CIUDAD DE MÉXICO.- El miedo apareció al final de la tarde, mientras en el cielo se cruzaban unos feos nubarrones que prometían lluvia. "Acabo de escuchar las denuncias en la radio –dijo Armando, de 74 años, tras encender su viejo Chevy negro para conducir durante las siguientes dos horas, desde el suburbano Atizapán de Zaragoza hasta el centro de la capital–. Dicen que al mediodía cerraron muchas casillas porque no había boletas. ¡Y qué casualidad que esas casillas están en los distritos donde puede ganar la izquierda!".
Aunque subió al Chevy a su mujer y a su hija veinteañera para celebrar en el Zócalo la posible victoria, Armando tenía razón en desconfiar. Tal como reconoció el expresidente Miguel de la Madrid en una entrevista concedida a The New York Times en 2009, la elección presidencial de 1988 se manipuló para que Carlos Salinas de Gortari, del Partido Revolucionario Institucional (PRI), llegara al poder a pesar de no haber obtenido la mayoría de los sufragios. En 2006, la diferencia entre Felipe Calderón y Andrés Manuel López Obrador fue de un muy sospechoso 0,7% a favor de Calderón, candidato del derechista Partido Acción Nacional (PAN). Y en los comicios de 2012, saldados con la victoria de Enrique Peña Nieto (PRI), el mecanismo de compra de votos fue tan flagrante que hasta incluyó a una cadena de supermercados, Soriana, donde los cajeros abonaban el pago correspondiente.
Nervioso y molesto, más interesado en discutir con su familia que en mirar hacia delante, Armando no quería dar credibilidad a los malos augurios y se mordía la lengua para no decir lo que pensaba. Pero de la rabia que tenía, lo decía igual. "En la fila de la votación escuché que según las últimas encuestas ya había ‘empate técnico’ entre López Obrador y [José Antonio] Meade, el del PRI –señaló, indignado–. ¿No era que López Obrador podía ganar por 20 puntos? ¡El rumor del ‘empate técnico’ es mentira, hicieron lo mismo en las elecciones anteriores! ¿Hasta cuándo se les va a permitir a estos cabrones que nos metan la mano en el bolsillo?".
A esa misma hora, la pregunta que se hacía Armando sobrevolaba las cabezas de millones de personas en México. Los datos de todas las encuestas le daban una ventaja irreversible al candidato de la izquierda, pero los antecedentes obligaban a no dar por muerto al PRI, célebre por ganar especialmente cuando no gana.
La primera vez que se postuló, López Obrador rechazó la derrota a la que lo condenaba aquel inesperado 0,7% y, como protesta, bloqueó durante 48 días el Paseo de la Reforma, una de las principales avenidas de la capital. Se hizo llamar "presidente legítimo", armó un gabinete paralelo al que por esos mismos días presentaba el electo Felipe Calderón y soltó la hoy mítica frase "al diablo con sus instituciones" cuando se le explicó que, aunque no le gustara, debía aceptar el mandato de las instituciones democráticas. En 2012, tras perder su segunda elección, denunció la compra de votos y la escandalosa ilegalidad que ensombreció la campaña de Peña Nieto, pero se abstuvo de otorgarse títulos personales o de amargarles la vida a los capitalinos con campamentos partidistas en el centro de la ciudad. Ahora, en 2018, con 64 años y un discurso que centra sus ataques contra "la mafia del poder" y al mismo tiempo pide la "reconciliación entre los mexicanos", López Obrador sumó a su campaña a muchos de los que años atrás podrían haberse considerado enemigos de la izquierda, como el ex priísta Manuel Bartlett (el mismo que en sus tiempos de funcionario permitió el fraude que consagraría a Carlos Salinas), el empresario Alfonso Romo (quien en 2012 apoyó a Calderón) o la conservadora Gabriela Cuevas, entre muchos otros.
Es la teoría del "movimiento" –bien conocida en la Argentina por obra y gracia del siempre ubicuo peronismo–, que en México le ha ganado acusaciones de "populismo" al favorito. Se supone que en un movimiento entran todos, incluidos los archirrivales que en su día representaron la razón por la que se formó el movimiento. Con esa estrategia, López Obrador buscaba que "la mafia del poder" abandonara la táctica del fraude y lo dejara ganar. Lo que no está nada claro es si, al correr ese riesgo, él mismo no se convertirá justo en eso que tanto ha criticado.
A medida que avanzaba hacia el Zócalo, cada vez más cerca del céntrico hotel en el que López Obrador y los demás militantes del Movimiento Regeneración Nacional (MoReNa) esperaban los primeros resultados, la familia del Chevy se entregaba a los comentarios en directo que asomaban en las pantallas de los celulares. En el asiento trasero, del teléfono de la hija de Armando surgió la inconfundible voz de un popular comentarista televisivo. Para él, si ganaba la izquierda, la ciudadanía tendría que estar "muy atenta" y "vigilar y exigirle cuentas". "¡Ah, claro! ¿Y éste qué cuentas le exigió al PRI? ¿Por qué no dijo lo mismo cuando fue lo de Ayotzinapa, la Reforma Energética con la que vendieron el petróleo o en todo este tiempo de complicidad con el narco?" gritó Armando, enfurecido. Y en el eco de su rabia parecieron resonar las razones del hartazgo que justificaría el triunfo de López Obrador. En 2000, los mexicanos le abrieron las puertas de la presidencia al empresario conservador Vicente Fox (PAN) con el objetivo de desalojar al PRI, que gobernaba sin interrupciones desde 1929. A Fox le sucedió su correligionario Felipe Calderón, pero la mínima y dudosa ventaja con la que éste se impuso revelaba que al menos para buena parte de la población el PRI y el PAN se habían transformado en las dos caras de una misma moneda. López Obrador estaba en lo cierto cuando se refería a ellos como "el Prian". El verdadero cambio no consistía en reforzar a la derecha, como en 2000 y 2006, sino en avanzar por una vez hacia la izquierda.
"¡Miren! ¿No ven que es un día histórico? ¡Hasta las nubes se fueron!", dijo Armando después de estacionar el coche, y el brillo de su euforia conjuraba las dudas del momento. ¿Hasta dónde se puede creer que López Obrador será, como asegura, el principal baluarte en el combate a la corrupción? ¿La población gana algo con el anunciado recorte a las millonarias pensiones que cobran los ex presidentes? ¿Y tiene alguna lógica que durante su campaña haya insistido tanto en vender el avión presidencial? Las preguntas que no se respondieron tras varios meses de acusaciones cruzadas entre los candidatos no deberían hacerse a minutos de celebrar un triunfo electoral, pero eso no significa que no permanezcan latentes.
En cada calle de las que llevan al Zócalo, los jóvenes que enarbolaban banderas mexicanas y de MoReNa pasaron delante de señoras que pedían limosna con bebés entre los brazos, ancianos vagabundos que a duras penas se mantenían en pie y adolescentes que se ocultaban entre los manifestantes para vender cervezas a pesar de la Ley Seca electoral, más preocupados en ganar unos pocos pesos que en festejar una victoria que debería ser suya.
Atrás quedaron los días de infamia y trampa, en los que miles de ciudadanos recibieron llamadas anónimas que difamaban a López Obrador, y también los del análisis sesudo, donde aún valía la pena preguntarse si el buen diagnóstico planteado por el entonces candidato de MoReNa lo convierte en un buen cirujano. En los altavoces del escenario montado en el Zócalo se anunció la llegada del ya presidente electo y las miles de personas congregadas a su alrededor aplaudieron, saltaron y se abrazaron, convencidas de que los de al lado eran más amigos que desconocidos. ¿Cuántos de ellos esperaron durante décadas que este país, vecino de Estados Unidos, eligiera un gobierno de izquierda? ¿Y se puede pensar que de ahora en más alguien realmente se ocupará de los casi 54 millones de pobres que malviven en los 32 estados de México?
Cuando Armando miró al escenario, no vi lágrimas en sus ojos. Me pareció más feliz que emocionado, incrédulo todavía. "¡No estás solo, no estás solo!", coreó tras escuchar al presidente electo, que con poco más del 53% de los votos se convirtió en el más votado en la historia reciente de México. "¡No les voy a fallar!", contestó el héroe del momento, antes de anunciar que aumentará al doble el ingreso de los jubilados. "¡Esto es único! –me confió Armando, abrazado a su hija, sin dejar de mirar hacia donde estaba el líder–. Esta energía tiene que producir algo, no se queda acá. ¿Y si mañana le ganamos a Brasil?". Mientras escribo esto, sé que México perdió ese partido. El otro, el más importante, todavía lo tiene que jugar.