El difícil arte de morir bien. Un siglo que niega el viaje final
Sociedad. Los ritos que acompañaban al hombre en el ocaso de la vida fueron desplazados por la fe en una tecnociencia de la que se espera, incluso, que desprograme lo inevitable. En una sociedad consumista y mecanizada, sin embargo, hay quienes demuestran que es posible integrar el adiós a una existencia plena
Sobre una camilla que vuela por el pasillo iluminado a día, convertidos en un erizo de catéteres y sondas, rodeados de extraños: así morimos. En el hospital, casi siempre a las corridas, asistidos por gente que no sabe nuestros nombres y por eso nos dice “linda”, “mamá”, “abuelo”. Cualquiera que haya asistido a algún ser querido en ese trance sabe cómo es esto: la guardia, el ingreso, la ficha, la cama y esa corrida final, iluminada, hacia el estómago secreto de la clínica. Sin embargo, no siempre ha sido así. Como ya lo contó Philippe Ariès en La muerte en Occidente, a lo largo del tiempo se ha muerto de mil modos, como si la Parca sacara sonidos de su guadaña y modulara, en cada sitio y en cada momento, una versión diferente de la marcha fúnebre. La de nuestros días –la de la muerte en nuestros días– sería tal vez la variante más mecánica de ese canto, con fondo de electrocardiograma y jadeos de respirador artificial. Sístole, diástole, y el tiempo convertido en un corazón gigante. Desnudos, acostados y, sobre todo, solos: así vamos casi todos a la cita más importante de nuestra vida. Ya en 1967, cuenta Ariès, el 75% de las muertes se producían en un hospital.
Hay todavía quienes recuerdan los viejos rituales del morir. Éstos de los que hoy quedan cada vez menos rastros: la desplumada carroza fúnebre que todavía dormita en un rincón del Museo de Luján, las palabras olvidadas (“responso”, “misa de difuntos”), las fotografías de muertos y poco más. La muerte no es ya sólo molesta, injusta e inoportuna; en nuestros días resulta, además, cada vez más inadmisible. Benditos los que creen, porque de ellos será el reino del tránsito tranquilo. Los demás acaso vayan a la deriva: sin mapa y sin timonel. Hasta los egipcios la tuvieron más fácil: hace 5000 años llevaban en sus cuerpos (entre las vendas de lino que los envolvían cuerpos) las palabras salvadoras. La guía para pasar satisfactoriamente al otro lado: “No he mentido en lugar de decir la verdad. No he hecho mal alguno; a nadie he causado sufrimiento”, debían explicarle a Osiris en el juicio del alma.
Nosotros no tenemos ya nada de eso. “La tecnociencia contemporánea, aliada al mercado y a los medios de comunicación, parece desconocer cualquier límite –dice la antropóloga Paula Sibilia, autora de El hombre postorgánico–. Desde fines del siglo XX, la tecnociencia se ha vuelto fáustica; es decir, mucho más ambiciosa y desafiante. No deja nada fuera del ámbito de su incumbencia y su racionalidad. Por eso, ahora la suponemos capaz de encontrar soluciones a todos los problemas que nos aquejan, desde prever un terremoto hasta evitar cualquier tipo de sufrimiento o enfermedad. Incluso, de desprogramar a la mismísima muerte. Esto es algo irreal, evidentemente. Pero se trata de una cuestión de fe que yo suelo denominar ‘mito cientificista’. Esto es, una creencia que excede a los dominios de la ciencia y está bastante asentada en nuestra cultura globalizada de principios del siglo XXI.”
En este contexto, el enfermo es un problema en la máquina y el moribundo, un “error” inaceptable. Por eso mismo, muchas veces acaba convertido en una cosa sin deseos ni opinión: un paciente- guijarro que traba el “normal funcionamiento” de un lugar pensado para sanar enfermos. No para asistir a los moribundos, ni a sus futuros deudos.
Cuando menos es más
Ricardo Coler es médico y escritor. Y al revés. Tal vez por eso (y por ser autor, además, de Eterna juventud, un libro sobre las personas más longevas del mundo) es una voz valiosa a la hora de pensar en la muerte. De su paso por Ogimi, Japón (la ciudad del mundo con mayor cantidad de personas centenarias entre sus habitantes) recuerda a sus ancianos invencibles, pero ya vencidos.
“Entender cómo funciona el aparato digestivo, el metabolismo o el cerebro no te habilita para responder todas las preguntas”, dice. “Por supuesto que la analgesia, el confort y la sedación deben estar en manos de profesionales. Pero un médico no puede arreglar la angustia que le causa la inminencia de la muerte al moribundo. Lo que vi en Ogimi es cómo exprimen la vida de los cuerpos hasta la última gota. Eso me pareció genial. Lo que no me pareció tan genial es el trabajo y la dedicación que eso implica y lo que hacen con lo que va quedando del envase.” Especialmente ahora, que parecemos ser eso y nada más que eso: envase, puro envase. Y no precisamente de la mejor calidad.
El nombre de dos mujeres brilla en el cielo crepuscular de los cuidados paliativos. Es decir, de todas las atenciones que se le prodigan a un paciente respecto del cual no se tienen expectativas de curación. Así, este tipo de cuidados tienen que ver con el bien morir pero, por sobre todo, con el buen vivir hasta que la muerte finalmente llegue.
La doctora Elisabeth Kübler-Ross fue una de estas pioneras en el arte del buen morir versión siglo XX. Tuvo su primera revelación al respecto en uno de los lugares más sombríos del mundo: un campo de concentración. Allí, a los 19 años, vio algo que la sacudió: los niños habían dibujado mariposas en los barracones, como si en medio de toda aquella sombra ellos pudieran ver algo más. La muerte como una transformación, como una libertad. Kübler-Ross terminaría consagrando su vida al estudio y el trabajo en la terapia con moribundos (a los que entrevistó de a cientos y por varios años), y nunca renunció a su convicción de que había un después. Como las mariposas, simplemente cambiábamos de estado. No de naturaleza.
Hasta el último momento
La mirada de la enfermera inglesa Cecily Saunders fue, apenas, algo más apegada a este mundo. La muerte temprana y muy dolorosa de un amor la hizo imaginar un lugar que aún no existía: una casa, un hogar en donde los desahuciados pudieran vivir los días que les quedaran como quisieran, pintando, tejiendo, escuchando música, haciendo arte, mirando al jardín.
Hoy su visión es mucho más que eso. Es el Movimiento Hospice, con presencia en más de 95 países. Su idea original se ha multiplicado en centenares de hogares como los que alguna vez imaginó. Lugares donde la vida (y aun las hilachas de la hebra de la vida) valiera la pena ser vivida hasta el último instante. Cecily Saunders (“Dame Cecily”, porque en 1980 fue nombrada Dama del Imperio británico por su increíble trabajo a favor de los enfermos terminales) solía recitar al oído de sus pacientes esta frase: “Vos importás por lo que sos. Vos importás hasta el último momento de tu vida y vamos a hacer todo lo que esté a nuestro alcance no sólo para que mueras de manera pacífica sino también para que, mientras vivas, lo hagas con dignidad”.
Tal vez no es casual que hoy sea justamente Inglaterra, el país en donde ella nació en 1918 y trabajó hasta el fin de sus días, en 2005, el que encabece el ranking de países con mejor calidad de muerte.
En 2015, la revista The Economist ordenó a 80 países del mundo según la cantidad y la calidad de los recursos con los que contaban para acompañar el buen morir. El Reino Unido fue el primero. Le siguieron Australia, Nueva Zelanda e Irlanda. La Argentina quedó ubicada en el puesto 32, pero sexto en calidad de muerte en el continente americano, detrás de Estados Unidos, Canadá y Chile, entre otros.
Temor e incerteza
En Estados Unidos, por su parte, la International End of Life Doula Association (Asociación Internacional de Doulas del Fin de la Vida, Inelda según su sigla en inglés) busca ofrecer a los enfermos terminales y a sus familias acompañamiento y guía en la partida. “Culturalmente, en nuestra sociedad hemos sido separados de la muerte y del morir”, explica desde Estados Unidos Janie Rakow, cofundadora de Inelda. “Hace cien años, la muerte era algo habitual y cotidiano. A partir del advenimiento de los hospitales, las casas de cuidado y los hogares de ancianos, la muerte se ha vuelto institucional. Las familias son apartadas de sus seres queridos enfermos, lo que genera temor e incerteza respecto de la muerte”, precisa.
La doula (una palabra de origen griego que en un principio aludía a las mujeres que ayudaban a otras mujeres durante el embarazo y el parto) estará ahí, entonces, para acompañar lo que pocos acompañan. ¿Por qué? Porque la muerte –mito cientificista de por medio– ha sido borrada de nuestra mente. “El mito cientificista lo es en el sentido antropológico del término –detalla Sibilia–. Son creencias propias de ‘nuestra tribu’. Y por ser un mito tan fuertemente arraigado, opera en detrimento de otras fuentes de sentido. Suele presentarse como la única verdad legítima. Por eso, al hacerse cargo de una problemática tan compleja y dramática como la finitud humana, insinuando que no sólo no tiene sentido sino que además muy pronto será un problema superado, evidentemente no nos ayuda a ‘morir bien’ ahora. Y tampoco nos da herramientas sólidas para convivir con la muerte de los otros.”
Más allá de las palabras
Así las cosas, cada uno muere como puede. Como lo dejan morir.
“Los que tienen la fortaleza y el amor suficientes para sentarse junto a un paciente moribundo en el silencio que va más allá de las palabras sabrán que ese momento no es espantoso ni doloroso, sino el pacífico cese del funcionamiento del cuerpo”, anota al respecto Elisabeth Kübler-Ross en De la muerte y los moribundos. “Observar la muerte pacífica de un ser humano nos recuerda la caída de una estrella; en un cielo inmenso, una de entre un millón de luces brilla sólo unos momentos y desaparece para siempre en la noche perpetua. Ser terapista de un paciente moribundo nos hace conscientes de la calidad de único que posee cada individuo en este vasto mar de la humanidad.”
En 2014, el caso de Brittany Maynard instaló el dilema del morir en la sociedad de las redes y la hipercomunicación. A Brittany (27 años, amante de los viajes, enamorada, feliz) le acababan de diagnosticar un cáncer cerebral muy agresivo. No tardó mucho en descubrir que terminaría siendo una prisionera dentro de su propio cuerpo. Decidió que eso no era lo que se merecían ni ella ni su familia. Pasó sus últimos meses rodeada por sus amores, viajando, conversando con ellos. Su última foto la muestra en la nieve, abrazando a su marido y al lado de sus padres. Hoy su familia lleva adelante su legado, la Fundación Compasión y Oportunidades, que aboga por la muerte digna, impulsa legislación al respecto y ayuda a familias que estén atravesando su misma situación.
Claro que no siempre el final de la vida resulta tan multitudinario como el de Brittany, seguido a través de Internet por millones de personas. A veces, como en el caso de Randy Pausch (profesor de la Universidad de Carnegie Mellon), se intenta algo más íntimo. Un legado para los hijos cuando uno ya no esté, por ejemplo. “Tengo un problema de ingeniería. A pesar de que en su mayor parte estoy en excelente condición física, tengo diez tumores en el hígado y me restan unos cuantos meses de vida. Soy padre de tres hijos y estoy casado con la mujer de mis sueños. Sería muy sencillo lamentarme, pero eso no resultaría benéfico ni para ellos ni para mí. De manera que, ¿cómo invertir mi tiempo tan limitado?”, se pregunta.
Sobre la vida
La respuesta está en mis manos y es un libro pequeño. Se llama La última lección y, más que un libro sobre la muerte, es en realidad un libro sobre la vida.
Pausch trató de hablar allí de todo para cuando sus hijos (de cinco, tres y un año de edad cuando él se enfermó) pudieran leerlo y entender. Habló del amor. Habló de la verdad. De los límites, de la educación, de la quimioterapia. Y habló, sobre todo, de la importancia de cumplir los sueños infantiles. De dedicar la vida a cumplir esos deseos. Los que teníamos de chicos, los únicos verdaderos. ¿Qué quisimos ser? ¿Qué llegamos a ser? En lo amplio o estrecho de esa distancia está cifrada, dicen los especialistas, la actitud con la que encararemos nuestra propia muerte.
“¡Viva la vida!”, anotó Frida Kahlo ocho días antes de morir, sobre las sandías de un cuadro pintado dos años antes. “Velar se debe la vida de tal suerte
Que viva quede en la muerte”, había anotado tres siglos antes santa Teresa del Niño Jesús.
En la tapa del libro póstumo de Pausch están, también, sus sueños de niño y lo que llegó a ser: como si fuera el dibujo de un chico, hay un cohete que parte hacia el espacio dejando atrás una estela luminosa. Irrepetible.