El día que nuestra memoria rebobinó 30 años
Todos recordamos, esta semana, qué estábamos haciendo aquella mañana en la que el horror estalló en el corazón de Buenos Aires
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¿Qué estabas haciendo el día que voló por el aire la sede de la AMIA? La consigna que circuló esta última semana, porque el “número redondo” lo ameritaba, despertó muchas conversaciones entre colegas. Los diálogos nos volvieron a llevar a días más analógicos –no había redes sociales ni WhastApp-, la información no era tan instantánea como ahora. Había que escuchar la radio o ver la televisión para empezar a dilucidar dónde había sucedido aquel 18 de julio de 1994, a las 9.53, la explosión que se había sentido en muchos lugares de la Capital.
Recuerdo nítidamente la explosión porque pensé que se había desplomado el ascensor del edificio en el que vivía en Barrio Norte y del que me había bajado un instante antes con las bolsas del supermercado. Bajé corriendo los 11 pisos, pensando que algo grave iba a suceder ahí mismo. Pero llegué a la planta baja y no había pasado nada. Con miedo a que el ascensor funcionara realmente mal, preferí subir por la escalera. Un rato después, la radio me dio la primera pista de lo que había sucedido a un kilómetro y medio de mi departamento. Y mientras muchos colegas corrían hacia Pasteur al 600, la sede de la mutual judía devastada, yo me olvidaba de que era mi día libre, y emprendía una caminata rápida a la Casa de Gobierno, donde estaba acreditada.
En la medida en que aparecían los funcionarios, todo era una suma de conjeturas y aproximaciones a una verdad que 30 años después todavía no alcanza a llegar. Lo único concreto, con el pasar de las horas, era la cantidad de argentinos asesinados, 85, y de heridos, 300. El operativo desplegado para rescatarlos. La gente que buscaba a sus familiares, a sus amigos. Los espontáneos que llegaban al cordón de seguridad para dar una mano en lo que fuera posible.
Cuando comenzaron a conocerse las identidades de los fallecidos, hubo uno que me derrumbó por completo: Sebastián Barrientos, 5 años. Un niño que junto con su mamá pasaba por la calle Pasteur de camino de regreso a su casa, en Villa Bosch, un punto del conurbano bastante desconocido para el público, pero que para mí significaban la infancia y la adolescencia. La escuela primaria, la plaza, los paseos en bici, los amigos de la cuadra disfrutando de la vereda sin preocupaciones. De golpe, Villa Bosch se enlutaba por la tragedia. El atentado más grave sufrido por la Argentina, tenía una víctima: el de menor edad entre los asesinados, y que vivía a pocas cuadras de la casa de mis padres.
Esa jornada y muchísimas de las siguientes fueron de una vorágine indescriptible por la cantidad de información que había que chequear y escribir. No había mucho tiempo para lágrimas. Varias semanas después, en el primer lunes libre, volví a mi barrio y ya no era el mismo. Todos hablaban más bajo en los negocios y en las veredas. Sobrevolaba la tragedia, aunque nadie le ponía nombre propio. Sebastián era para muchos “el chiquito que murió en el atentado a la AMIA”.
No me atreví a pasar delante de su casa. Ni lo hice en estos 30 años, aunque con mucha frecuencia vuelvo a mi barrio de la infancia. Invariablemente al llegar a la estación José María Bosch, del tren Urquiza, pienso en esa mañana en que una bomba le arrancó la infancia a Sebastián, y quedó congelado en sus cinco años en una de las fotos de las víctimas que volvemos a ver cada 18 de julio en los homenajes. No puedo evitar la angustia y la impotencia porque aún no hay plena justicia sobre el atentado. Nadie ha pagado por tanta atrocidad.
Los lectores podrían suponer que el periodismo está curtido y no mira para atrás con sentimientos los hechos que conmocionan a una sociedad. Sino que, en cada aniversario, se busca un enfoque distinto para contar el mismo episodio. Una historia que se conoció mucho después del horror. Una novedad judicial que se espera desde el instante mismo de la tragedia y que no llega nunca. Una postura única del Estado frente a la tragedia. Luz frente a tanta oscuridad. Sin embargo, hay episodios que no dejan de rondarnos por la cabeza.
Este 18 de julio, mientras los colegas estaban atentos a las palabras de los políticos y de la justicia sobre los 30 años del atentado, el número “redondo” que concitó la atención de la sociedad y del periodismo, volví a la estación del tren. Me quedé un rato largo mirando la expresión de los pasajeros que subían a la formación rumbo a Lacroze. Aunque cerca hay una estatua de una tortuga Ninja, personaje amado por Sebastián, y erigido para recordarlo, era una mañana igual a todas. Sebastián tendría que haber cumplido ya 35 años. La tortuga Ninja tendría que ser parte de sus recuerdos de la infancia, pero un atentado puso patas para arriba el destino y lo congeló en una sonrisa para siempre. Y yo lo volví a llorar como cada 18 de julio y como cada vez que visito mi barrio de la infancia.