El difícil arte de las coaliciones
En un mundo en el que las limitaciones del sistema democrático generan fuertes reacciones ciudadanas, Cambiemos debe transmitir el mensaje de que las alianzas políticas pueden ser eficaces en el gobierno de la república
El Gobierno se aproxima a su primer año de vida bajo la bandera del cambio: una consigna que impulsó la victoria presidencial y doblegó el bastión justicialista de la provincia de Buenos Aires. La experiencia enseña que cualquier liderazgo en potencia, empeñado en cambiar, chocará con el legado del pasado y con tradiciones férreamente implantadas en la sociedad. El cambio es, por tanto, un claroscuro que se enlaza con la continuidad.
Este desafío es aún más acuciante si atendemos al malestar de las democracias en el mundo desarrollado. Lo que hasta hace pocos años parecía consolidado y servía de modelo inspirador, hoy cruje ante el embate de una fáustica transformación tecnológica y productiva, aún sin correlato en el campo político e institucional. El tema del día, en Estados Unidos y Europa, son las dificultades –cuando no las crisis– que embargan a la democracia representativa.
Tanto en el plano teórico como en la praxis de los liderazgos, la política marcha hoy a remolque de esta mutación (algunos la llaman revolución digital y robótica) que está modificando raudamente usos y costumbres. Parecería pues que la política no supiese dar respuestas y, cuando éstas se hacen carne, darían cuenta, más bien, de una fuga hacia los extremos. Es el escenario de Donald Trump en los Estados Unidos, de Marine Le Pen en Francia o del chavismo ibérico de Podemos en España. La lista de estos casos es más amplia y se extiende, por ejemplo, hasta Rusia y Europa del Este.
No obstante, a diferencia de las grandes crisis políticas y económicas de entreguerras –en los años 20 y 30 del último siglo–, no necesariamente ganarán los nuevos líderes contestatarios. Al contrario: pueden perder. Pero el impacto de esta emergencia inesperada del estilo extremista, que cabalga sobre la pérdida de empleos, el resentimiento y el bloqueo de la movilidad social, señala la hondura de los problemas que tenemos por delante.
A primera vista, esto no se manifiesta por ahora con tanta virulencia en nuestro país, aunque puede reaparecer como reacción y vuelta al pasado si los proyectos de cambio se empantanan y la economía permanece maniatada por una recesión combinada con la inflación, con una estructura del Estado resistente a las reformas, por las legítimas demandas frente al reto de la pobreza y por un régimen fiscal que sigue siendo tan inequitativo para la mayor parte de la población como agobiante para otros.
Por consiguiente, el peso del pasado sigue gravitando sobre nuestra circunstancia. Lo hace a través de una intensa movilización social (que desde hace décadas se ha instalado en el país y no desaparecerá), de la acción corporativa de empresarios y sindicalistas y de la intervención cada vez más intensa del factor clerical. Esta última forma de influencia de la Iglesia Católica en nuestra política se ha intensificado con el fuerte liderazgo de papa Francisco, frecuente mediador con resultados dispares en los conflictos mundiales y latinoamericanos (por ejemplo, en Cuba y en Venezuela).
Éste es otro signo de cómo los cambios están dando lugar al protagonismo de actores antiguos revestidos con ropaje novedoso. El factor clerical tiene, como es sabido, diversas connotaciones en la historia contemporánea. Tuvo una orientación reaccionaria en tiempos de las dictaduras católicas en Iberoamérica; más tarde, el Concilio Vaticano Segundo reconoció el valor de las libertades y del pluralismo en las democracias; paralelamente fue liberacionista tras la teología de la liberación de raigambre latinoamericana, y actualmente adscribe a la teología del pueblo según se desprende del pensamiento del papa Francisco.
Esta trama de raigambre eclesiástica con sus diversas opciones temporales viene entre nosotros de lejos, y ahora se presenta como un hecho inédito, de enorme atracción política, debido al ascenso en Roma de un papa argentino, al cual opositores y oficialistas buscan instrumentar o, por lo menos, no disgustar. Cuando estas intenciones recíprocas se exacerban, aumenta el riesgo de que el factor clerical se transforme en la forma política del clericalismo. Una evidente regresión.
El perfil que de este modo adquiere nuestra política es una demostración palmaria de la ausencia de un sistema de partidos fundado en la autonomía ciudadana y capaz de afrontar, en conjunto, las mutaciones del siglo XXI. En este aspecto no somos ajenos a lo que pasa en el mundo, porque nuestros partidos están sufriendo un pronunciado proceso de deterioro y faccionalismo. En rigor, hoy no tenemos partidos con arraigo en la sociedad civil, a la pesca de candidatos extrapartidarios, sino partidos con arraigo en las posiciones de poder en las provincias y en el orden nacional.
Estos impulsos hacia el faccionalismo están a la orden del día. Por un lado, el justicialismo no atina a encauzar la diáspora que hoy lo agita con liderazgos dispersos y disminuidos por graves imputaciones de corrupción; por otro, el proyecto de Cambiemos integrado por Pro, la UCR y la Coalición Cívica debe fraguar, entre tensiones y tironeos, una coalición gobernante lo suficientemente estable para durar y ampliar su organización a todo el país.
Esta fragua es indispensable y difícil de conducir a causa de que, en el curso de muchas décadas, nuestra política ha sido incapaz de desarrollar el difícil arte de las coaliciones políticas. La coaliciones tuvieron habitualmente un trámite exitoso en materia electoral y otro más sombrío en materia gubernamental. Cambiemos debe transmitir a la ciudadanía el mensaje contundente de que las coaliciones políticas tienen eficacia y continuidad en el plano efectivo del gobierno de la república.
En este sentido, la transparencia y la apertura hacia el otro son tan indispensables como la confianza recíproca que cotidianamente hay que construir entre las partes. ¿Será Cambiemos el embrión de una nueva formación política que venga a ocupar un espacio vacante? ¿Podrá renovar acaso el justicialismo el instinto transformista que lo acompañó en los diferentes períodos de su ya larga trayectoria y ubicarse en esta circunstancia?
Son interrogantes que, por el momento, permanecen abiertos y abren la incógnita de saber si se está reconstruyendo en la Argentina un sistema de partidos o si, de lo contrario, se prolongará este período de turbulencia faccionalista sólo atemperado por la acción del Poder Ejecutivo o por la virtud negociadora en el Congreso. Sería acaso problemático, en este sentido, que las estrategias electorales –propias de un régimen que, por partida doble con las PASO, vota cada dos años– ratificaran el faccionalismo imaginando polarizaciones para ganar sobre la base de intensificar el divisionismo. Esta hipótesis puede resultar atractiva en el corto plazo; no lo es, empero, en la perspectiva de reconstrucción del sistema de partidos.
Si el país soportó la experiencia de una red de corrupción que se incubó en los sótanos del poder, no hay por qué dejar de apostar a la acción reparadora de la Justicia (aunque cueste mucho trabajo hacerlo ante la insoportable lentitud de los juicios). No se puede jugar tácticamente con la corrupción. Con lo cual es bueno insistir una vez más en tres principios fundacionales: que los jueces juzguen, que los representantes legislen y que los gobernantes actúen con espíritu constructivo para rehacer el régimen representativo.