El dilema del peronismo
La Argentina es un país de ingratas contradicciones. El Papa y la reina de Holanda son argentinos. Los dos mejores jugadores de fútbol del mundo del último medio siglo han sido argentinos. El mejor escritor del siglo XX ha sido argentino. René Favaloro, César Pelli, Martha Argerich y Daniel Barenboim han nacido en estas tierras.
Al mismo tiempo, el argentino medio, que aparece inexorablemente en las encuestas, pasa los semáforos en rojo, se niega a pagar los impuestos, golpea a las maestras que retan a sus hijos y, cuando su situación política y social se lo facilita, llena con dineros públicos grandes bolsas de plástico que se pierden en la oscuridad.
¡Claro que estamos simplificando! No hay otra forma de presentar a esta nación desquiciada, en la que buena parte de los grandes argentinos que hemos mencionado viven en países extranjeros o allí mismo mueren.
¿De quién es la culpa o, mejor dicho, la responsabilidad de que tales cosas ocurran y el debate que se suscita habitualmente sea circular, es decir, que termine donde empezó? Una vez descartadas las respuestas más o menos obvias, que giran en torno a las culpas colectivas o a factores externos (la evolución de la economía mundial y sus repercusiones regionales, la crisis de la democracia liberal, el atraso tecnológico, la grieta social, y otros más), se nos aparece la explicación política, que por lo menos merece ser analizada. Nadie tema: no cederemos al lugar común de proclamar que "la culpa es del peronismo", aunque la tentación de hacerlo es grande y no pocos los argumentos que la sustentan.
No perdamos tiempo en el pasado: la Argentina, hoy, carece de sistema político sólido y estructurado. Por lo tanto, se echa de menos a partidos estables y representativos. No es que un sistema político articulado nos haga inmediatamente felices a todos. Pero convengamos en que la vida se hace más civilizada, en que los consensos se cumplen y en que nadie pide, histéricamente, la cabeza del vecino.
La ausencia de esta forma de acuerdo, a su vez, desguarnece las defensas penosamente levantadas contra los males de la época: la pobreza, el narcotráfico, la xenofobia y el autoritarismo. Veamos los cambios que se insinúan en nuestras instituciones, tanto en el espacio oficialista como en el campo opositor.
El Gobierno y sus aliados llegan al año decisivo de su gestión en razonables condiciones y con un par de ventajas sobre sus adversarios, por más que el peso de la inflación y el endeudamiento externo se hagan sentir. Si bien sufren también el fenómeno de la fragmentación, lo hacen de modo más protegido, como agentes del conglomerado político más importante del país: la coalición Cambiemos. Por otra parte, el oficialismo cuenta con un invalorable punto a favor: además de tener entre sus filas al presidente actual, firme candidato a la reelección, también la tiene allí a la dirigente política con mejor imagen en el país (y que guarda las espaldas del Presidente): María Eugenia Vidal, gobernadora de la provincia de Buenos Aires, que ganó este feudo a quienes parecían sus amos permanentes.
Mencionamos al peronismo: por primera vez en su historia (quizás habría que agregar los fervorosos años iniciales de Alfonsín) este movimiento político, desde su origen hambriento de poder, cede su lugar de privilegio casi sin combatir y se apresta a ocupar, los próximos seis años, el sitial menos ambicioso de la oposición.
Si el esquema habitual de las campañas políticas en la Argentina era "el peronismo vs. los otros", en que "los otros" abarcaban más o menos postradas minorías, ya no será así, porque los papeles se han invertido y regirá, al menos en la campaña que viene, un nuevo diseño: "Los otros (es decir, Cambiemos) vs. el resto (con inclusión de las diferentes minorías peronistas)".
Al peronismo, en este momento, se le abren dos caminos, igualmente arduos: uno, aceptar la actitud casi golpista y mentirosa del kirchnerismo, motivada por su necesidad de evitar la judicialización que lo persigue sin piedad, y cuestionar toda la gestión oficial, presentada como un gobierno neoliberal de gerentes, explotadores y deshumanizados; otro, optar por una postura opositora más moderada y colaborar silenciosamente con el Gobierno cuando la transformación del país lo requiera.
En esta Argentina a menudo extraña e inexplicable, en que solo parece hablarse de la prepotencia de los barrabravas, de la suba del dólar y de los femicidios, tal vez haya llegado el momento de apostar, simplemente, por la normalidad.