El escepticismo es una epidemia que se agrava con las fake news
La desconfianza generalizada y el cinismo disfrazado de pensamiento crítico, que invita a no creer nada, dañan más a la democracia que la desinformación
Tanto agitar los fantasmas de las noticias falsas en tiempos electorales y al final resultó que, tras las PASO, la conmoción la trajo la noticia cierta de unos resultados que no pueden asociarse a ninguna campaña. Ni de propaganda ni de desinformación, como confirma el modesto alcance de las noticias verificadas. El diagnóstico de las fake news pone el remedio en el síntoma, no en la enfermedad.
La obsesión por bajar la fiebre de noticias falsas resulta en sobredosis de paliativos que, sin erradicar el mal de la desinformación, agravan una enfermedad más peligrosa: el escepticismo generalizado. Se trata de una epidemia devastadora para los medios y el sistema político, principales implicados en la acusación de que todos mienten y los primeros que las sociedades escépticas ponen en cuarentena. La desinformación es un problema, pero el escepticismo es el mal de época.
Las noticias son producto de una industria que procesa una materia prima que muchos proveedores ofrecen oficiosamente, aunque con calidad dispar. Transformar esa información en noticias confiables requiere de un sistema de producción de alta complejidad y mantenimiento. Los medios que cuentan con controles de calidad antes de la publicación conviven con oportunistas que aprovechan el contexto digital para publicar sin garantías de verificación previa. Son los principales beneficiados con la confusión entre noticias genuinas y versiones adulteradas, entre medios serios y operadores disimulados.
Como remedio aparecieron verificadores externos que aleatoriamente toman una muestra del aluvión de noticias bajo sospecha y ofrecen una versión mejorada, con la esperanza de que el ejemplo corrija a los adulteradores y advierta del error a los incautos. El problema es que las personas que acceden a la noticia verificada suelen ser menos, y distintas, que las que consumieron el producto en mal estado. Con el daño colateral de que las alertas repetidas de noticias contaminadas terminan confirmando a los escépticos que es mejor seguir refugiados en sus propias certezas.
El sistema informativo se encierra así en una paradoja. En nombre de la confiabilidad de las noticias, no cesa de ratificarle a la sociedad que la desinformación está al acecho en cualquier pantalla. Medios y periodistas se pasan hablando de noticias falsas, de fuentes que mienten, de datos espurios, de instituciones poco confiables. Al final, terminan coincidiendo con los políticos en que es mejor no creer en nada, advertencia que algunos académicos ratifican, confundiendo irresponsablemente cinismo con pensamiento crítico. Así y todo, esperan que la ciudadanía vaya y consuma noticias, dando por sentado que va a distinguir a las puras de las espurias. La paradoja es que cuando los informados hablan de la imposibilidad de las certezas confirman a los desinformados su decisión de prescindir de las noticias. Así se cierra la espiral de desconfianza que enrosca a la sociedad, asfixia a los medios y va mellando la democracia.
El lado bueno del escepticismo generalizado es que no hay riesgos de manipulación por las noticias en una sociedad que no las lee. Las noticias falsas no representan más que una ínfima parte de la dieta informativa (que de por sí es magra), como demostraron varios estudios, entre ellos, el de Brendan Nyhan, para EE.UU., y el del Reuters Oxford Institute, para Europa. No importaría que las falacias circulen más rápidamente que las certezas, que los tuits repliquen más el bulo que la desmentida, cuando una gran mayoría pasa de todo. Pero el desinterés sí importa para la democracia, que necesita más información de calidad que desmentidas.
Los diagnósticos confirman una mitad de la sociedad descreída de los medios, según el Edelman Trust Report, y de cuatro de cada cinco latinoamericanos atacados de desconfianza, según el Latinobarómetro. No es casual que en tiempos de posverdad resurgieran los extremismos, populismos y demás fanatismos. Cuando no se puede confiar, muchos se conforman apenas con creer.
En un artículo en The New York Times, Yuval Noah Harari argumentó que, si la verdad es la potestad de dar la explicación del mundo en la que hay que creer, poderoso es el que tiene la capacidad de manipular las realidades objetivas y hacer creer a muchas personas explicaciones sobre Dios, la economía o la raza. Cuanto más difícil sea creer en una falacia, cuantas más las evidencias fácticas la desmientan, más funcional será para demostrar las lealtades militantes. Dice Harari que "los líderes astutos algunas veces dicen insensateces a fin de identificar los devotos confiables de los seguidores condicionales". Pero la información no puede ser un asunto de verdad o mentira decidida por una autoridad, política o moral, con poder para dar la explicación aceptada del mundo.
No es extraño que las noticias falsas circulen principalmente en los grupos fanatizados, que encontraron en la lealtad al relato una nueva forma de militancia política y periodística. La trampa es que cuando se magnifican esos fenómenos de las minorías intensas se los saca de las burbujas de fanatismo para ponerlos a la vista de todos. Es ahí cuando medios, periodistas y verificadores terminan prestando un servicio inestimable a difundir versiones del mundo que de otra manera quedarían encerradas en los guetos de fanáticos. Este es el dilema ético de la verificación ex post.
El otro dilema es qué hacer con esa información que están produciendo y distribuyendo instituciones, organizaciones, la ciudadanía toda. Ninguna ley puede menoscabar ese derecho humano consagrado a mediados del siglo pasado y perfeccionado con las tecnologías, que permiten sumar voces a la conversación pública. Pero lo que hoy perciben como una competencia amenazante puede transformarse en cooperación que alivie parte de los problemas que enfrentan medios y periodistas. Las voces públicas detectan rápidamente las falacias de la información que las involucra y su competencia en el asunto puede apuntalar la información y acortar los ciclos de la desinformación. Fortalecer los canales de escucha ayudará también a constatar que la sociedad cree bastante poco las patrañas a juzgar por la rapidez con que las transforma en mofa y meme.
Una conversación abierta y transparente es la base de una ética colaborativa para la información. Para los medios, la verificación cruzada de la ciudadanía atenta es más expedita que los antiguos comités de disciplina. Para la sociedad, fortalecer el diálogo con los periodistas puede ser una vía para reconstruir la confianza entre la información y sus destinatarios. El valor social percibido de la información colectiva es más fuerte que la lealtad a la verdad de una parte.
La información es un insumo vital para el funcionamiento social. Como pasa con los recursos naturales, a la conciencia de los daños derivados de su manejo negligente hay que sumar el compromiso de todos para su recuperación. Un trabajo colaborativo entre fuentes responsables, periodistas conscientes, ciudadanos atentos y verificadores integrados a los nuevos flujos informativos puede recuperar la integridad de la información a partir de una nueva ética de la conversación responsable.
Doctora en Ciencias Sociales, investigadora de medios y periodismo