El domingo, día de colada
ROSARIO.-Alfredo Nobel fue un químico sueco, notable, que inventó la dinamita. Como suele suceder, su intención fue pacífica y benéfica. Tenía que ver con la posibilidad de mejorar y perfeccionar los trabajos mineros. Pero la aplicación con fines bélicos fue inmediata. Como una especie de compensación por esa aplicación no pensada y no querida, Nobel instituyó un premio anual para premiar a todos aquellos que se hubieran distinguido en los trabajos sobresalientes en pro de la humanidad. Este reparo ético de hombre de ciencias con dimensiones espirituales formó parte del repertorio de remordimientos que Albert Einstein tuvo hasta morir por la aplicación de sus conocimientos a la bomba atómica. Pero Nobel, que perteneció a la raza de los científicos humanistas, no sólo quiso premiar la ciencia y la técnica, que es la aplicación inteligente de los logros de la primera para solucionar problemas concretos. Quiso e hizo más: premió también a los frecuentadores de la imaginación creadora, a los escritores. A todos aquellos que con sus trabajos contribuyen a embellecer la vida de los seres humanos.
En literatura, hay una larga lista de espléndidos escritores galardonados. Aunque es necesario advertir -como en todos los órdenes de la existencia- que existen enormes ausentes. Por ejemplo: Jorge Luis Borges. La costumbre, casi inveterada, es que los literatos, en el momento en que reciben el premio de manos del rey de Suecia, hablen de su oficio. De la literatura, del idioma, de la palabra, de la inspiración. En 1972 se rompió esa norma. Heinrich Böll, el escritor alemán que fue premiado con el Nobel ese año, en el discurso de aceptación, tituló sus palabras "En defensa de los lavaderos domésticos". Habló de la tabla de lavar. De la higiene doméstica. De las costumbres habituales en su hogar.
Dijo: "He nacido en Colonia, a orillas del Rin. Desde niño, me llamó la atención observar que en mi casa, mi madre, una vez a la semana, lavara toda la ropa usada. La colgaba en hilos de metal en el patio del hogar y flotaban al aire y al sol como banderas pacíficas. Pero observaba más. Advertía que en las embarcaciones y en los lanchones que por el río circulaban hacia arriba y hacia abajo también se realizaba lo mismo, es decir, existía lo que los españoles llaman día de colada. Un día a la semana en que las mujeres y las hijas de esos capitanes hacían lo mismo que mi madre. Y esas prendas, algunas de colores, algunas íntimas e innombrables en esos días, flotaban al viento desplegadas como banderines benéficos. Indiscutiblemente era una experiencia bella, atractiva, que para un niño, como era yo, hechizaba. Quedaba largas horas esperando con ansiedad la repetición del fenómeno. Mi espíritu quedaba encantado y colmado".
Böll agregó: "Siempre creí, señor, que ese espectáculo me conmovía por razones estéticas. Creí que era esa muestra de formas y colores agitados lo que me fascinaba. Pero han pasado los años. He envejecido. La emoción perdura, pero ahora he llegado a comprender y a valorar que lo que de verdad me ha conmovido siempre es la milenaria costumbre de la humanidad por desprenderse de la suciedad. Esa costumbre antigua, ancestral, atávica, de eliminar la mugre".
Henrich Böll ha muerto. En su Colonia natal los barcos y lanchones continúan surcando el Rin con esa carga de estandarte. La costumbre es universal; también argentina.
El domingo 27 de octubre, para nosotros, es día de colada.
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