El día que volvió Perón
Después de 17 años, el líder en el exilio pudo retornar al país acompañado por representantes de todo el arco peronista
Habían transcurrido 17 años y medio desde que los militares lo desalojaran del poder y 15 horas de vuelo desde Roma, incluida una escala en Dakar. Cuando Juan Domingo Perón aterrizó en Ezeiza, hace hoy treinta años, encontró un país casi tan tieso, tenso y expectante como el que se había grabado en su retina la desierta mañana del martes 20 de septiembre de 1955 mientras se dirigía en un Cadillac hacia la cañonera Paraguay. El exilio de 6268 días acababa de terminar
Aquel viernes 17, a las 11.15, cuando el general bajaba rozagante la escalerilla del DC-8, resultaba imposible no advertir que la consumación, al fin, de la legendaria consigna "Perón vuelve" era un asunto histórico. La escena lo decía a gritos, por más que se ignoraba que diez meses después el líder septuagenario alcanzaría por tercera vez la presidencia, en esa ocasión con el 61,86 por ciento de los votos.
La parálisis nacional insinuaba tensión. En una extraña coincidencia, había sido organizada por la CGT, que llamó a un paro general, y por el gobierno del general Alejandro Lanusse, que le dio al suceso forma de feriado para facilitar la eventual represión policial y fagocitar los honores obreros. Los desplazamientos hacia Ezeiza estaban vedados con más ampulosidad que eficacia. Algunos manifestantes, quizá mil, iban a conseguir filtrarse hacia el aeropuerto rodeado de tropas. Eran peronistas jóvenes, muy jóvenes: jamás habían visto a Perón. Si el despliegue de tanquetas no había logrado desalentarlos, mucho menos lo haría la lluvia, de cuya entrada en la historia se encargaría el servicial paraguas de José Rucci, que lo puso entre el cielo y las estratégicas espaldas del general. Esa foto dio la vuelta al mundo.
Millones de argentinos seguían los hechos por la radio y la televisión, dueños de una gama de sentimientos que iban desde el llanto y la emoción incrédula hasta el pánico y la razón incrédula. Nadie sabía qué podía pasar: la incertidumbre era factor común y hasta debieron compartirla en el fondo de sus almas Perón y Lanusse, los dos generales enemigos que venían manteniendo una larguísima partida de ajedrez político a través del Atlántico. Ese viernes el ajedrez siguió: la delicada vuelta de Perón bajo una dictadura, después de que el partido militar lo había mantenido proscripto durante las presidencias de Lonardi, Aramburu, Frondizi, Guido, Illia, Onganía y Levingston, se estaba haciendo sin mediar convenios. No faltaron el peligro ni la confusión.
Una escolta imponente
En vista de que el gobierno militar no toleraría una concentración de masas como las que habían sido tan caras al peronismo de mitad de siglo ("a mí no me van a hacer un 17 de Octubre", decía Lanusse), Perón había aprobado la idea de volver al país con una escolta imponente, un avión repleto de figuras destacadas -famoso no era todavía sustantivo- que ostentara la laxitud del arco peronista en los campos político, cultural, religioso, científico y deportivo. Así fue.
Perón e Isabel venían en primera. En la clase turista (tampoco se había inventado aún la clase intermedia) se mezclaban Lorenzo Miguel, Casildo Herreras, Deolindo Bittel, Oscar Bidegain y Ricardo Obregón Cano con el cura tercermundista Jorge Vernazza, el futbolista José Sanfilippo y el cantante de tangos Oscar Alonso, el boxeador Abel Cachazú y el historiador José María Rosa, al lado de Hugo del Carril, Leonardo Favio, Chunchuna Villafañe y Marilina Ross. Entre los 153 pasajeros cuidadosamente seleccionados figuraban la escritora Martha Lynch, el entonces popular autor teatral Juan Carlos Gené y hasta el cardiocirujano Miguel Bellizi, quien venía de hacer el primer trasplante de corazón en la Argentina. De la vieja guardia peronista sobresalía Juana Larrauri. Había una plantilla de ministros de Economía (Alfredo Gómez Morales, Pedro Bonani, Antonio Cafiero), un futuro canciller menemista (Guido Di Tella), alguien que tras sufrir la desaparición de una hija devendría dirigente de derechos humanos (Emilio Mignone) y un periodista enviado por Canal 11 que por esas horas se convirtió al lopezrreguismo (Jorge Conti). Viajaban como políticos los médicos Raúl Matera y Jorge Taiana. No faltaban militares retirados: el coronel croata Milo de Bogetich, el capitán de navío Ricardo Anzorena (de decisiva injerencia en la lista de pasajeros, resuelta en definitiva por Perón), el comodoro Arturo Pons Bedoya y el general Ernesto Fatigatti, entre otros.
Hoy, aproximadamente un tercio de los pasajeros ya falleció. Los tres más notables precursores de la farandulización de la política, Chunchuna Villafañe, Marilina Ross y Leonardo Favio, se consagraron a sus artes (aunque su compromiso con el Operativo Retorno quedó grabado a fuego en sus biografías). Otros se fueron del justicialismo, como la hoy frepasista Nilda Garré. Y estuvo quien voló en 1972 con credenciales de la primera hora y hoy, tres décadas después, sigue actual: Antonio Cafiero.
Presidentes peronistas
Sin que ellos lo supieran, viajaban en el chárter todos los presidentes peronistas del siglo XX: además de Perón, Héctor Cámpora, Raúl Lastiri, Isabel Perón y Carlos Menem. Había un pasajero Eduardo Duhalde, pero era otro: el abogado -hoy camarista- entonces vinculado con la guerrilla peronista en sociedad con Rodolfo Ortega Peña, sentado cerca de él en el avión. Ortega Peña iba a ser asesinado poco tiempo después en la avenida 9 de Julio por la Triple A de José López Rega, quien casualmente estaba viajando ese legendario viernes varios asientos más adelante y más cómodo: en primera. Estremece imaginar que El Brujo hubiera comentado la emoción del viaje, por ejemplo, con el padre Carlos Mugica, otro elegido de la Triple A para morir. O que el sindicalista Rogelio Coria hubiera supuesto desde una ventanilla del Giuseppe Verdi (así se llamaba la nave, que no era otra que la que Alitalia cedía frecuentemente al papa Paulo VI) que iba a ser asesinado, en pocos meses más, por los Montoneros, representados a bordo por gente de segunda línea o por mayores aliados.
Durante estos treinta años, algunos protagonistas insistieron en atribuir la idea madre del chárter a "razones de seguridad", un latiguillo usual en la época. Se trató de rodear a Perón, explicaban, de personalidades y dirigentes de peso, cosa de hacerlo menos vulnerable a posibles hostilidades, tales como -llegó a decirse entre infinitas especulaciones- el derribamiento de la nave por parte de las Fuerzas Armadas.
Marilina Ross sigue convencida de que el chárter fue organizado para proteger a Perón. "Todos teníamos la sensación -recuerda- de que lo hacíamos para que les costara más tirar el avión abajo." Hoy evoca los hechos "con la emoción de haber participado de un pedazo de la historia" y dice que su instante más conmovedor fue cuando lo conoció a Perón. "Al llegar a Roma formamos una fila para saludarlo; cuando me tocó el turno, intenté darle la mano pero no pude, porque estaba enyesada; entonces el general me abrazó. Y a mí se me borró el mundo." Cuando LA NACION le pregunta por las versiones de que había armas en el avión, Marilina responde: "Sí, muchas. Me dijeron que había muchas armas".
Juan Carlos Gené, hoy alejado del peronismo, no recuerda nada sobre armas. También evoca su participación en "ese chárter de tanta gente tan diversa" con emoción. "Me parecía que había soñado", dice el prestigioso director teatral que más tarde iba a tener que exiliarse amenazado por la Triple A. Gené ríe con la anécdota: "Cámpora había dispuesto los asientos, pero una vez que despegamos, todo el mundo se cambió rápido de lugar... parecía un dibujo animado".
El arribo
Al final tanto acompañante célebre no le ahorró a Perón un primer día de encierro en el vetusto Hotel Internacional de Ezeiza, donde lo depositó un Ford Fairlane rodeado de motos policiales en medio de un confuso forcejeo de palabra con los militares. Lo que discutían era si Perón estaba o no preso en el hotel. Las autoridades, probablemente más empeñadas en fastidiar al enemigo que en cumplir un plan premeditado, decían que lo mantenían allí, cuándo no, "por razones de seguridad". Sólo en la madrugada del sábado el gobierno le permitió trasladarse hasta Vicente López para estrenar la casa de la calle Gaspar Campos, donde alternaría con multitudes peronistas dosificadas por el régimen y por la estrecha geografía.
La Argentina estaba cursando los años de plomo -inaugurados con el asesinato de otro ex presidente, el general Pedro Aramburu (1970), por los Montoneros- y la violencia alcanzaría un clímax precisamente cuando por fin el peronismo celebró en Ezeiza la postergada recepción multitudinaria, el 20 de junio de 1973, que acabó en una matanza entre facciones. La extraordinaria violencia que estalló el día de la segunda vuelta de Perón al país -a menudo llamada definitiva por lo intensa, ya que no por lo duradera, de apenas un año-, 215 días después de la primera, sólo enriqueció a los estudiosos de contrastes del Movimiento. Nunca más se verificó entre tantos exponentes de la izquierda y la derecha peronista una convivencia cordial como la que se logró ese 17 de noviembre entre Roma y Buenos Aires -también a la ida, con el chárter sin Perón- a diez mil metros de altura.
Lo que tuvo en común la vuelta del 17 de noviembre de 1972 con la del 20 de junio de 1973 fue la ignorancia del repitente pasajero Cámpora. Aunque en el chárter le tocó un asiento en primera, al lado de su esposa, junto a los Perón, él no sabía que el líder, al final de la estada de 29 días en Buenos Aires, lo iba a seleccionar para presidente de la Argentina. Y cuando "el Tío" volvió a volver (la redundancia es intencional) ya como presidente, desde Madrid, trayendo al líder para siempre, tampoco sabía que en un par de semanas iba a tener que dejar el sillón de Rivadavia para que López Rega instalase a su yerno. El yerno, ya se sabe, fue un puente. La movida iba a desembocar en la madre de todas las vueltas: la de Perón a la Casa Rosada.
Recuerdos en Gaspar Campos
"Mi primera bicicleta me la regaló Isabelita", dice Victoria, cuya familia no era humilde ni peronista, sino, podría decirse, todo lo contrario. "Un día vinieron con un camión y nos iban llamando a todos los chicos de la cuadra." El regalo llevaba una tarjeta de Isabel Perón en el manubrio.
La cuadra no es otra que Gaspar Campos al 1000, en Vicente López. Victoria, que en 1972 tenía 6 años, no recuerda tanto a su vecino de enfrente -Juan Domingo Perón- como a sus eufóricos simpatizantes. "Acá había una pared -dice, mostrando el frente de su jardín-, pero la gente, de tanto empujar, la tiró abajo."
El frontispicio de la casa del general hoy sigue diciendo Nec temere nec timide (Ni temerariamente ni tímidamente), junto al escudo de armas del primer dueño, un médico que murió asesinado por un paciente. La casa parece abandonada. Está cerrada y tiene el césped crecido. A unos metros, Salvador López, un jardinero del barrio que no parece consciente de la profundidad de su comentario, dice: "Vienen y la arreglan cuando está por haber elecciones... y ahora hace rato que no aparecen".
Hoy abuela, la señora Mariana, desde 1940 vecina lindera de la casa que entró en la historia hace 30 años también por el encuentro Perón-Balbín, confirma el estado de abandono: "Como acá al lado casi siempre está vacío, el cartero me tira las boletas de impuestos a mí... creo que nadie las paga". La casa no estaba vacía durante el gobierno de Jorge Rafael Videla, cuando fue ocupada por el Ejército y, se sospecha, hasta fue utilizada como centro clandestino de detención. Mariana recuerda la cuadra cerrada -otra vez- y poblada de militares fuertemente armados durante esos años.