El desatino de encerrar a los chicos en “burbujas”
Si niños y adolescentes ya formaban parte de una generación fragmentada, esa fragmentación quedó consagrada por el lenguaje oficial de la pandemia, que potencia la angustia y el miedo
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“¿En qué burbuja está tu hijo?”. “Mamá, quiero que me cambien de burbuja”. Son fragmentos de diálogos que se han hecho cotidianos. Y los protagoniza un concepto (el de burbuja) que resulta al menos inquietante y que quizá acentúe un trauma generacional.
Si los chicos y los adolescentes de hoy ya formaban parte de una generación fragmentada, su encierro en burbujas ahora ha quedado consagrado por el lenguaje oficial de la pandemia: un lenguaje no muy preciso, no muy elaborado ni sofisticado, que (entre otros efectos) potencia la angustia, el miedo y la sensación de aislamiento. Es un lenguaje que, además, no parece reconocer sus implicancias simbólicas, algo que podría considerase, en el territorio de las palabras, un pecado mortal.
¿No se podría haber hablado de grupos, de equipos, de conjuntos o planteles? El psicoanálisis quizá tenga algo que decir de esta decisión de aislar a los chicos en burbujas con el argumento de que así se los protege. Es un concepto que hace ruido porque refuerza rasgos preocupantes de un país que ha levantado tabiques sociales al ritmo de la desigualdad. Muchos jóvenes ya viven encapsulados en guetos urbanísticos, educativos y hasta deportivos. Viven, además, el paradójico aislamiento que, detrás de la hiperconexión, proponen las redes sociales. Poco parecería ayudarlos, entonces, este explícito encierro en burbujas, a las que ahora se exalta como supuestas garantías de seguridad sanitaria.
El diccionario de la pandemia ha incorporado con ligereza el lenguaje bélico. Le ha declarado “la guerra” al virus y ha llamado a combatir contra “un enemigo invisible”. Ha apelado al “aislamiento obligatorio” y al “toque de queda”. Ha asimilado la casa con un búnker. No es exagerado suponer que ese lenguaje transmite, sobre todo entre los chicos, una sensación de fragilidad y de angustia. Ahora (con las burbujas) se apela, con la misma ligereza, al lenguaje de la fragmentación.
A los jóvenes se les dice que el lugar más seguro es su burbuja, que el Estado los cuida y que las “juntadas” con sus amigos pueden ser un peligro para sus mayores. ¿Dónde está el mensaje que refuerza su autonomía y que apela al ejercicio de una libertad responsable?
Para un gobierno tan proclive a “militar” las palabras y que, en el plano discursivo, exalta “lo colectivo”, la burbuja parece un contrasentido conceptual. Pero quizá exprese, en realidad, una línea de coherencia. Quizá sea, después de todo, un acto fallido que desnuda la comodidad con esquemas de fragmentación, de tutelaje y de control. O tal vez revele algo peor: que el poder vive dentro de una burbuja, desconectado de las necesidades reales de una sociedad angustiada.
Se dirá que la “burbuja sanitaria” no es un invento argentino. Pero si vamos a copiar al mundo, podríamos empezar por otras cosas. Se ha hablado hasta de “soberanía alimentaria”, de manera que no estaría mal ensayar la “soberanía lingüística”, sin acoplarnos al lenguaje de sociedades donde la fragmentación social no tiene las mismas características.
Es cierto que la Argentina contemporánea parece tener un problema con la palabra. Muchas se han vaciado de contenido; otras se han deformado con sentido militante y hay varias que se utilizan y manosean sin medir las consecuencias. Se ha convertido al lenguaje en un campo de batalla, pero de una batalla sucia, sin reglas ni sentidos. La política ha roto cualquier compromiso ético con el lenguaje: se habla de unidad para acentuar la grieta; se habla de “justicia” para garantizar impunidad, o de “diálogo” para callar al otro. Se ha hecho natural hablar de “pluralismo” para ejercer el sectarismo o de “solidaridad” para encubrir vacunatorios vip. En esa retórica que a veces resulta hueca y otras roza la perversión, el poder cree que la inclusión pasa por hablar de “sujetos y sujetas” o de “bonaerenses y bonaerensas”. No se les ocurre, sin embargo, que las “burbujas escolares” pueden remitir a fragmentación, a tabiques, a miedo y aislamiento. Los desatinos del lenguaje oficial esconden, muchas veces, el desvarío de las ideas.
Lo que está en juego, en definitiva, es qué mensaje transmitimos a nuestros hijos. Porque más allá de palabras y metáforas, hay hechos muy concretos: en nombre del “Estado presente”, se ha acentuado la destrucción de la escuela, el hospital y el espacio públicos. La inseguridad ha colonizado las calles. El narcotráfico ha convertido a las barriadas más vulnerables en “zonas tomadas”. Todo eso ha llevado a la clase media a aislarse cada vez más y a construir sus propios muros. Se han debilitado los espacios de integración social (la plaza, el potrero, el colegio del barrio) y se han fortalecido los “guetos”: countries y escuelas privadas, “burbujas” sociales en las que se renuncia a la diversidad. Se agudizan los contrastes, las desigualdades y la atomización social. Se estimulan, consciente o inconscientemente, estigmas, desconfianzas y resentimientos. Se fractura el tejido comunitario. En ese contexto, encerrar a los chicos en burbujas parece más que un desacierto lingüístico.
Por supuesto que el riesgo sanitario obliga a adoptar medidas que pueden resultar traumáticas y que implican sacrificios. También es cierto que, en la Argentina, todas las adoptadas hasta ahora parecen haber fracasado y, como si fuera poco, han generado otros costos, tan dramáticos como los de la pandemia. Pero la forma de nombrar y definir las cosas (así como la manera de explicarlas) puede ser más importante de lo que se cree. Una escuela que el año pasado generó mayor inequidad social con la clausura de toda actividad presencial, y que ya se había convertido en una institución que, por su propio deterioro, expulsaba a familias de clase media, es una escuela que debe salir de su burbuja. Debe cuidar a los docentes, a los chicos y a sus familias. Pero sin aislarse y sin atizar el miedo.
Hay algo de la lógica de las burbujas que tampoco se termina de entender. Se supone que funcionan para limitar los contactos y para que alumnos y docentes se muevan dentro de un entorno libre de coronavirus. Pero cada chico interactúa con su familia, convive con hermanos que están en otras burbujas, van a básquet, a baile o a patín. Como pasó en la cuarentena, hay cosas que no parecen tener lógica aparente y, sin embargo, es muy difícil discutirlas. Una socióloga turca (Zeynep Tufekci) introdujo un concepto que se debate mucho en Europa: el “teatro pandémico”. Alude a medidas que ofrecen una falsa sensación de seguridad, que son inútiles o hasta contraproducentes, como lo fue en su momento la prohibición de que los chicos salieran a tomar aire en las plazas. Más allá del nombre desafortunado, tal vez las burbujas tengan alguna utilidad. No nos neguemos, sin embargo, a ponerlo en tela de juicio, a revisarlo y discutirlo.
Si solo se trata de achicar grupos para garantizar el distanciamiento, eso no es una burbuja, es un curso reducido. Y si lo que se necesita es más lugar para asegurar la distancia, habría que haber buscado clubes, gimnasios municipales, iglesias o bibliotecas para ampliar los espacios escolares. Hasta se podrían utilizar sectores de la vía pública. Si se les ha permitido a bares y restaurantes, ¿por qué no a las escuelas?
Quizá haga falta salir de nuestras propias burbujas mentales para pensar modelos más eficientes, menos improvisados y menos peligrosos para una generación de chicos a los que la pandemia ya les ha cargado una mochila muy pesada. Para sociedades, gobiernos e individuos, vivir en una burbuja siempre ha sido peligroso.