El encuentro que no fue Cortázar y Alfonsín
Pocas semanas antes de su muerte el autor de Rayuela visitó por última vez la Argentina. Todavía persiste la polémica de por qué Raúl Alfonsín, que asumiría días después, no lo recibió
Son los últimos días del último gobierno militar de la Argentina: comienza diciembre de 1983. El presidente es el general Reynaldo Bignone, aunque a sus órdenes ya nadie les presta oídos.
Un ciclón de ilusión colectiva de factura heterogénea envuelve el velorio de la dictadura, el advenimiento mesiánico de la democracia, la llegada al poder, en fin, de ese político de carrera tradicional, ala centroizquierdista del radicalismo, prefigurado representante monopólico de lo nuevo, que viene de ganar los comicios del 30 de octubre con el 51,75 % de los votos, es decir, de infligirle al peronismo la primera derrota de su historia.
El presidente electo Raúl Alfonsín ha instalado su cuartel general en el piso más alto del hotel Panamericano, frente al Obelisco. Por allí pasa, en esas horas, la realidad argentina, que rebota en el atestado lobby de la planta baja. Alfonsín y decenas de los suyos están consagrados a armar el gobierno, resolver la transición, decidir las primeras medidas, ofrecer cargos, pulir el repliegue castrense. El hotel transpira poder. Pero todo está impregnado de ese estilo multitudinario, poco amistoso con la eficiencia administrativa, de convención radical: hay bullicio, rumores, desorden. Por si faltara ruido, al lado se aloja Menudo. Adolescentes menos politizadas chillan las 24 horas.
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Son los últimos días del último gobierno militar de la Argentina. Julio Cortázar acaba de llegar a Buenos Aires, donde no desembarca desde 1973 cuando presentó Libro de Manuel. Atraído por el momento histórico, por las amistades, por los rincones que lo conmueven, esta vez, además, viene a ver a su madre y a su hermana. ¿O viene a despedirse? Hay dos interpretaciones. Una, que el escritor ya sabía la prisa de su enfermedad (moriría en París el 12 de febrero, nueve semanas después). Otra, que no concebía aún una despedida: en sus planes estaba volver.
Cortázar pasa seis días muy activos. Participa en encuentros sociales en su honor, concede entrevistas periodísticas, camina por Buenos Aires y lo emociona la reacción de la gente, que lo reconoce, lo venera, le pide autógrafos, le regala jazmines. Muchos son lectores veinteañeros, a quienes, llamativamente, el eterno rostro juvenil no les pasa inadvertido.
Buenos Aires hierve de reclamos y esperanzas. Y el autor de Rayuela, nacido en Bélgica y nacionalizado francés al final de su vida, que se exilió en París en parte por su antiperonismo irreductible, comprometido intelectualmente con las insignias de la izquierda ortodoxa deja aquel germinal diciembre argentino sin ser atendido ni saludado por Alfonsín. Ni por nadie del elenco de Alfonsín, o de la nueva democracia, en su nombre. No habrá rencor, tampoco tiempo para que lo haya.
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Lo más amable que se puede encontrar hoy en los resúmenes de la vida de Julio Cortázar dice que en aquella postrera visita a Buenos Aires las autoridades ignoraron su presencia. Es una afirmación irrefutable. ¿Pero cuál fue la causa de la ignorancia?
En algunos círculos intelectuales se ha sostenido a lo largo de estos veinte años que el hecho de que Alfonsín no lo hubiera recibido fue una decisión política, nada casual, todo lo contrario de lo que dice el ex presidente: que se trató de un error mundano, de un malentendido. Alfonsín responsabiliza a su secretaria, Margarita Ronco, quien, en consonancia, se autoincrimina. Ambas hipótesis, la intencional y la accidental, parecen compartir el reconocimiento de que la omisión constituyó una afrenta imperdonable.
El principal sostenedor de la primera fue Osvaldo Soriano. Tres años antes de morir, escribió en Página 12 (20/3/1994) su versión: "Cortázar nunca solicitó una entrevista con Alfonsín, a quien apreciaba sin hacerse demasiadas ilusiones. Fuimos algunos de sus amigos, que teníamos también muchos amigos radicales, los que pensamos que un presidente electo con un discurso de democracia y derechos humanos, rodeado de intelectuales más o menos progresistas, tenía el deber de recibir a un escritor ejemplar (...) Solari Yrigoyen hizo todo lo que pudo para persuadir a Alfonsín. Hizo algo más que pedirle a Margarita Ronco que incluyera a Cortázar en una agenda o que lo guardara en su resbaladiza memoria. Yo mismo hablé con asesores y futuros funcionarios de Alfonsín, les dí un número reservado de teléfono y les indiqué la hora a la que podían llamarlo". Concedía que, si bien Alfonsín no recibió a Cortázar por razones políticas, "es posible que, de saberlo enfermo, lo hubiera hecho para evitar las consecuencias de la negativa". Pero su versión aparecía rotunda: "Radicales más confiables que Alfonsín y su secretaria me dijeron que el nuevo presidente y algún intelectual de los que se pegaban a él estimaban inconveniente el encuentro con un escritor ?comprometido´, que vivía en el exterior y acompañaba a los exiliados".
Biógrafo de Cortázar, Mario Goloboff escribió, asimismo, que "mediaron los fuertes compromisos de Cortázar con la izquierda". "Mi impresión --insiste ahora Goloboff ante LA NACION-- es que un consejero le dijo a Alfonsín que no convenía."
En cambio, Dante Caputo, uno de los protagonistas de aquellas horas agitadas en el Hotel Panamericano, recién nombrado canciller, apenas si recuerda el episodio, pero al analizarlo no le encuentra sentido. "Con el momento que se vivía, habiendo ganado las elecciones con el voto progresista, a menos de dos semanas de firmar el decreto que ordenó procesar a las juntas militares, pensar que el presidente podía tenerle miedo al costo político de recibir a Cortázar es insólito." Caputo acepta como verosímil la teoría de que la cita se traspapeló. "Acuérdese del caos que era el Panamericano", dice.
A Hipólito Solari Yrigoyen, actor central de la versión de Soriano, no le cuesta evocar el desencuentro, pero, diplomático al fin, expresa: "no tengo una opinión formada sobre lo que ocurrió". Después cuenta: "Yo hice la gestión, pedí la entrevista, aunque pasaron tantos años que ya no recuerdo a quién y, bueno, Margarita (Ronco) dice que a ella se le pasó. Yo le tengo un gran respeto y además me consta que es gran lectora de Cortázar, llora cada vez que se acuerda".
Es el turno, pues, de escuchar a la secretaria de Alfonsín, quien va a repetir la historia conocida de que olvidó formalizar, agenda en mano, el encuentro. Sin embargo, revela detalles curiosos. "Uno de esos días en que todo era un loquero participé en una comida en honor de Cortázar, en la casa de María Elena Satostegui, donde había bastante gente; fue una gran emoción conocerlo. Cuando me despedí le dije algo así como ?ya se va a ver con mi jefe´. Y él dijo: ?¡qué bien, qué bien!´. Al día siguiente le conté esa cena a Alfonsín, le dije que Cortázar ya vendría a verlo y Alfonsín asintió, pero en ese momento no fijamos una hora ni nada. Días más tarde veo por la televisión que Cortázar es entrevistado en la puerta del Panamericano; bajé desesperadamente, pero no estaba, entonces lo llamé a Hipólito (Solari Yrigoyen) y me dijo que Cortázar se había ido. Evidentemente el reportaje era grabado. Todo fue muy rápido. Pensamos que volvería."
Otros allegados a Alfonsín niegan haber tenido injerencia alguna en el lamentable trámite, pero les resulta más acorde con el ambiente una desprolijidad que un cálculo. El dramaturgo Carlos Gorostiza, primer secretario de Cultura radical, dice: "En ese momento de gran tumulto político yo no supe que estaba Cortázar acá, me enteré después y, también, de las quejas por la desatención. No recibí ningún pedido de audiencia. Pero, fíjese, antes de asumir hicimos un encuentro con artistas e intelectuales, recuerdo que estuvo Borges, y me llamaron Astor (Piazzola) y Soriano preguntándome por qué no los había invitado a ellos; yo no había hecho las invitaciones y me indigné porque se los había dejado afuera; era todo muy improvisado".
Luis Brandoni, nombrado en esa época asesor cultural ad honorem, afirma: "no sé qué ocurrió, bien podría haberlo recibido; no creo que haya sido por conveniencia política, porque Alfonsín tomó compromisos mucho más grandes y más polémicos que lo que podría representar recibir a Cortázar". Alguien que prefiere no ser mencionado lo escuchó despotricar alguna vez a Alfonsín contra la decisión de Cortázar de adoptar (en 1981) la nacionalidad francesa, pero en verdad quienes sostienen que el desencuentro fue deliberado no se apoyan en una supuesta falta de simpatía, ni siquiera en el dato de que el ex presidente, lector de clásicos y de libros de ciencias políticas, jamás militó entre las multitudes adictas a los cronopios.
El propio Alfonsín no pudo ser contactado para esta nota en Madrid, donde participa en la reunión de la Internacional Socialista, pero uno de sus confidentes, Raúl Alconada Sempé, se hizo cargo del recuerdo del ex presidente: "Hace poco --relató el ex vicecanciller-- le comenté un cuento extraordinario de Cortázar que acababa de leer y le pregunté si lo había conocido. Me dijo que lamentablemente no, lo lamentó con sinceridad, y le echó la culpa a un ?desencuentro tonto´. Y yo le creo".
En el mejor de los casos, es esa la clase de errores que no tiene reparación. Cortázar partió, acariciado por la efusividad de sus compatriotas. Pero, víctima de la improvisación, de las especulaciones mezquinas o de ambas cosas, privado del honor formal que merecía.