El escándalo y la crisis
En una entrevista que salió en LA NACION el 5 de agosto de 1962, le preguntaban a Héctor Álvarez Murena cuál sería hoy la misión del ensayo (se entiende que como género de literatura y excusa de filosofía). Su respuesta fue: "El ensayo debe hoy volverse contra todas las falsas certidumbres que han terminado por usurpar el puesto de la cultura. Es preciso empujar al prójimo a la aceptación de ese desamparo, que constituye la única posibilidad de un eventual reencaminamiento". Casi seis décadas más tarde de esas palabras y 45 años después de la muerte de quien las dijo, es decir ahora mismo, la conminación de Murena resulta particularmente apremiante, cuando impera la ideología, ese ídolo que nadie parece respetar pero ante el que la mayoría se hinca. La suya no fue nunca (ni en sus ensayos, precisamente, ni en sus novelas ni en sus poemas) una posición cómoda, pero, después de todo, la comodidad era lo último que perseguía.
Por ejemplo, su libro La metáfora y lo sagrado se arranca a sí mismo de la nada con un límite: la zona en que no hay más respuestas porque los problemas que se había creído resolver tienen raíces en el misterio. Sin misterio no hay obra de arte, para empezar, y tampoco cultura, tal como la entendía Murena.
Allí donde cualquier otro hubiera renunciado, Murena, valientemente, empieza. Es un principio en todo sentido: inaugura su libro ya desde el prólogo ("Una palabra previa") y busca asimismo una "orilla primordial" que, como movimiento, implica volverse anacrónico: "Tal vez se pueda leer en las páginas que siguen el intento de practicar el arte de volverse anacrónico". Cuando el tiempo propio (el presente) se vuelve inhabitable hay que volverse en contra del tiempo en general, mirar hacia el pasado y hacia el futuro, y hacerlo, no sin cierta paradoja, con la esperanza de que ese tiempo propio se torne de nuevo, en algún día inescrutable, digno de ser habitado
El año anterior a la entrevista, había publicado también en LA NACION el ensayo "La epifanía de lo desconocido". En primera instancia, Murena discute a Arnold J. Toynbee y Oswald Spengler, pero lo que está detrás es la respuesta a la crisis histórica cuando lo que domina es el relativismo. Anota: "Es el período post-histórico en el cual, debido a la falta de un futuro prefigurado, la comunidad percibe la historia como un caos inorgánico, atomizado". Eso que llama las "filosofías de la crisis" generalizan sus condiciones de origen. Mientras que en otros momentos de la historia la incertidumbre de la crisis se refugiaba en un fundamento último, ahora "en este mundo horro de sentido procuran inventar los valores, fundar una moral sobre bases exclusivamente humanas. Si Murena hubiera publicado ayer un ensayo como ése podrían haber pasado dos cosas: que nadie lo leyera o que fuera motivo de escándalo. Le desearíamos lo segundo. Nada más propicio que el viento de frente.
La malversación ideológica y la liquidación acelerada, aquí y allá, a la que está sometiéndose a la cultura tendrá a la larga un precio muy alto, porque cuando una cultura es destrozada ya no puede ser reconstruida, no hay otra real que pueda improvisarse, y en el caso de que así fuera no podría llamársela cultura.
En la entrevista del principio, le preguntaban por fin a Murena: "¿Tiene esperanza?" "Sí", respondía él, "Estoy escribiendo poesía". Es difícil imaginar una respuesta más exacta a la crisis, a la "barbarie de la inmediatez". Murena dijo su última palabra en los poemas. Pensemos en F.G. Un bárbaro entre la belleza, con cada poema presuntamente ajeno y comentado en prosa. Pero ahí está: "Pronto tendré 50 años/ y la belleza/ no me fue concedida". Lo que podría ser capitulación (no queda pasado, ni presente, ni futuro) admite entenderse bajo el signo de la espera. Y después, además, los últimos versos de El águila que desaparece, ese libro final de Murena que tanto le gustaba a otro poeta, su amigo Alberto Girri: "Sólo/ en lo invisible/ de verdad/ moramos".ß