El discurso anticasta se desmorona y hay que buscar un nuevo relato
“Todo lo que crece acrecienta su propia capacidad de autodestrucción”, escribe la novelista Amélie Nothomb. Y esa ley general vale muy especialmente para la política: sugiere el ensayista Giuliano Da Empoli que los outsiders de La Nueva Derecha llegan en un relámpago y al comienzo crecen exponencialmente en su popularidad, pero salvo excepciones que confirman la regla (Orbán se hizo autócrata, Meloni gobierna con doble discurso), estos agresivos líderes populistas caen al tiempo vencidos no por acción de rivales astutos u originales sino por culpa del mismo temperamento que los encumbró. Sus personalidades extravagantes y feroces –cruciales para el ascenso– les impiden detener luego la máquina incesante de generar y pulverizar enemigos. Y, en consecuencia, se les vuelve imposible alcanzar alianzas consistentes de gestión, gobernabilidad y supervivencia. Muchos han sido incapaces de cambiar en el poder, enamorados de su personaje proselitista y de la tentación de la campaña eterna, y con el paso de los años dejaron un tendal de personas resentidas frente a sus impericias variadas (hijas de un “decisionismo” caprichoso y volcánico) o de adherentes que acabaron indigestados por tragar muchos sapos y con tortícolis crónicas de tanto mirar para otro lado. Estos últimos ciudadanos pueden actuar como sucede en las relaciones románticas: quien se ha traicionado a sí mismo una y otra vez para adaptarse al otro, un día despierta y detesta con toda su alma a quien lo obligó consciente o inconscientemente a semejantes contorsiones y servidumbres. Es por eso que se pasa, como dicta el sabio refrán, del amor al odio en un segundo. Cuidado con ese peligro cierto, porque causas tan sensibles como los jubilados o la universidad pública suelen poner a prueba no la tórrida y ciega pasión del fanático, sino la lealtad del amante paciente, lúcido y rumiante.
Los teóricos de la hiperderecha saben que, para consolar a sus votantes más frustrados, deben “vengarlos”. Es decir, castigar a cualquier personaje de las elites políticas o del establishment y hacerlo culpable de sus padecimientos
Quizá Javier Milei sepa evitar este sino de autodestrucción del outsider. Por lo pronto, parece haber en su Triángulo de Hierro una conciencia secreta del riesgo que representa el conflicto abierto con los universitarios –Chile es un recuerdo fresco e inquietante–, y también la necesidad de resetear cuanto antes el relato libertario. Agustín Laje, acaso el mayor referente intelectual de La Libertad Avanza y un gran estudioso de Gramsci y de las tácticas de Laclau, admitió esta semana ante Perfil que el concepto “casta” se había desgastado y perdía fuerza, y que en la actual fase habría que “inventar un nuevo lenguaje: a mí me ha gustado mucho lo del Partido del Estado”, una ocurrencia al paso pronunciada por el León durante una conferencia. Según Laje, allí puede anidar la nueva cosmética del enemigo (para seguir con Nothomb), un colectivo lleno de “malos” con el cual polarizar en el segundo tiempo: el Partido del Estado mete en una misma bolsa a radicales, kirchneristas, justicialistas, algún segmento de Pro, Elisa Carrió, y también “al periodismo, el sindicalismo y una parte del sector educativo”. La definición del autor de “Globalismo” y “La batalla cultural” es importante por varios motivos. En principio, porque revela el modo en que esta hiperderecha piensa su literatura divisionista y sus argumentos agonales. Imitación especular de su némesis –el populismo de izquierda– se permite inventar a gusto y piacere una línea entre probos y réprobos –los argentinos de bien contra las lacras- para cohesionar, inhibir y demonizar, y para mantener vigente con este trazo grueso su épica. Esa burda metodología habilita a castigar al periodismo, pero solo al que no se aviene a ejercitar la más ampulosa o sibilina obsecuencia. Ya lo decía Diderot: “Aquellos que teman los hechos tratarán siempre de desacreditar a los buscadores de hechos”. Y Trump lo dejó muy claro en 2018: “¿Saben por qué los ataco? Para desacreditarlos, así cuando escriben historias negativas sobre mí, nadie les cree”. Uno de los grandes impulsores de las fake news dijo al fin una verdad del tamaño de una catedral. Los teóricos de la hiperderecha saben que, para consolar a sus votantes más frustrados, deben “vengarlos”. Es decir, castigar a cualquier personaje de las elites políticas o del establishment, y hacerlo culpable de sus padecimientos. Pueden tardar en sentirse los buenos resultados económicos, pero al menos esa “revancha” diaria calma la espera. Ajusta, pero vapulea. Aunque el general Ancap y la arquitecta egipcia, claro está, no necesitan corpus teóricos que avalen su natural deseo de insultar y deslegitimar a los medios de comunicación.
Los inversores a largo plazo temen que el outsider, como otros de su linaje, se empecine ciegamente en seguir acrecentando su capacidad de autodestrucción
La idea de reacomodar los contornos de la grieta para ingresar en la nueva campaña electoral muestra en la Argentina a un grupo iluminado y a una transversalidad que lo reconocería como tal, pero lo más relevante no es esa narrativa sino el reconocimiento implícito de que el discurso anticasta ya no es verosímil. Y no lo es porque el enemigo de todos los partidos nacionales acaba de fundar uno, porque el purista colocó a Daniel Scioli y a otros rancios dirigentes de la vieja política en su gabinete, porque el antagonista de los pactos espurios vive haciendo esos pactos, porque el oponente despiadado del kirchnerismo negocia favores bajo la mesa con los muchachos del Instituto Patria y porque el paladín que venía a destruir los privilegios otorgados por la Carta del Lavoro se niega a avalar en el Congreso la reforma de la ley de asociaciones sindicales.
Es interesante la reacción subterránea que hasta los empresarios más entusiasmados con la administración Milei tuvieron en el Coloquio de IDEA: allí primó la preocupación por la personalidad iracunda del Presidente, y por su incapacidad para avanzar un paso más allá del simple blindaje parlamentario a sus vetos. Quieren que su experimento macroeconómico salga bien, pero temen la ferocidad, el desdén por los consensos perennes y el desgano por fortalecer las instituciones. No es súbito amor republicano, sino pragmatismo de inversores a largo plazo, deseosos de reglas y de un clima menos tempestuoso. Temen, en realidad, que el outsider, como otros de su linaje, se empecine ciegamente en seguir acrecentando su capacidad de autodestrucción.