El error de denigrar a la oposición
La prensa hostil al Gobierno comete un grave error al denigrar como lo hace a los políticos de la oposición. Es la misma falla de cálculo de muchos periodistas cuando, en 2009, decretaban el acta de defunción del kirchnerismo luego de unas elecciones en las que nuevamente los malentendidos incidieron en el resultado más que el anhelado voto racional y programático.
Por un lado, nadie puede desconocer que muchos de los que hoy califican al arco opositor con todos los epítetos degradantes que encuentran a mano optaron, por medio de distintos canales de expresión, favorecer a algunos de sus representantes y, a veces, hasta lo hicieron con entusiasmo.
En la prensa gráfica o en la televisión, en los medios en general, un periodista se solazaba en entrevistas con sus elogios a Duhalde y le servía la mesa bien tendida para que eligiera los manjares de su predilección, mientras otros, con más discreción pero no menos decisión, apoyaban la alianza Alfonsín-De Narváez como la mejor alternativa al gobierno actual.
No faltaron quienes se apenaron de la postura de Mauricio Macri por no haberse arriesgado a ser candidato presidencial de un modo en excesivo cauteloso sin percatarse de que la República lo necesitaba.
No hace falta practicar el periodismo militante para emitir opiniones y llevar a cabo minuciosos análisis de la realidad con inclinaciones políticas manifiestas o tácitas. La calidad periodística tiene que ver con el lenguaje oral o escrito del que se dispone, la profundidad de mira, la cantidad y la selección de la información que se ofrece, la riqueza de las contradicciones y de los dilemas puestos en juego.
Lo deshonesto no es tener simpatías políticas, adhesiones ideológicas u opciones morales, sino la de untarlas con criterios de objetividad para justificar tomas de posición solapadas.
Por eso es algo injusto que en cierta prensa, luego de los resultados de las primarias, después de que la decepción diluyera sus anteriores ilusiones, la reacción se desencadenara casi en forma unánime con furia y desprecio, y que culparan a los presidenciables de actos y pensamientos pecaminosos, con los que un cierto periodismo olvidado de sus preferencias se había identificado.
Son muchos los que se lamentan que se haya perdido una oportunidad de al menos equilibrar el poder, si no de sustituirlo, y miran para atrás con melancolía por el fracaso electoral. Nos dicen que si Cobos, si Sanz, si Binner, si Macri, si Duhalde y Rodríguez Saá, etcétera, hubieran tomado otro rumbo que el transitado, hoy viviríamos una realidad diferente con un horizonte más promisorio.
Supongamos que con zonda y con pampero a favor, Ricardo Alfonsín o Eduardo Duhalde, cualquiera de ellos, hubieran sacado 34% de los votos y Cristina un 46%; cabe imaginar que ante este regalo de la providencia, para la prensa opositora los mismos personajes con la misma falta de ideas ya no serían enanos y mediocres sino promesas bienaventuradas.
Vaya uno a saber cuál es la razón por la que Cobos, Alfonsín, Sanz, Duhalde, Rodríguez Saá, Binner, Macri, tildados en forma escalonada y de acuerdo con el paladar de los comunicadores de pusilánimes, improvisados, teloneros, sospechados, folklóricos, ambiguos y oportunistas, de haber quedado mejor posicionados en las primarias se hubieran hecho merecedores de la confianza de los formadores de opinión.
Pero, finalmente, ¿cuáles son los puntos de intersección que unen al periodismo contra la grave falencia que define a sus parientes políticos de la misma familia opositora? Es el argumento acusatorio de que no se juntaron -como parece juntarse el periodismo opositor- para ganarle al Gobierno. Claro, no por el mero hecho de no juntarse, sino por no haber sabido encontrar los puntos de coincidencia para construir una opción congregante, y dejarse llevar por narcisismos de parroquia y mezquindades de comité.
De acuerdo con este irrefrenable ímpetu de oponerse, se denuncia que el sistema republicano en nuestro país está en peligro, que una nueva dictadura se avecina, se advierte que la prensa libre será silenciada y que, por motivos sombríos y de interés sectorial, ya sea por el voto-empleo, el voto-cuota, el voto plasma y el voto-apatía, nuestra ciudadanía ingresa inconscientemente en el corral cual rebaño entregado al sacrificio bíblico. Un nuevo holocausto.
Vaya uno a saber si esta temida presunción es verosimil o no, todo puede pasar en este mundo imprevisible. Los agoreros pueden vaticinar una cosa y/o cualquier otra. Las disyunciones no siempre son excluyentes. En todo caso, la crítica opositora de la prensa, reflexión mediante, se concentra en el peligro que amenaza a las instituciones de la República y en el temor ante la posible y temida crisis económica a la que un gobierno clientelista nos puede irresponsablemente conducir.
Un nuevo Rodrigazo, acompañado por el caos político, es una situación límite que hay que neutralizar antes de que sea tarde. Por eso, la prensa anti-K llama a una coalición para la salvación nacional, que nuestros políticos mediocres han desoído dejando a la ciudadanía a merced de un poder inescrupuloso.
No somos un pueblo caracterizado por la moderación, sino más bien una comunidad de exagerados volátiles, con tendencia al hiperbolismo, lo que nos conduce, por sentimientos de necesidad y urgencia, a tomar decisiones erradas y apresuradas.
Rápido un plan económico para que lluevan inversiones. Rápido un acuerdo con el Club de París para que lluevan créditos a tasas bajas. Rápido reinstalar el verdadero Indec para que mida el 25% de inflación. Todo rápido y posible como si en nuestro país las decisiones económicas estuvieran a merced de la genialidad de un par de hombres y no del estrecho abanico de opciones que nos deja el mercado mundial.
A Menem no le quedaba otra medida posible que las privatizaciones, la convertibilidad y aceptar el plan Brady. Los que no lo creen pueden preguntarles a los sabios de los 90 qué otras medidas ignotas tenían en cartera. De la Rúa, con déficit estructural, sin financiación externa, una deuda impagable y monedas espurias en varias provincias, poco podía hacer si no bajaba el gasto. Y los Kirchner, con el regalo de la devaluación y el default declarado, más la eclosión de precios de las commodities , no hicieron más que aprovechar la ocasión que la globalización ponía en nuestras puertas.
Del mismo modo en que lo hizo, con mayor o menor éxito, todo el tercer mundo (hoy, países emergentes).
No hacemos lo que queremos sino lo que podemos, por más que se hiera nuestra vanidad y sentimiento de grandeza. La mentada autoestima no consiste en el maquillaje tecnopolítico y un desfile bicentenario, como tampoco lo era con la Argentina Potencia ni el Mundial 78. La autoestima, por lo general, no se proclama a los gritos sobre un taburete, no es un síndrome maníaco-depresivo, sino un accesorio lateral que reporta un poco de serenidad.
No se trata de juntarse contra el Gobierno y poner en marcha el famoso plan con sus increíbles medidas si queremos evitar una crisis terminal que destruya la República.
Por mi parte, no creo en este tipo de fatalidades. Un país dependiente como el nuestro necesita hilar fino y por un buen tiempo. En un momento político como el actual, lo que hay que hacer no es lo que la prensa furiosa sugiere y recomienda. No hay que juntarse, sino, por el contrario, lo que hay que hacer es diferenciarse. Lo que no quiere decir arrogarse la primacía política sobre la base de una pureza doctrinaria e ir al frente ciudadano con espíritu de secta, sino profundizar aún más el pensamiento propio y encarar cada uno de los problemas del país para ofrecer una alternativa posible a la conducción actual. Si de establecer acuerdos se trata, hacerlo con sectores políticos con los que hay coincidencia en valores, propuestas estratégicas comunes, prioridades políticas consensuadas, y que la heterogeneidad de tradiciones, la variedad de héroes epónimos y la historia singular que se evoca no sean un obstáculo para construir en el tiempo una opción consolidada por una larga marcha juntos.
No hay como la convivencia y la tarea diaria -ya sea en el Congreso y respecto de temas puntuales de la coyuntura nacional- para probar la consistencia de una unión. Cuando los interesados sólo se juntan porque no soportan la soledad y los une la desesperación, lo más probable es que el vínculo estalle por falta de triunfos inmediatos o que la inercia prolongue una asociación abúlica sin protagonismo alguno.
Este gobierno tiene la peligrosidad de la que ha hecho gala en estos ocho años de manipulación administrativa y narrativa. La conocemos. Le importa un rábano la Constitución, que considera materia de leguleyos. Elaborará una nueva Ley Fundamental cuando así le convenga. Prensa oficialista no le falta para crear el ambiente plebiscitario si la soja acompaña. El relato que el poder político hace de sí mismo y que bautiza con el nombre de "pensamiento nacional" es rancio, aldeano, nostálgico de la siesta colonial y de las guerras gauchas. Le agrega la épica de los años 70 con impudicia politiquera. Capturará sin pagar derechos de autor ideas de adversarios, como lo hizo con la mediación de Botnia, la asignación universal, el matrimonio igualitario, y ahora con altisonantes planes estratégicos. Pero, además, por si esto fuera poco, se le suma, por la obsesión de enfrentarlo, de no perder un poco de protagonismo, la peligrosidad de quienes se ungen a sí mismos como profetas de paraísos artificiales o heraldos de salvadores de la patria, sin ideas ni experiencia, y por más que se junten no ofrecen otro recetario que el de remedios domésticos para agravar, más que curar, las dolencias de las que se habla tanto.
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