El dialecto autoritario del Gobierno
¿Pueden resolverse los problemas a los que no se llama por su nombre? Lo primero que salta a la vista es un divorcio entre el poder y la sociedad; lo grotesco termina siendo contraproducente
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Las máscaras con las que el Gobierno intenta maquillar la realidad no son meros trucos ni picardías para presentar las cosas a su modo y nutrir un relato a la medida de su conveniencia. En las distorsiones lingüísticas se expresa, en realidad, un modo de relacionarse con la sociedad y con los problemas que demandan solución, además de una forma de concebir el poder. Son contorsiones del lenguaje que encubren una cuestión de valores. Lo que revelan, en definitiva, son las dificultades del Gobierno para vincularse con la verdad.
En los últimos días se han conocido nuevas expresiones de un dialecto propio y cada vez más inconexo en el que parece hablar el Gobierno. La titular de AySA dijo que “no se aplicarán aumentos, sino una redistribución de subsidios”. El secretario de Comercio aludió a las subas de precios como “una percepción” de los consumidores; la portavoz oficial habló de “una sensación de estabilidad” y el Presidente insistió en que la Argentina sufre “una crisis de crecimiento”. Todo se inscribe en una larga tradición en la que el relato se desconecta de la realidad: ya habíamos escuchado que “la inseguridad es una sensación”, que “la Argentina tiene menos pobres que Alemania” y que la inflación es síntoma de un fenómeno virtuoso, como el aumento del consumo interno.
¿Pueden resolverse los problemas a los que no se llama por su nombre? ¿Qué registro tiene el Gobierno de los fenómenos económicos, sociales y políticos sobre los que debe intervenir? Lo primero que salta a la vista es un divorcio entre el poder y la sociedad; una disociación entre el Gobierno y la realidad. Donde la gente ve una mesa, los funcionarios ven “un artefacto aerodinámico que distribuye el peso entre cuatro vértices equivalentes”. No solo enmascara: también confunde, complica innecesariamente las cosas, distorsiona y contamina la conversación pública. Al dejar de llamar a la mesa por su nombre, se desnaturaliza su uso, se habilitan interpretaciones confusas sobre su funcionalidad y se debilitan, además, los consensos básicos sobre aquello que nos rodea. Todos sabemos que una mesa reúne, convoca, sirve de apoyo y difiere sustancialmente de un asiento. Cuando la denominamos “artefacto distribuidor del peso” ya cuesta más diferenciarla de una silla o de una cama y reconocer que no es un objeto sobre el que uno pueda sentarse o acostarse. A veces parece necesario volver a la lógica más elemental y pedestre para entender los peligros que entraña la manipulación lingüística por parte del poder.
La calidad democrática de un gobierno tiene mucho que ver con la claridad y la franqueza del lenguaje; también con el valor de la palabra. Cuando escuchamos la semana pasada la conferencia de prensa en la que funcionarias nacionales expusieron la nueva política tarifaria de los servicios públicos, fue inevitable preguntarse: ¿buscan informar o confundir?, ¿intentan aclarar o esconder? Fue todo demasiado obvio: con una jerigonza rebuscada, aparentes tecnicismos, abreviaturas y artimañas dialécticas, se buscó maquillar la realidad pura y dura. Parece más fácil –aunque resulte engañoso– echar culpas que admitir errores; fingir que asumir las cosas como son. El Gobierno siempre se deja tentar por el atajo. En este caso, a la confusión deliberada se le sumó el señalamiento burdo y fascista. Las fotos de edificios y casas particulares que exhibió una funcionaria forman parte de esa manipulación del lenguaje, que también se expresa –por supuesto– a través de las imágenes. Se pretendió, con pasmosa arbitrariedad, “denunciar” a algunos ciudadanos que recibieron subsidios sin haberlos pedido. Se los señaló con el dedo del Estado sin que hubieran cometido ninguna irregularidad. ¿El problema es del que recibió el subsidio sin haberlo gestionado, o del que se lo dio durante años sin fijarse si era razonable dárselo? Donde hubo un error –por no decir un despropósito– del Gobierno, los funcionarios intentan presentarlo como “un abuso de los ricos”. Estimulan el resentimiento, enmascaran la realidad y eluden toda responsabilidad; un combo de manipulación en el que se sacrifica la verdad.
Esta estrategia implica una subestimación de la sociedad. ¿A quién cree que le habla el poder? ¿A súbditos o a ciudadanos? Cuando la titular de Aysa le dice a un periodista “te voy a corregir: no es aumento, sino distribución de subsidios”, se atribuye, desde una posición de superioridad y arrogancia, la potestad de “corregir” el sentido común. Las ideas totalitarias siempre nacen de esta vocación por “corregir” a la sociedad desde el Estado. La corrección, en este caso, buscaba disimular la realidad e imponer, además, el dialecto del poder, siempre basado en una única verdad. Ni siquiera se apelaba a un eufemismo, sino a una distorsión y una falacia. Lo que el Gobierno hará (mal y tarde) es reducir los subsidios, no “redistribuirlos”. Lo grotesco termina siendo contraproducente y exhibe, de un modo más descarnado, el divorcio entre el Gobierno y la sociedad. Cuando un vecino reciba su factura de agua por un monto mucho mayor al del bimestre anterior, ¿verá un aumento o una redistribución de subsidios?
La malversación del lenguaje erosiona la autoridad del Gobierno y dinamita la confianza en la palabra oficial. El maquillaje dialéctico hace que el discurso del poder nutra, cada con más frecuencia, los guiones de los humoristas y la ocurrencia de los memes. En las redes sociales, incluso, a veces se hace difícil distinguir los stand up de la portavoz presidencial de los monólogos de Moldavsky. Pero detrás del ridículo hay una concepción del poder: aunque sea con malas artes, no se busca explicar ni convencer, sino engañar y seducir. No se asume la función pública como tarea de servicio, sino como prerrogativa. Se confunde la obligación de informar con un supuesto derecho a maquillar la realidad. No se les habla a “los ciudadanos” sino a “los propios”. No se trata de meros equívocos, sino de una cultura política que cada vez se distancia más de las nociones de pluralismo y responsabilidad democrática.
Lo más grave, sin embargo, es que detrás del burdo intento de desvirtuar la realidad se elude el deber de proponer debates públicos maduros y racionales, basados en los datos y la honestidad intelectual. ¿No hubiera sido más responsable explicar la necesidad de un aumento de tarifas con información clara, técnicamente precisa, pero a la vez accesible y veraz? Se optó por hacer trampa y, sobre una hojarasca de datos confusos, se intentó exacerbar el revanchismo, la idea de unos contra otros, de una supuesta épica justiciera que en realidad encubre errores garrafales de un gobierno que ha administrado los subsidios con grotesca irresponsabilidad. Una vez más, se ventiló información privada utilizando al Estado como arma contra la ciudadanía. Datos que, en todo caso, deberían utilizarse como insumo para mejorar la administración de la cosa pública se usan desde el Estado como herramienta de hostigamiento y acoso contra ciudadanos. La cuestión, como se ve, excede el plano de las picardías lingüísticas. No solo se trata de disfrazar la realidad con neologismos, sino también de imponer desde el Estado una visión sectaria basada en los antagonismos.
La distorsión del lenguaje conspira contra una información pública de calidad que contribuya a que la ciudadanía tenga un diagnóstico riguroso de la situación del país. Todo gobierno tiene derecho a crear su propia narrativa o relato, a poner el acento más acá o más allá, a marcar el énfasis de su propio discurso y a proponer su interpretación de las cosas. No tiene derecho, sin embargo, a esconder la verdad, a distorsionar deliberadamente loa hechos y a culpar a otros por los errores propios. Quizá cueste explicárselo a quienes “dibujaron” durante años las cifras del Indec.
Ahora se vio con las tarifas, pero esta estrategia de la manipulación, la “épica malvinera” y los eslóganes “justicieros” para exacerbar la polarización social ha sido una marca de identidad del actual oficialismo. También la utilizaron durante la pandemia, como lo habían hecho antes en el conflicto con el campo, en el litigio con Uruguay por las pasteras, en las negociaciones con acreedores externos o en tantas otras situaciones que hubieran requerido mayor racionalidad, mesura y apego a la verdad. La culpa siempre será de los runners, de los que viajan al exterior, de “los buitres”, de los que viven en countries o en edificios de lujo y, por supuesto, de los que “votan mal”, como los porteños o los cordobeses, estigmatizados por el propio Presidente. De paso, se alienta esa cultura que siempre considera que el éxito es sospechoso, el progreso es injusto y la riqueza es pecado. Salvo que sea propia y mal habida. Para eso existe otra trampa del lenguaje: se apelará al lawfare.
Puede ser sano tomar con cierta dosis de humor las maniobras retóricas a las que apela el Gobierno para maquillar la realidad. Sin embargo, tal vez convenga levantar la guardia contra la cultura de la malversación dialéctica. Produce daño no solo en la política, sino también en el ámbito de la educación, de las leyes y de la Justicia. Cuando dejamos de llamar a las cosas por su nombre alimentamos la confusión y las distorsiones. No es lo mismo “cometer un delito” que “entrar en conflicto con la ley”; no es lo mismo “ser aplazado” que “no alcanzar los objetivos”, como no es lo mismo “un aumento” que “una redistribución de subsidios”. Nada ha mejorado en los ámbitos en los que la palabra ha perdido valor y el eufemismo (o la lisa y llana distorsión del lenguaje) se ha terminado imponiendo.
“Las lenguas –dice Fernando Savater– tienen dos enemigos: el que las prohíbe y el que las impone”. Sin ánimo de completar al genial pensador y filósofo español, tal vez haya que agregar un tercer enemigo: el que las manipula.