El dilema de una democracia con un capitalismo fallido
El desarrollo de la república, con las reformas estructurales que involucra, impone la vigencia de otro sistema capitalista
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Antes de trasladarse a Cambridge en 1927 contratado para dar clases, el famoso economista italiano Piero Sraffa disertó como invitado en el Keynes Political Economy Club sobre el tema The Corporative State (el Estado corporativo fascista). Allí, el italiano destacó que la democracia liberal de la primera posguerra, tironeada por partidos clasistas que buscaban la supremacía, había sucumbido a concesiones y privilegios que reavivaron una puja distributiva inmanejable. El nuevo Estado corporativo que impusieron los fascistas, sostuvo Sraffa, no intervino en principio en la generación del producto económico, donde asumía intereses convergentes de empresarios y trabajadores para aumentar el tamaño de la “torta”, sino en la implementación de mecanismos forzados de negociación entre corporaciones empresarias y sindicales para repartir el producto. Rechazando la nacionalización de los medios de producción, el fascismo procedió a nacionalizar el mecanismo de distribución. Hay un párrafo imperdible del texto de la Carta del lavoro citado por Sraffa: “El Estado corporativo considera la iniciativa privada en el campo de la producción el medio más eficaz y más útil para el interés de la nación. La intervención del Estado en la producción económica se verifica solamente cuando falte o sea insuficiente la iniciativa privada o cuando estén en juego las intereses políticos del Estado”.
El capitalismo corporativo resultante de ese nuevo orden político (con mercados intervenidos por “intereses políticos” y reparto estatizado del producto a través de la mediación obligatoria y el control de los sindicatos y las organizaciones de empleadores por parte del gobierno) es consustancial, para Sraffa, a la dinámica del poder del Estado corporativo, Estado con partido único y gestión autocrática. Se deduce de su análisis riguroso que combinar capitalismo corporativo con democracia liberal es como mezclar agua con aceite.
Antes de que cayera el Muro de Berlín, lo que preanunció el colapso del comunismo, cuando todavía el modelo de planificación centralizada y propiedad colectiva de los medios de producción se planteaba como una alternativa al sistema capitalista, escuché decir al empresario Fulvio Pagani padre que el “desdesarrollo” argentino había degenerado en un sistema que operaba como “un capitalismo sin mercado y un socialismo sin plan”. La definición sugería que, por un lado, los argentinos somos capitalistas porque el orden jurídico consagra la propiedad privada y el principio de autonomía de la voluntad en la celebración de contratos, pero, por otro lado, y en simultáneo, hay múltiples mecanismos de intervención en la operación de las transacciones privadas con trabas, controles, regulaciones discrecionales e intromisiones distributivas que se parecen a los de un socialismo cuasi soviético, pero sin un plan, con improvisaciones recurrentes y en muchos casos arbitrarias. El peor de los mundos.
Warren J. Samuels, profesor de Michigan y referente del institucionalismo económico americano, siempre recordaba que para distinguir el capitalismo del socialismo había que poner la lupa en el régimen de propiedad. El comunismo y el fascismo convergen en el odio a la democracia liberal, pero en materia económica solo el comunismo fue revolucionario, porque había suprimido la propiedad privada de los medios de producción y el plan central operaba con unidades de producción que sustituían el mercado. El fascismo camuflaba bajo el Estado omnipresente la operación de un capitalismo corporativo, con un régimen de propiedad oligárquico con reminiscencias feudales, pero de propiedad privada al fin.
Entre nosotros, a partir del golpe del 30, luego el del 43, y con el primer peronismo, con toques autóctonos (partido hegemónico, elecciones periódicas), se fue gestando un capitalismo corporativo que ha perdurado y que siempre se dio de bruces con la organización política republicana de la Constitución nacional. Como sus mecanismos de intervención, negociación colectiva y reparto requieren la validación del poder de un Estado corporativo, en el entorno republicano esa anomalía recalienta pujas distributivas e institucionaliza una inflación crónica que bloquea el crecimiento y la generación de empleo, propagando la pobreza y la exclusión.
Los exégetas de los nacionalismos de izquierda, y otros maridajes posmodernos, en el fondo se proponen restablecer el poder del Estado corporativo, doblegando la república, para remozar la operatividad del capitalismo que le hace juego. Tienen un problema, porque los populismos posmodernos y sus democracias plebiscitarias han transformado el capitalismo corporativo en capitalismo de amigos u oligárquico como nuevo medio de cooptación del Estado y perpetuación en el poder. Es un capitalismo fallido que concentra riquezas, redistribuye pobreza y sepulta el desarrollo.
Cuando los alemanes empezaban el arduo camino de la reconstrucción tras la devastación de la Segunda Guerra, Konrad Adenauer, el exalcalde de Colonia devenido canciller y uno de los fundadores de la nueva Europa, formuló aquella frase que tradujo el toque renano a la impronta de la economía capitalista: “Tanto mercado como sea posible, tanto Estado como sea necesario”. En la nueva economía alemana de la posguerra, el capitalismo corporativo de la organización nazi cedía lugar al desarrollo capitalista de la “economía social de mercado”.
Reincidente en la repetición de errores y fracasos, nuestro capitalismo fallido ha invertido la ecuación: tanto Estado como sea posible, tan poco mercado como sea necesario. Así nos va, con un Estado fofo y ausente, sin bienes públicos de calidad, sin estrategia de largo plazo, sin planes ni programas que se continúen en el tiempo, con cepos y controles que se amplían y repiten (como los que hoy discuten Gobierno y empresarios), con mercados cautivos y con muchos “capitalistas” refractarios a la competencia y a la innovación.
Hemos insistido en que el desafío de la Argentina es “republicanizar” la democracia y desarrollar la república. El desarrollo de la república, con las reformas estructurales que ello involucra, impone la vigencia de otro capitalismo. Sea el “capitalismo empresarial” con mucha participación de empresas privadas inclinadas a la innovación, y un Estado más concentrado en sus roles de garantizar la competencia y regular las fallas del mercado. O el “capitalismo de grandes corporaciones” (incluidas algunas estatales) que se proyecten a los mercados mundiales a partir de una plataforma doméstica y regional, con un Estado activo en el diseño y promoción de políticas comerciales e industriales y muchas pymes integradas a las cadenas de valor. Incluso también de un “capitalismo guiado por el Estado” o desarrollista, donde las políticas públicas escogen los sectores industriales a promover, la banca pública orienta el crédito y un entramado de empresas públicas y privadas llevan adelante el proyecto productivo.
Pero el nuevo capitalismo argentino, discutido y consensuado en la república, debe reencontrarnos con la estabilidad macroeconómica de largo plazo, erradicar la inflación, devolvernos una moneda que sea reserva de valor, reorientar la estrategia productiva al valor agregado exportable y cuidar, especialmente, de no inhibir con trabas, controles e intervenciones discrecionales la operación del circuito de las cuatro íes: información-incentivos-inversión-innovación.
Doctor en Economía y en Derecho