El día que mi mamá dejó de estar loca
Crónica de un instante de lucidez en medio del derrumbe: una madre, un hijo y el amor como una única certeza
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La mente de mi mamá se fue perdiendo de a poco. Primero ocurrió en los actos escolares de mis hijos. Se extraviaba por las calles y llegaba cuando terminaban. La última vez que viajó sola había deambulado durante más de una hora sin encontrar la escuela, hasta que se dio por vencida y tomó un taxi. Mis hijos se rieron por la distracción de la nonna. Yo preferí ignorar aquel sonido que retumbó en mi interior, como una piedra que se raja, el eco de un derrumbe lejano que uno se resiste a escuchar.
Después fue la comida. Las pastas inigualables dejaron de existir. Se le quemaban las preparaciones. Mezclaba mal los ingredientes, los mismos que había combinado sin medidores y a la perfección toda la vida, de pronto caían en exceso o eran insípidos. Los aromas de la sartén, el ajo con oliva, la salsa de tomates maduros, todo se deshacía lentamente en el olvido de la casa.
Luego vino el fin del calendario. Había olvidado su edad, era incapaz de decir en qué año estábamos. Tenía la certeza de su fecha de nacimiento, pero todo el resto se enmarañaba en una bruma espesa, una niebla cada vez más omnipresente que había comenzado a cubrir su vida, que desdibujaba los contornos
Luego vino el fin del calendario. Había olvidado su edad, era incapaz de decir en qué año estábamos. Tenía la certeza de su fecha de nacimiento, pero todo el resto se enmarañaba en una bruma espesa, una niebla cada vez más omnipresente que había comenzado a cubrir su vida, que desdibujaba los contornos. Repetía los mismos temas, una y otra vez, en cada visita. Cada vez me resultaba más difícil dominar el mal humor. ¿Por qué insistía? ¿Cómo no entendía? ¿Cuántas veces tenía que explicarle las mismas cosas? Y debajo de mi antipatía se movía el duelo, la certeza de que había dejado de ser hijo, de que ya nadie me cuidaría. Era incapaz de perdonarla, solo lograba enojarme.
Por último, apareció la canción. Maruzella. Mi mamá había dejado de pronto de ser una anciana, cantaba con la voz de una nena en su idioma de la infancia, napolitano. Stu core mme faje sbattere. Me haces latir el corazón. Cchiù forte ‘e ll’onne. Más fuerte que las olas. Quanno ‘o cielo è scuro. Cuando el cielo es oscuro. Primma me dice sí. Primero me dices que sí. E doce, doce, me faje murí. Y dulcemente, dulcemente, me haces morir. Maruzzella, Maruzzé. La niña en el cuerpo de mi madre cantaba en napolitano. Los ojitos se le habían perdido, deambulaban por los techos y las paredes, por las hojas de los árboles del jardín. Miraba seres y colores que nosotros éramos incapaces de ver. Hablaba con mi papá, muerto hace cuarenta años. Ponía su foto sepia en el regazo y se reían juntos. Mi mamá viva y mi papá muerto. Y cantaban, Maruzzella, Maruzzé.
Su cuerpo se destruyó de a poco. Era cada vez más frágil. Tuvimos que internarla. Por unos días la regresábamos a su casa y, al poco tiempo, de nuevo al sanatorio, a los tubos en el cuerpo, al goteo del suero, a las horas interminables en el pasillo mientras se ensañaban adentro de la habitación con el intento de frenar lo inevitable. Pasaba a verla antes de ir al diario. Estaba vestida con un camisolín y tenía la foto de mi papá entre las manos, sin soltarla un segundo. Mi mamá nunca olvidó mi nombre. El resto se había perdido en la bruma.
Un día entré a la habitación del sanatorio y encontré su mirada inesperadamente presente.
–Yo me volví loca– me dijo, con sus ojos clavados en los míos.
Su cordura me estremeció. Era imposible. No sabía qué responder.
–Me volví loca, les causé un montón de problemas– repetía. Y pedía perdón, una y otra vez, para mí, para mis hermanos. Por un instante fue aterradoramente consciente. No lograba entender cómo era posible haber extraviado su mente, veía pasar sus meses finales. Intenté tranquilizarla. La cordura duró unas horas y luego mi mamá se perdió para siempre. A los pocos días, murió.
Desde entonces, no puedo olvidar ese momento en que volvió. Sus ojos en los míos, su interpelación: “me volví loca”. Esa conciencia imposible. Una noche se lo conté a mi mujer. Con esa inteligencia intuitiva, ella me respondió que mi mamá había pedido permiso a su mente para despedirse. Todavía escucho su canción…Maruzella, Maruzzé y veo su mano apretujando la foto de mi papá. E doce, doce, me faje murí. Dulcemente me haces morir.
Posiblemente le cante Maruzella a los hijos de mis hijos. No sé hasta cuándo. Tal vez hasta que mi mente se pierda de a poco.