El drama de crecer en la pobreza
Recientemente se conocieron los resultados de un estudio que pone en escena la delicada situación en la que se encuentran los niños en nuestro país. Más de ocho millones sufren algún tipo de vulneración en sus derechos. De ese total, más de cinco millones pasan hambre o no acceden a los nutrientes necesarios para desarrollarse.
Como uno de los datos más alarmantes del informe se desprende que el cuarenta y ocho por ciento de los niños, niñas y adolescentes son pobres en términos de ingresos y, en el interior de este grupo, el diez por ciento se encuentra en situación de indigencia.
La situación es dramática cuando se piensa y evalúa qué significa crecer en la pobreza.
Existe un consenso generalizado en torno a que vivir en un ambiente cálido y libre de contaminación, adquirir los nutrientes necesarios para el desarrollo pleno, acceder a los controles de salud, contar con vestimenta adecuada, asistir a clases y tener espacios de juego y recreación, contar con protección e información de los adultos son aspectos básicos y fundamentales para garantizar a cualquier niño o niña la posibilidad de una vida digna. Tanto es así que están reconocidos por leyes nacionales e internacionales como derechos para ser resguardados.
Muchas veces somos testigos de grandes declaraciones sociales sobre el futuro que deseamos construir como sociedad, la posibilidad de cambio, el país que dejaremos a las generaciones futuras. No obstante, en la práctica, la realidad es diferente y juega otra batalla.
En la Argentina hay más de cinco millones de niños que pasan hambre o no acceden a los nutrientes necesarios para desarrollarse, y eso es un eslabón más en la cadena de desigualdades y vulneraciones a las que quedan expuestos. No recibir la adecuada alimentación genera consecuencias negativas y devastadoras en la salud y el desarrollo cognitivo. Millones de niños que no solo son afectados en el presente, sino que ven condicionadas sus posibilidades futuras. Como si no fuera suficiente, crecer en la pobreza es además convivir con el estigma social, con mayores posibilidades de ser víctima de violencia institucional y de trato desigual. Se construye así un entramado perverso de déficit de alimentación, salud y educación que se reproduce una y otra vez con mayor profundidad.
La mirada de un niño que crece en la pobreza es diferente, está teñida de preocupaciones del mundo adulto. Los niños ven, en la medida de sus posibilidades y su desarrollo evolutivo, cómo las estadísticas se actualizan en su realidad. No son ajenos y no están a salvo, porque comer un plato de comida se ata a las posibilidades de que el adulto con quien conviven consiga una changa ese mismo día; porque entienden que si se da el milagro de un trabajo -formal o informal- para los adultos de su hogar, significará que deban quedarse a cargo de los niños más pequeños de la familia y faltarán a la escuela hasta que las inasistencias acumuladas configuren un retraso en la incorporación de contenidos imposible de equilibrar. Se enfrentan a una decisión crítica: asistir a clases o contribuir a la estrategia de supervivencia familiar que les permita comer y atravesar un día más. Así, la pobreza se retroalimenta y reproduce sin piedad.
Millones de niños y familias atrapados en una espiral de desigualdad que la ausencia del Estado propició y que aún hoy no parece ser capaz de interrumpir a tiempo. Si esta situación no se revierte, es altamente probable que los millones de niños que viven en la pobreza hoy se conviertan en millones de adultos en la misma situación.
Es urgente actuar para cambiarlo y hacerlo desde la perspectiva de derechos. Es imprescindible que el Estado se involucre y tome la decisión correcta con la asignación de presupuesto y la implementación de políticas públicas que incluyan y garanticen igualdad de oportunidades.
Directora nacional de Aldeas Infantiles SOS Argentina