo, pero sigue furiosa conmigo, como si yo le hubiese atorado el inodoro deliberadamente, para estropearle las fiestas navideñas, unas fiestas que no sé si ella celebra, pues a lo mejor no es cristiana, y como si además yo hubiese dado instrucciones para que alguien le obstruya también el espacio de parqueo. Todo con esa señora de la India es un drama salpicado de reproches, amenazas e insultos que no respondo, porque una y otra vez me derrito en disculpas, le pido mil perdones y le digo que estoy haciendo mi mejor esfuerzo para resolver sus contratiempos.
Todavía no es año nuevo, todavía no se ha marchado del apartamento de mi madre la señora de la India, tengo que aguantarla hasta el 2 de enero y me temo que lo peor está por venir y que mañana, al despertar, encontraré diez o doce mensajes de texto escritos por ella, exigiéndome que corra al apartamento a resolverle un problema más. De hecho, hace minutos me escribió un mensaje diciendo que había encontrado una cucaracha muerta en la sala (adjuntaba una foto de la cucaracha), que el apartamento era una inmundicia y que yo debía acudir de inmediato a recoger el cadáver de la cucaracha, porque si ella lo depositaba en el inodoro y jalaba la cadena, quizá el wáter se atascaría de nuevo. Ya mismo voy a recoger la cucaracha, le escribí a la señora de la India.