El entierro prematuro del kirchnerismo
Hace falta revisar hoy la frase más punzante de Milei sobre Cristina Kirchner, aunque sólo ha pasado un mes y medio desde que la dijo. “Me encantaría meterle el último clavo al cajón del kirchnerismo con Cristina adentro”. Es una frase violenta, hostil, impropia de una democracia y, en la medida en que alude a la muerte de quien efectivamente tuvo delante de sus narices hace poco más de dos años a un sujeto que le gatilló un arma, es una frase de pésimo gusto.
Por eso en su momento juntó una buena cantidad de repudios. Cantidad mayor que la medida estándar de los rutinarios guadañazos retóricos del presidente. Pero más allá de eso, ahora se entiende, la frase tenía un valor premonitorio que pocos descifraron. Había una entrelínea o, quién sabe, un acto fallido. Milei estaba hablando de lo que barruntaba: derrotar a Cristina Kirchner en las urnas. Plan incompatible con una ley de Ficha limpia.
Si se hubiera aprobado en Diputados la ley de Ficha limpia (probabilidad que el gobierno fulminó) y si hubiera forma de que pasara el Senado, la condenada por dos tribunales a seis años de prisión e inhabilitación perpetua para ocupar cargos públicos no podría ser derrotada por Milei porque no sería candidata. Ahora quedará habilitada para serlo. Milei cree que si en octubre de 2025 él vence a Cristina Kirchner en unas elecciones legislativas absolutamente polarizadas, convertidas a la vez en una especie de plebiscito, se terminará el kirchnerismo. O mejor dicho, habrá terminado él con el kirchnerismo.
Su extraordinaria carrera política coronada por el 56 por ciento que, a contramano de todos los usos y costumbres lo llevó adonde hoy está, tal vez lo convenció de que no existen las lecciones de la historia. Porque antes no rugía ningún león, no había un defensor de la libertad con semejante coraje, nadie había tenido la centralidad mundial que él consiguió, nadie había salido en la tapa de The New Yorker comparado con el presidente de los Estados Unidos. Pero esto fue lo que ocurrió en este siglo: después de que otro recién llegado a la política, Francisco de Narváez, le ganó a los Kirchner en 2009, después de que Sergio Massa derrotó al oficialismo en 2013 y luego de que la propia Cristina Kirchner perdió en 2017 contra Esteban Bullrich, el kirchnerismo siguió vivito y coleando. No hubo ataúd ni clavos ni nada. Eso sin contar las derrotas de Daniel Scioli en 2015 y de Sergio Massa en 2023, candidatos ambos puestos por Cristina Kirchner. Tal vez haga falta recordar cómo quedó repartido el poder el año pasado. Milei arrasó en el balotaje, sí, pero en la elección general anterior el peronismo/kirchnerismo se quedó con las primeras minorías de ambas cámaras. Uno de cada cuatro argentinos, por lo menos, sigue siendo kirchnerista o potencialmente kirchnerista.
No parecen cosas propias de una democracia normal rogar por la extinción de un rival. Tampoco el diferimiento de una norma anticorrupción para complacer a quien se autopercibe perseguida política y es en verdad una perseguida penal. Pero el devenir cotidiano de los hechos puede hacer que parezca natural algo que no lo es.
Si la Justicia no se tomara años, décadas para sentenciar, la sentencia definitiva llegaría antes, mucho antes, y no tendría tanta importancia discutir si lo que vale para ser retirado del juego democrático son dos condenas o son tres. Si el sistema político no consagrara todos los días los feudalismos provinciales -nada se hace hoy para mitigarlos, al contrario- no habría que preocuparse por el riesgo de que una ley de Ficha limpia pudiera reforzar las maniobras de exclusión de opositores locales, maniobras que ya existen. Se trata de una prevención curiosa: evitar una ley anticorrupción en la política para que no haya sospechas de corrupción política.
Así como los peces no están enterados de que viven en el agua, los argentinos tendemos a naturalizar la anomia, nuestro medio ambiente natural. Carlos Nino decía que la ilegalidad y la inobservancia de las normas sancionadas por la regla de la mayoría después de habérselas debatido significan una deficiencia democrática, una onerosa ineficiencia.
Sin embargo, la naturalización cada tanto se interrumpe. Políticos de lo más diversos como Néstor Kirchner, Hermes Binner o Mauricio Macri en algún momento menearon la perseverante anormalidad: hicieron campaña con la promesa de “un país normal” convencidos de que así empatizaban con los votantes. Reconocieron a la normalidad como un objeto de deseo, sea para cada cual lo que ella fuere. Monumental objetivo, a duras penas si pasó del enunciado. La motosierra de Milei no es otra cosa, precisamente, que una reacción a la acumulación de fracasos, una revancha extrema, esperanzada, contra las continuas frustraciones nacionales.
¿Y Milei ahora lo está logrando, nos lleva a un país normal? No hay duda de que en materia inflacionaria sí. En muchos otros aspectos de la economía se estaría encaminando hacia lo que podría ser descripto como una normalización. En otros campos está por verse. Y desde luego es muy discutido el criterio de equidad del gobierno cuando se analizan cosas como el ajuste que les toca a los jubilados.
Pero más allá de los matices que pudieran existir cuando se dice “normal” resulta difícil combinar este adjetivo con un presidente que trata al Papa de representante del maligno en la Tierra, a los chinos de comunistas intratables, a los diputados y senadores de ratas inmundas, despide a un exministro que acababa de fallecer -Ginés González García- como “un hijo de remilputas”, a los socialistas los llama “excrementos humanos” y a los periodistas los califica de “ensobrados” o “pedazo de soretes”, mientras les refriega la supuesta primacía de verdades oficiales sobre “las mentiras” que ellos inventan. “Les cerramos el orto”, concluye.
El propio Milei y la legión de fanáticos abocados a la tarea de blindarlo echan mano a un argumento paradójico para justificar la manera presidencial de describir el mundo. Repiten que “Milei es así” y que sus insultos sólo son una cuestión ornamental, un problema de formas que es maliciosamente agitado por quienes buscan menoscabar la cuestión de fondo, que serían los éxitos del gobierno. La paradoja consiste en sostener que si Milei no dijera las cosas que dice no sería Milei, que eso está en su esencia, y a la vez atribuirle los insultos urbi et orbi a las formas, a la superficie o, como se ha llegado a sostener, a un tema de elegancia verbal opinable.
La semana pasada el vocero presidencial Manuel Adorni respondió a un trabajo critico del Movimiento al Desarrollo que difundió Horacio Rodríguez Larreta sobre los discursos de odio y el manejo presidencial de la palabra. Adorni se valió del respaldo electoral de uno y de otro para evaluar la legitimidad de su razonamiento, una equiparación nada novedosa -mejor no acordarse de quiénes la hacían- entre sufragios obtenidos y superioridad moral. “La gente confió en Milei”, dijo, para recordar enseguida que Rodríguez Larreta cuando fue precandidato no resultó elegido, por lo que su opinión resultaba “intrascendente”. Tal vez habría que recordar que hace tres años, cuando Rodríguez Larreta acreditaba más respaldo electoral que Milei, éste dijo: “¿Sabés qué, Larreta, como zurdo de mierda que sos, a un liberal no le podés lustrar los zapatos, sorete”. Las razones que da el gobierno para explicar su propia anormalidad discursiva por el momento no suenan consistentes.
Nadie sabe si en los tres años que le quedan de mandato -o siete, si fuera reelecto- Milei moderará o no la motosierra que lleva montada en la lengua. Pero a medida que pasa el tiempo se advierte que su fábrica de insultos produce modelos durables y modelos reversibles.
A la cabeza de estos últimos están el Papa y China, dos destinatarios que un buen día recibieron la confesión de arrepentimiento. También se computan los casos de Luis Caputo, José Luis Espert, Federico Furiase (“una máquina de decir pelotudeces”, le había espetado al actual asesor del Ministerio de Economía), entre otros. Asunto aparte es el de los insultos personalizados a periodistas escogidos entre los críticos siempre que no sean de medios kirchneristas, una rutina sin marcha atrás, con serios perjuicios institucionales, que Milei justifica invocando el derecho a la libertad de expresión de cualquier ciudadano, pese a que él no es cualquier ciudadano.
Tampoco es, concedámosle, cualquier presidente. Casi ha derrotado a la inflación. A Cristina Kirchner, quien además de pretender recuperar los fueros con un cargo público aspira a poner jueces propios en la Corte que debe tratar su apelación, todavía no la derrotó.