El día en que el tabaco me salvó de un susto
No hay nada bueno en fumar. Ni media cosa. Cero. Lo sé por experiencia. Fumé durante 35 años y me costó una década de intentos abandonar el tabaco. Sólo lo logré cuando me puse a investigar los mecanismos neurológicos que pone en marcha la temible nicotina.
Esta sustancia hace que el cerebro libere, entre otros neurotransmisores, dopamina, que nos hace sentir bien cuando realizamos actividades relacionadas con la supervivencia. Comer, por ejemplo. Por eso, cuando el fumador intenta dejar el tabaco, siente que se está muriendo de hambre. Es una verdadera agonía.
Apagué el último cigarrillo de mi vida el 24 de noviembre de 2012, a las 2 de la mañana. Ahora conocía mejor el poderío de mi enemigo y durante los siguientes 4 días me recluí en una estancia, lejos del tabaco.
Una semana después, más sereno, paseaba por San Telmo un domingo al mediodía, cuando llegó a mi nariz el delicioso olorcito de una parrillada. Ocurrió entonces algo que marcó el verdadero final de mi adicción. Mi reacción al rico asadito no fue ¡qué hambre que tengo!, sino ¡no vas a volver a fumar! Por un instante, mi cerebro no había podido discernir entre el hambre real y el de la nicotina.
Todo fumador cree que no podrá vivir sin el cigarrillo. Falso. Un par de meses después de dejarlo, te das cuenta de que no sólo es innecesario, sino que constituye un obstáculo para todo. Aunque lo negamos, aunque no lo queremos admitir, los fumadores debemos ocuparnos de restaurar el nivel de nicotina en sangre cada media hora o un poco más.
Somos adictos. Podremos disfrazarlo de mil maneras, pero una sustancia nos maneja la agenda. Y ahí vamos de nuevo, a inhalar bocanadas de humo que -creemos- nos hacen sentir bien.
Es otro sofisma. Fumar un cigarrillo no te hace sentir bien, sino que evita que te sientas mal. ¿Cómo es eso? Sometido a mucha más dopamina que la usual, el cerebro compensa reduciendo el número de receptores de este neurotransmisor. A partir de ahora, dependemos de la nicotina para no padecer una desagradable crisis de abstinencia.
Dicho todo esto, debo confesar que el cigarrillo me sacó una vez de una situación realmente complicada. Tenía 7 años y me había ganado una entrada para ver un documental sobre animales. La función era por la mañana, en el centro de la ciudad de Buenos Aires y en día hábil. Es decir, nunca había visto tanta gente junta. Desde la perspectiva de un chico, sobre todo de uno que se crió en el campo, resultaba escalofriante. Recuerdo atravesar una muralla de gente durante varias cuadras, desde el estacionamiento en el que habíamos dejado el auto hasta el cine. Caminaba de la mano de mi padre y sentía que, si me soltaba, nunca más podría encontrar el camino a casa.
Mi padre me dejó en el hall del cine, me dio la entrada, me dijo que lo esperara al finalizar la función y se marchó. Por pura curiosidad le eché un vistazo a la entrada. Me quedé pasmado. No era una entrada de cine. Era una factura de la tintorería. Evidentemente, había puesto ambos papeles en el bolsillo de su saco y me había dado el equivocado. Nunca fue muy ordenado mi viejo. Bueno, yo tampoco.
Sentí mucho miedo y corrí a buscarlo. Nada más salir del cine, me encontré de nuevo hundido en el gentío. Desanduve las mismas cuadras al borde del pánico y muy pronto fui cayendo en la cuenta de que nunca lo iba a encontrar. Sin la menor experiencia en ciudades, me fui quedando paralizado de terror en medio de la muchedumbre, que discurría alrededor como un río, imparable e indiferente.
Entonces lo oí. Fumador empedernido, mi padre sufría de una característica y persistente tos matinal. Un mal síntoma, pero era una tos que conocía bien y que fue para mí, en ese momento, como un faro. Corrí como loco en esa dirección y por fin lo vi, allá adelante, con su cigarrillo en la mano, su traje impecable y, casi sin duda, con mi entrada de cine en el bolsillo derecho del saco.