El desmoronamiento de la Argentina peronista
Ante la caída del antiguo régimen, los más incendiarios y raros, los que ofrecen pócimas mágicas, predominan; pero la excitación es un sentimiento efímero, no un modelo de gobierno
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El periodista inglés Peter Cunliffe-Jones, que vivió varios años en Nigeria, cuenta la historia de un empresario alemán llamado Robert que se casó con una nigeriana y decidió levantar una planta procesadora de soja en un pueblo. Fue complicado porque las máquinas no estaban disponibles en el mercado local y porque escaseaba la electricidad. Pero con tenacidad pusieron en funcionamiento la compañía. Tres meses después, el presidente del consejo local se presentó en la fábrica y exigió el 10% de las ganancias alegando que incumplían ciertas normas. El alemán se negó a pagar e hizo la denuncia en la policía. Al día siguiente, le aplastaron el auto, y el comisario pidió también una participación en el negocio. El empresario y su mujer comprendieron que no tenían más remedio que ceder. Siguieron trabajando por un tiempo hasta que el gobernador se sumó al pedido de soborno. Se negó. De inmediato fue arrestado, bajo falsas acusaciones. Pagó para salir de prisión, vendió el equipamiento para recuperar algo de lo invertido, cerró la planta y se volvió a Alemania. Se perdieron doscientos puestos de trabajo, los farmers que le vendían la soja se quedaron sin cliente y el Estado perdió una fuente de recaudación.
Nigeria, a pesar de ser un país muy rico en recursos y haber atravesado el boom petrolero, no ha podido desarrollarse. Peor: el 60% de su población sigue sumida en la pobreza. El problema es que allí solo la política es el camino para enriquecerse y poder defender la propiedad. Las instituciones son tan débiles que muchos nigerianos de clase media pintan el frente de sus viviendas con letreros que dicen: “Esta casa no está en venta”, porque si se van unos días al volver pueden encontrar su casa ocupada por gente que invoca un título posesorio y no tendrían forma de recuperarla.
Los inicios de la corrupción, en sentido estricto, habría que fijarlos en el siglo XVII, con la distinción entre lo público y lo privado. Antes no había separación: los reyes manejaban el patrimonio del reino como propio. Pero la corrupción admite muchas variantes. La forma más obvia es cobrar impuestos y, en lugar de volcarlos en servicios públicos, que algún funcionario se los quede en sus bolsillos. Es lo que acaba de pasar en Chile con el affaire Convenios: el Estado desviaba dinero a fundaciones vinculadas a políticos poderosos. Es lo que pasa cuando hay sobreprecios y retornos en las licitaciones públicas, como los abundantes negociados entre Lázaro Báez y la familia Kirchner. El legendario sketch del programa La tuerca que mostraba a un corrupto, el funcionario Victoriano Barragán, ilustra esa misma operatoria pero miniaturizada, en dosis bonsái: tenía el poder de poner un sello y lo hacía valer.
Existen otros dos fenómenos que se mimetizan con la corrupción. El primero es la creación artificial de escasez, que siempre genera renta. Una cosa es una escasez natural, como la tierra, y otra la inventada por el Estado. Cualquier licencia implica una limitación puesta adrede para luego beneficiar a alguien. Si es para proteger el derecho de propiedad y alentar desarrollos científicos o comerciales, como la patente de copyright de una idea o innovación, es correcto. Pero en la mayoría de los casos las licencias esconden favoritismos: un registro de la propiedad automotor, un kiosco de diarios en la calle o una autorización para importar engendran privilegios.
El segundo fenómeno es el clientelismo. Se trata del intercambio de favores entre dos individuos desiguales: patrón y cliente. Hay un tipo de clientelismo que es a pequeña escala, cara a cara. El caso paradigmático es el de la presidenta de una ONG que, no sin cierta ingenuidad, agradeció “a Carla”, la ministra de Salud, por haberle permitido ver a su marido antes de morir, durante la cuarentena, cuando nadie estaba autorizado a semejante cosa. Dejando de lado que la prohibición era ridícula, el beneficio para una allegada al poder es el punto cero del clientelismo: se trata de personas que canjean su obsecuencia por favores. El vacunatorio VIP es otro ejemplo de manual. Muchas veces el pago es meramente simbólico: algunos de los integrantes de Carta Abierta ponían a disposición su servilismo orgánico con tal de sentirse reconocidos por el poder.
Todo lo anterior es casi pintoresco comparado con el clientelismo a gran escala, que requiere una organización e intermediarios. En este caso, el votante permuta su adhesión por empleos en la administración pública, planes sociales, subsidios o viviendas populares. Al votar, el individuo no piensa en una agenda programática, como sería un mejoramiento de la educación pública, sino en un beneficio personal. Esto daña la burocracia estatal, al predominar el acomodo por sobre el mérito, y fortalece a elites irresponsables que instrumentalizan a los individuos. Por supuesto que esos intermediarios rápidamente se convierten en novedosas y pétreas “oligarquías”. El punto culminante de la corrupción es el corporativismo: cuando casi todos los negocios rentables de un país dependen de algún vínculo con los funcionarios, como en Nigeria y en la Argentina. Después de eso solo queda una estación: la justificación discursiva del robo, que el peronismo insinuó cuando uno de sus amanuenses dijo en 2016 que “la corrupción democratizaba la política”.
En realidad, el clientelismo está en la base de la organización tribal: ¿a quién vamos a ayudar si no a amigos y familiares? Pero las sociedades avanzadas logran sustituir el nepotismo por un sistema impersonal donde predomina el mérito. La gran pregunta es por qué algunos países, como la Argentina, retroceden. La respuesta es sencilla: cuando los malos gobernantes tienen que conseguir votos desmantelan las instituciones para administrar los privilegios a discreción. A su vez, el entramado de empresas prebendarias es una forma de financiar campañas. Eso explica por qué el PAMI, que es la obra social más grande de Sudamérica y el principal comprador de remedios del país, se ha convertido en un codiciado botín para los políticos, de un lado, y por qué hay demasiados laboratorios farmacéuticos entre las cincuenta compañías más exitosas, del otro. Gente feliz.
En 1995, Isidoro Blaisten publicó el que sería su último libro de cuentos: Al acecho. Lo presentó a sala llena en el sótano de la galería de arte Ruth Benzacar de la calle Florida. Fue su momento de gloria. En los años siguientes le llovieron los premios y los reconocimientos, al mismo tiempo que una enfermedad lo fue dejando sin fuerzas. Nueve años después murió. Ese libro termina con un cuento premonitorio de lo que sobrevendría en la Argentina: “El crimen del diputado Estigmetti”. Fue una especie de testamento cifrado: en la casa donde transcurren los hechos había una gran pileta olímpica con la réplica de los nenúfares de Monet, cuyo crecimiento descomunal era directamente proporcional a la corrupción que reinaba en esa familia y se convirtió en un pantano de proporciones nauseabundas.
En un pantano similar hundió el peronismo a la Argentina en los años siguientes. Llegaron demasiado lejos en su impudicia. Ahora que la realidad se desfondó, hay algo más que una sociedad en disponibilidad: hay una sociedad que corre hacia diversas drogas; una clase media que se precipita a gastar rápidamente lo poco que gana en comida o diversión, como un procedimiento ansiolítico; una sociedad que corre a votar como quien resetea un aparato tildado desenchufándolo brutalmente, cansada de que los botones sean insensibles al manual de instrucciones.
El desmoronamiento de la Argentina peronista (de la que hablaba Tulio Halperín Donghi en 1994, un año antes del cuento de Blaisten) es tan caótico como su apogeo. Por eso, ante la caída del antiguo régimen, los más incendiarios y raros, los que ofrecen pócimas mágicas y palabras-llave, predominan no a pesar de eso, sino precisamente por eso. Aturdidos, los ciudadanos no son porosos a los argumentos. Pero la excitación es un sentimiento efímero, no un modelo de gobierno.