El duelo pendiente de una izquierda melancólica y con amnesia
Sin reconocer los fracasos y crímenes de su historia reciente, suele mimetizarse con populismos más próximos al fascismo que al socialismo
En la madrugada del 11 de septiembre de 1973, Salvador Allende tomó el fusil soviético AKA-47 que le había obsequiado Fidel Castro y cumplió con su palabra de no entregar el poder a los militares golpistas encabezados por Augusto Pinochet. Antes de terminar con su vida, el presidente constitucional de Chile había leído por cadena nacional aquella dramática proclama que incluía la ya célebre frase de las alamedas ("Más temprano que tarde, se abrirán las grandes alamedas por donde pase el hombre libre para construir una sociedad mejor"). La Casa de la Moneda se encontraba sitiada y bajo implacable fuego de los militares sublevados.
Debe haber pocos hitos en la historia que conjuguen tantas claves de época como aquel penoso desenlace. A la muerte sacrificial del presidente se le agrega el simbolismo del arma empleada, orgullo de la industria bélica del primer "Estado obrero de la Tierra". Que se tratara de un regalo del líder cubano tampoco es un detalle menor: Castro descreía de la democracia "burguesa", era un avieso opositor de la "vía pacífica al socialismo" y apoyaba a los grupos insurreccionales más extremos del continente, como las FARC colombianas, el MIR chileno, Tupamaros en Uruguay, ERP y Montoneros en la Argentina. Pero hay allí otro dato ineludible para comprender el espíritu de un siglo, el XX, al que el historiador italiano Enzo Traverso denomina "el siglo de las utopías": voy a morir, dice Allende sin decirlo, pero la revolución finalmente vencerá. La historia es irreversible.
La liturgia de las izquierdas era, durante la centuria anterior, frondosa y totalizadora. El mundo iba en una sola dirección. El progreso era continuo; las derrotas, los fracasos y las traiciones, apenas accidentes en un camino que desembocaría, de manera ineluctable, en el paraíso terrenal.
La vida y la muerte estaban impregnadas por estas premisas. Se vivía para algo, se moría por algo. Los Mártires de Chicago, los guerrilleros del Vietcong "asesinados por el imperialismo", el Che Guevara y Allende eran sangre derramada en pos del mismo objetivo: destronar al sistema de opresión capitalista y sentar las bases de un porvenir luminoso. Octubre de 1917, la República española, la Guerra de Vietnam, el Mayo francés, la Revolución Cubana, el Cordobazo argentino, Chile socialista y el sandinismo nicaragüense eran piezas de una misma espiral virtuosa llamada historia. La Historia.
La idea de progreso se había instalado como sentido común. La evolución como paradigma se constituyó en ideología dominante. En Europa, cuna de esa nueva "ola civilizatoria", los artistas e intelectuales hacían fila para ingresar en los templos de la izquierda. Pintores, poetas y novelistas tenían como fuente casi exclusiva de inspiración la épica del cambio social y la resistencia a la opresión. Hasta la Iglesia, la institución más conservadora de la humanidad, experimentó una conversión que amenazó sus rígidas estructuras. En los templos, particularmente en América Latina, aparecían centenares de curas guerrilleros o simpatizantes de las insurrecciones revolucionarias. El judaísmo tenía sus núcleos progresistas que desafiaban al poder estable. Y el islamismo, también.
Lo que no había previsto la dialéctica del desarrollo social marxista, el materialismo histórico, fue que en 1989 su obra más sofisticada, el socialismo de Estado (así denomina Traverso al sistema comunista), se derrumbara como un castillo de naipes. La caída del Muro de Berlín primero y apenas un año más tarde la desintegración de la Unión de Repúblicas Socialistas Soviéticas (URSS) dejaron a la intemperie a millones de creyentes. El carácter teológico que los seguidores de Marx le habían otorgado a su doctrina no preveía la posibilidad del infierno. Pero el infierno existía.
A partir de aquella implosión apocalíptica, la izquierda quedó desnuda. No tiene demasiada importancia diferenciar entre quienes estaban o no alineados con Moscú. Los ladrillos del muro cayeron sobre toda la grey que propiciaba el cambio ascendente. Nadie quedó a salvo. Los burócratas soviéticos se llevaron puesta la idea del progreso por izquierda. También los reformistas moderados, aquellos que habían asimilado los principios de la democracia, que habían renunciado a la violencia y propiciaban una transformación social paulatina, sufrieron las secuelas del derrumbe. Los historiadores siguen polemizando acerca del verdadero impacto de ese desmoronamiento. Pero ninguno, ni siquiera marxistas como el inglés Erik Hobsbawm, niegan el efecto devastador que produjo ese acontecimiento en la teoría de la revolución.
El exestalinista francés André Senik narra el sabor del desencanto sin rodeos: "El comunismo nos suponía muchos beneficios. Teníamos una visión del mundo, teníamos una razón para vivir, teníamos una actividad que compensaba los problemas eventuales que podíamos tener en nuestra vida privada, y pensábamos que nuestras ideas eran útiles. ¡Era el colmo de la felicidad!".
En Duelo y melancolía, un texto breve y de sencilla comprensión, Sigmund Freud explica que las personas no pueden sobreponerse a una pérdida sin reemplazar el objeto amado. Lo mismo, explica Traverso, podría aplicarse a los grupos políticos con fuerte matriz ideológica, como son las izquierdas.
Sin embargo, invadido por un resentimiento atávico, atrapado en la exaltación de estrepitosos fracasos, ignorando crímenes y aberraciones imperdonables, el progresismo, como expresión cultural vigente, parece negarse a realizar su duelo. Quiere dar vuelta la página sin despedir los restos mórbidos de un pasado plagado de frustraciones. E insiste, a veces mimetizado con populismos más cercanos al fascismo que al socialismo, como el chavismo o el peronismo tardío, en seguir probando con las fórmulas de la derrota. En su afán por rememorar sus antiguos e irrecuperables sacrificios, camina para atrás como el cangrejo. Al no realizar la autopsia del cadáver de la revolución, se melancoliza y vuelve una y otra vez a sus viejas y perimidas proclamas. Mira al pasado con nostalgia y ha perdido la capacidad de imaginar el futuro.
En su obra Melancolía de izquierda, Traverso aborda esta patología de las izquierdas. "Hoy, tras el derrumbe de las revoluciones del siglo XX -dice-, la utopía no aparece como "aún no", sino más bien como u-topía, un lugar ya no existente, una utopía destruida que es el objeto del arte melancólico. Los lugares de la memoria son sitios (topoi) creados para recordar las esperanzas convertidas en no lugares, algo que ya no existe. Las utopías del siglo XXI están aún por inventarse".
A pesar de los años transcurridos, seguimos peleándonos con el inconsciente colectivo de aquellas batallas del siglo pasado. Los coletazos de esa época, tan cercana para algunos y tan distante para las jóvenes generaciones, contaminan con fuerza el debate ideológico del presente. Desde su no lugar, la izquierda espectral sigue ahí. Controlando y castigando, marcando el compás de lo políticamente correcto desde un supuesto vanguardismo que solo se sostiene a fuerza de amnesia.
La fábrica de revoluciones no ha cesado de hacer daño. Venezuela y Nicaragua están ahí para probarlo. Un eslabón perdido del legado faccioso del castrismo enlutó la semana pasada a Colombia: el tremendo atentado terrorista ejecutado por el llamado Ejército de Liberación Nacional (ELN), una banda criminal vinculada al narcotráfico, difícilmente podría asociarse al romanticismo político. Y Cuba sigue inmutable, empeñada en detener el tiempo, postrada por un sistema dictatorial, ajena a las pulsiones de la modernidad. Cada vez que la izquierda lo intenta, le sale lo mismo, pero peor. Farsa y tragedia la persiguen. Porque se niega a revisar su archivo. Y matar al muerto. Para salir de la melancolía e imaginar un mundo en que la vida y la libertad sean valores no negociables.
Periodista. Miembro del Club Político Argentino