El enigma en los ojos de mi perro
Estaba sentado frente a la máquina, inmóvil. Trataba de encontrar un tema para esta columna y veía pasar las ideas sin pena ni gloria, una tras otra. Nada que me despertara verdaderas ganas de escribir. En estos casos no queda más remedio que esperar con actitud dispuesta y receptiva, como el pescador, que no puede ver el anzuelo pero confía en que bajo la superficie algo va a suceder. En eso estaba cuando, con la mente en blanco, alcé la vista y me encontré con la mirada anhelante de mi perra. Descansaba sobre su almohadón, cerca de mí. Nos miramos un rato. De pronto giró sobre su eje hasta quedar con las patas arriba, que es su modo de pedir una caricia. Me acerqué hasta ella y le rasqué el pecho, quizá para disipar un incómodo sentimiento de culpa: hacía semanas que no la sacaba a pasear.
¿Por qué no aprovechar el tiempo muerto de modo que alguien sacara algún rédito de él? Pampa adivinó mi pensamiento, porque se puso de pie y empezó a mover el rabo. Cuando volví con la correa, la encontré parada al lado de la puerta, lista, como un chico con uniforme nuevo en su primer día de clase. Recordé entonces el día en que fuimos a buscarla al criadero, unos seis años atrás. Era la más pequeña entre todos los cachorros. Sus hermanos, más fuertes y gordos, acaparaban las tetillas de la madre y la dejaban afuera. Nosotros veníamos de tener un labrador que lo destrozó todo hasta que una amiga, compasiva, se lo llevó al campo. Desde entonces mis hijas clamaban por otro perro pero mi mujer, con el recuerdo fresco del jardín lleno de cráteres, se resistía. Sólo accedió por cansancio, pero aquel día fue ella quien eligió a Pampa. Nunca supe si le había inspirado compasión o si pensó que un perro chico era de algún modo medio perro.
Como sea, enseguida sucumbió a sus encantos. Como todos. En casa, mi perra concentra más muestras de cariño que cualquiera, y eso no es raro. Porque cuando se la mira a los ojos y ella sostiene la mirada sentís que te conoce y te entiende mejor que nadie. Un perro es el espejo ideal: cuando nos mira es expresión pura tallada en el vacío más perfecto. “Ella es todo amor”, repite mi mujer, y puede que tenga razón, pero lo cierto es que en sus ojos uno puede ver muchas cosas. Sucede como en esos solos demorados de John Coltrane, que parecen resumir la más inafable de las sabidurías. Una vez, mientras escuchábamos una balada de Coltrane, un amigo dijo: “Es como si estuviera explicándote la vida”. De los perros se suele decir: “Sólo le falta hablar”. Pero la maravilla es precisamente ésa, que no hablen. Que sean, los ojos del perro, tal como la música de Coltrane, expresión pura.
En sus admirables Prosas apátridas, el agridulce Julio Ramón Ribeyro escribió sobre el misterio de los animales: “A veces tengo la impresión de que mi gato quiere comunicarme un mensaje. La obstinación con que me observa, me sigue, se me acerca, se frota contra mí, me maúlla, va más allá que el simple testimonio de sumisión de un animal doméstico. Advierto en su mirada inteligencia, prisa, ansiedad. Pero nada podré recibir de él, aparte de estas señas enigmáticas. Entre él y yo no hay siglos, sino centenares de siglos de evolución y somos tan diferentes como una piedra de una manzana. Él, a pesar de vivir en nuestra época, sigue derivando en el mundo arcaico del instinto y nadie podrá comprenderlo sino los de su especie. Tendrán que transcurrir aún centenares de siglos para que la distancia que nos separa tal vez se acorte y pueda al fin entender lo que me dice, lo que seguramente no pase de un lugar común: hay una mosca, hace calor, acaríciame. Como cualquier ser humano, en suma”.
Los perros llevan una vida monótona. Se apegan a las rutinas. Por eso para ellos un paseo (es decir, una excursión olfativa al mundo exterior) resulta un acontecimiento. A veces con mi perra damos una vuelta corta por la plaza. Pero hay domingos en que nos entregamos al azar de la calle sin metas ni horarios. Yo voy con los auriculares puestos y en esas caminatas entran, por ejemplo, el álbum blanco de los Beatles o una sinfonía de Mahler completa. Mi perra, una schnauzer mini, vuelve pisándose la lengua, pero yo siento que le doy, juntos, todos los paseos que le debo.
Aunque tire de la correa, la paso bien con ella. Ejerce sobre mí un raro efecto terapéutico. Puedo estar enojado con alguien, puedo estar furioso con el mundo todo, pero con mi perra siempre estoy en paz. No es mérito mío. Desde su distancia, desde su dignidad, ella no sabe de mis miserias. Tampoco le interesan. Y por un rato yo, egoísta, juego a que me devuelva una versión muy mejorada del que realmente soy.