El embrujo nacional
En la Argentina, un país que pierde sistemáticamente contra sí mismo, la pelota es la única fuente de reivindicación; la Selección es lo que la corona británica a Inglaterra, lo que da sentido de pertenencia y permite tolerar la frustración
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La Argentina (que otros llaman el Universo) se compone de un número indefinido, y tal vez infinito, de supersticiones maravillosas. Esta Selección fue un fenómeno psicosomático: una energía que se manifiesta. Estaba en el arquero majestuoso, contándonos sus charlas con el psicólogo, en las brujas argentinas que se unieron para hacer tutoriales de conjuros en tiktok; en el Chiqui Tapia, que contó en un programa que su cábala incluye tatuarse un muñeco Chuky (Chuky, el muñeco maldito: el triunfo todo lo resignifica). Estaba en la actitud serena de Messi, controlando mentalmente el campo. Por eso la protagonista de este Mundial fue la cabeza, aliada nacional de la magia, y Messi, el tímido que supo imprimirle su mística diamantina a un equipo genial.
Nunca es sólo la pelota, siempre es la pelota y otra cosa. En la Argentina, una nación que pierde sistemáticamente contra sí misma, es la única fuente de reivindicación. Messi era un genio incomprendido en la Argentina, escondido bajo los tonos menores de su personalidad tranquila: brillante pero benevolente, tímido, al que se castigaba por negarse a encarnar gestualmente los tonos mayores, explícitos, de la superioridad. Como si la superioridad (el poderío) tuviera que actuarse y sobreactuarse fuera de la canchal. Con esta separación entre el trabajo y su persona, entre la casa y el trabajo, Messi puso en escena triunfal a un tipo de argentino esencial: encarnó al trabajador que desea que lo dejen dedicarse a lo que ama, hacer su vida y que lo dejen en paz.
Sin los tonos excesivos de Maradona, cuyo problemas de sobrepeso acarreaban consigo un panteón completo y consistente (el Che, Evita, Perón, y después Fidel, Chávez, y cuanto represor con marketing de izquierda se cruzó), Messi, en cambio, solo quería jugar al fútbol. Refractario totalmente a la política, Messi es símbolo del argentino que quiere hacer su trabajo y vivir en paz, una especie de posperonismo en forma de Mundial. La selección de Scaloni interpretó con exactitud ese tono menor: el estilo de la Selección cambió, lo que produjo una ola psíquica que aparece en los cantos de la hinchada.
Ya no era “Decime qué se siente”, el canto de guerra contra Brasil en 2014, hecho de desprecio al rival, de tono pendenciero y jactancioso. Todavía entonces, el “aguante” se entendía como un idioma declinado de la mística fricativa del Diego. Ahora, el himno fue “Muchachos”, un tango espontáneo, un hongo mágico que surgió entre las gradas de la hinchada de Racing y voló a Qatar. “Muchachos” es un intervalo en segunda mayor descendente con un glissando futbolero, donde están los motivos tangueros de la Vieja, el Llanto, la Gloria pasada, y el Deseo: la Copa. La gran innovación es la aparición de “los pibes de Malvinas”, los olvidados absolutos del relato nacional y popular. En “Muchachos” hay una concepción de la Nación original: está Diego, Lionel, y los pibes de Malvinas. Los muertos que nos recuerdan que el Mundial también es una guerra.
La Copa es geopolítica destilada: jugamos al fútbol porque no hacemos la guerra, pero el espíritu de aniquilación persiste. Antes del partido, los franceses cantaron su llamado a las armas (aux armes, citoyens/ formez les batallions). Este Mundial tiene lugar mientras se da la última guerra colonial: el imperio ruso que intenta recuperar a la rebelde Ucrania. Mientras escribo esto, Amir Nasr-Azadani, futbolista iraní que jugó hace unas semanas está sentenciado a muerte en Irán por defender los derechos de las mujeres. El escenario que había elegido para su protesta era el Mundial.
La Selección es a la Argentina lo que la corona británica a Inglaterra: lo que da sentido de pertenencia nacional y permite tolerar la frustración. Los argentinos no conocemos las virtudes sostenidas de la paz: vivir en la Argentina significa adaptarse a un millar de acciones que no tienen sentido. Normalizamos la locura todo el tiempo: ¿cómo puede ser que exista y resista un país hecho de crisis sucesivas y una inflación del 100 por ciento anual? ¿Cómo puede existir un dólar para cada objeto de la naturaleza? Pero de pronto, durante el Mundial, cuando juega la Selección, aferrarse a prácticas sin sentido adquiere una pátina mágica. Hacemos cosas absurdas todo el tiempo, pero esta vez como parte de un equipo. No hay, quizás, contradicción entre la locura de la economía y la lógica de la cábala: todo es pensamiento mágico, sólo que una cosa es padecimiento y la otra es pasión. Hacemos tantas cosas desde el sinsentido, que el absurdo es también un sistema de pertenencia.
Tuve el privilegio de ver a Buenos Aires embriagada de victoria, en un crescendo de oleadas psíquicas. Sin querer, sin buscarla, veníamos de una especie de guerra civil, y nos encontramos con una explosión de felicidad porque de pronto la guerra se terminó. La grieta no se siente. La victoria celebra un fin de guerra, el fin de la guerra civil argentina. El triunfo de Scaloni fue saber controlar ese tono menor: cómo cuidar esa timidez, esa ternura. De darlo todo, de ser magnífico, y que el mundo no se termine, que cada uno pueda volver tranquilo a su casa.