El día que estallaron las mentiras
Tal vez Malvinas fue el mayor trauma producido por la manipulación de la verdad que envolvió a la sociedad argentina. Y eso es mucho decir. Se cumplieron ayer 40 años de la rendición, lo que arrastra un aniversario aún menos memorable, el de la negación de la derrota por parte del adalid de la guerra, Leopoldo Galtieri.
Aunque el general Benjamín Menéndez tachó la palabra incondicional del documento de rendición que le hizo firmar quien lo redactó “en nombre de Su Majestad”, el mayor general Jeremy Moore, las Fuerzas Armadas le pusieron punto final a la guerra absurda de 74 días con una capitulación que convertiría el triunfalismo irresponsable en frustración monumental. Frustración de envergadura acorde con los derroches de euforia previos.
Las tensiones entre el engaño y la cruda verdad estallaron al día siguiente de la rendición, el frío martes 15 de junio, en Plaza de Mayo. Recuerdo ese anochecer estar escuchando por Radio Continental a la valiente Magdalena Ruiz Guiñazú, quien no salía del estupor delante de los hechos que le tocaba informar. La propia dictadura había convocado a la plaza a la población a la que estaba reprimiendo. Nada más elocuente del embrollo que se había generado. Una especie de estafa consentida.
Durante todo el día la radio y la televisión habían llamado a acudir a la plaza para escuchar a las 19 la palabra del presidente, quien volvería a salir al balcón, esta vez para informar -prometían- sobre lo que le seguiría al “alto el fuego en Puerto Argentino”.
¿Cómo? ¿Había terminado la guerra? Mandaba la confusión.
Los ánimos se caldearon antes de que el dictador llegara a asomarse. Desde la multitud, unas cinco mil almas, mezcla de espontáneos, empleados públicos y activistas, salían cánticos del tipo “los chicos murieron, sus jefes los vendieron”. Se enarbolaban pancartas que exigían no rendirse. Los más enardecidos reponían el clásico “se va a acabar, se va a acabar, la dictadura militar”. O “Junta militar, vergüenza nacional”.
La policía no sabía qué hacer con esa manifestación organizada por el gobierno. Hasta que supo: empezó a tirar gases lacrimógenos. Estalló entonces la rabia popular contenida. Se quemaron autos, colectivos, hubo corridas, empujones y después llegaron las balas de los agentes del orden. Los 74 días del conflicto de Malvinas habían quedado envueltos, metáfora perfecta, por sendas protestas populares incandescentes. La del 30 de marzo, convocada por la CGT “Brasil” de Saúl Ubaldini en todo el país bajo el lema “paz, pan y trabajo”, apenas tres días antes del desembarco en Malvinas, con saldo de un muerto, cientos de heridos y dos mil detenidos. Y la del 15 de junio, esa que a Galtieri se le dio vuelta. Crecían las capas geológicas de los traumas argentinos irresueltos: el llanto de una madre que había perdido a su hijo en la guerra se entrelazaba con el clamor de las madres de los desaparecidos.
Aquellas exigencias contradictorias -que los militares sigan peleando contra los ingleses y que dejen el poder ya mismo- no hacían otra cosa que exponer la encrucijada en la que había quedado la Argentina por haberse usufructuado la gran causa patriótica para perpetuar una dictadura decrépita.
A buena parte de la sociedad, desmedidamente embarcada en la aventura bélica, la rendición camuflada como “cese del fuego en Puerto Argentino” le hizo estallar las contradicciones que se habían acumulado desde el 2 de abril. Encima Galtieri, con la misma sutileza política con la que había detectado que Estados Unidos lo iba a apoyar si iba a la guerra contra el Reino Unido, echó nafta al fuego: pensó que si recuperaba el tono autoritario y prohibía la palabra rendición todo volvería a ser como antes. En su fuero íntimo no había conseguido desacoplar el respaldo mayoritario a la acción en Malvinas de la aprobación a su gestión como gobernante. Pero además se había convencido de su propia mentira: creía que la caída de Puerto Argentino sólo era una batalla perdida. Así se los dijo a los generales de división.
Lo único razonable de su parte fue cancelar el balcón de Perón que el conflicto le había permitido saborear. Con tres horas de demora hizo el discurso por cadena desde el Salón Sur de la Casa Rosada. “El combate de Puerto Argentino ha finalizado”, exclamó hace hoy 40 años con voz aguardentosa, más marcial que nunca, como si a las guerras hubiera que cronometrarlas en lugar de hacerse cargo de sus efectos y resultados. De la rendición, de los términos, de las condiciones, ni una palabra.
Arrancó hablando del heroísmo de “los que pelearon contra la incomprensión, el menosprecio y la soberbia; enfrentaron con más coraje que armamento la abrumadora superioridad de una potencia apoyada por la tecnología militar de los Estados Unidos de Norteamérica, sorprendentemente enemigos de la Argentina y de su pueblo”. Textual. Sorprendentemente Washington prefirió a Inglaterra.
Enseguida amenazó a Gran Bretaña, país ante el que acababa de rendirse. “Deberá ahora resolver su actitud frente al conflicto”, le advirtió con el dedo índice levantado. Si restaura el régimen colonial “no habrá seguridad ni paz definitiva y recaerá sobre Gran Bretaña la responsabilidad por profundizar el conflicto”. Habló a renglón seguido de la “argentinidad”, llegaba el capítulo doméstico de amenazas. “Nadie apartará su conducta del esfuerzo colectivo para alcanzar la patria imaginada en sus mejores sueños por nuestros soldados; no habrá lugar para la especulación ni el engaño; el ocio será una estafa; el aprovechamiento de la situación, una injuria a la sangre de los que combatieron, y el derrotismo será traición”. Todavía le quedaba en el saco un par de bravuconadas: “Es hora de asumir hasta las últimas consecuencias nuestra identidad y madurez de argentinos; quien no contribuya a hacerlo será apartado (sic) y calificado de traidor”.
Nada nuevo: no se podía poner en duda lo que había hecho el mando militar en la guerra, del mismo modo que después se prohibió, ya con Reynaldo Bignone como presidente, que se revisara la lucha con las organizaciones armadas. La diferencia fue que Galtieri, quien cayó tras los ecos de ese discurso inaudito, ni siquiera intentó acordar con nadie el futuro lacrado, mientras que Bignone y Cristino Nicolaides, el general antediluviano que surgió como comandante en jefe del Ejército después de que se disolvió la Junta Militar, pactó un statu quo con el peronismo. Bignone dictó la autoamnistía e Italo Luder se comprometió a respetarla, pero por primera vez en su historia el peronismo perdió las elecciones y Alfonsín juzgó a los militares.
Entre esos juicios también estuvo el que se le hizo a la junta que improvisó la guerra de Malvinas (Galtieri, Jorge Anaya y Basilio Lami Dozo) por lo que resultaron condenados, por la Justicia Militar y luego por la Cámara Federal, a ocho años de prisión, hasta que en 1989 Menem los benefició con la primera tanda de indultos.
Es bien sabido, la derrota de Malvinas fue lo que selló la suerte de la última dictadura. Los militares entregaron el poder el 10 de diciembre de 1983. Desde entonces, extraordinaria noticia, hay democracia continuada. Imperfecta, pero continuada.
Murieron en la guerra 650 argentinos. Varios centenares de combatientes se suicidaron en los años siguientes. También podría decirse que en ese 15 de junio de 1982 anidan dos saldos negativos que persisten hasta nuestros días. Uno fue el proceso de desmalvinización, la manera distorsionada en la que se procesó, se desmereció o incluso se ninguneó el heroísmo de quienes pelearon en la guerra, porque siempre costó diferenciar con nitidez a los responsables políticos y a los héroes. En el germen de esa línea difusa seguramente está la forma en que se tramitaron la excitación, la decepción, la bronca y el dolor.
El otro saldo negativo perdurable es de la instrumentación de la mentira desde el poder. Incluso la creencia de que se cambia la realidad con sólo modificarles el nombre a las cosas o dejando de llamarlas como se llaman. Tras el engaño de Malvinas, cima de la manipulación de masas, es increíble que el recurso se siga usando.
Tal vez venga al caso una de las frases más conocidas de Aldous Huxley, esa que dice que “la única lección que nos enseña la historia es que los seres humanos no aprendemos nada de las lecciones de la historia”. Pero el mismo Huxley dijo algo aún más apropiado: “La realidad no es lo que nos sucede sino lo que hacemos con lo que nos sucede”.