El desarrollo del país también necesita de las ciencias sociales
La nueva orientación del Conicet, que privilegia la investigación en tecnología, desconoce el aporte de las humanidades a las políticas públicas y al debate social
En los últimos meses, la política científica ha ganado la atención de la prensa, y no por las buenas razones. Becarios en la calle, investigadores movilizados, funcionarios justificando sus medidas y exponiendo sus puntos de vista, fueron escenas repetidas en los medios de comunicación. El foco de la tormenta es el Conicet, centro del sistema científico, que desde el arranque de la gestión de Macri atraviesa una etapa de ajuste y reformulación.
Dos fuerzas orientan hoy la política científica. La primera es la restricción presupuestaria. Escasean los recursos necesarios para investigar. El número de investigadores incorporados a la carrera del investigador científico ha caído a valores similares a los de 2010. Si esta orientación se mantiene, en breve el recorte impactará en los salarios (ya muy deprimidos, pues vienen cayendo desde hace varios años). Estamos cada vez más lejos de las metas de expansión establecidas en 2013 en el plan Argentina Innovadora 2020, diseñado bajo la inspiración del ministro José Lino Barañao, la misma persona que hoy les da la espalda.
Además de contracción hay reorientación. El directorio del Conicet ha decretado que en adelante privilegiará a quienes investiguen sobre "temas estratégicos y tecnología". Este año, la mitad de los jóvenes investigadores que se incorporan al organismo entrarán por esta puerta. La gran perdedora con este nuevo criterio de distribución (por ahora de plazas, más adelante seguro también de financiamiento) son la ciencia básica y, en particular, las humanidades y las ciencias sociales. Las universidades, que en las últimas décadas han venido perdiendo la capacidad de formular programas de investigación propios, no pueden hacer mucho para evitar que estas disciplinas queden relegadas.
La caída del presupuesto de ciencia ha cosechado críticas unánimes, reveladoras del prestigio alcanzado por la actividad. La concentración de los recursos en temas vinculados al desarrollo económico, en cambio, a muchos les resulta justificable. Hace décadas que nuestro país tiene dificultades para crecer de manera sostenida; en este camino de fracasos, su deuda social ha venido creciendo. ¿Qué mejor manera de saldarla que concentrar los escasos recursos disponibles en la ciencia aplicada y, en particular, en las áreas que pueden contribuir a desarrollar una tejido productivo más dinámico, que genere más y mejores empleos?
La cuestión, sin embargo, no es tan sencilla. La distinción entre lo que se presenta como ciencia útil y conocimiento de menor valor social es problemática, y más difícil de establecer de lo que parece a primera vista. Tres ejemplos, tomados de temas socialmente sensibles, ilustran este argumento.
En primer lugar, la pobreza. Afortunadamente, estamos volviendo a contar con estadísticas, y no debemos soportar a funcionarios que las manipulan y ocultan. Pero conocer el número de pobres no es suficiente para alcanzar logros duraderos en una lucha cuya relevancia el Gobierno dice reconocer. Pues la cuestión no es tanto la cifra -una mera construcción estadística-, sino el conjunto de problemas que ese indicador designa. Lo que debemos entender son sus causas, su dinámica y las razones de su reproducción en el tiempo. ¿O alguien cree que la mejora del empleo por sí sola va a resolver el problema?
La pobreza es una condición social sobre la que inciden diversos factores (desigualdad en el acceso a la educación y la infraestructura pública, capital cultural, expectativas de vida y carrera profesional, etc.). Sin una comprensión acabada de las distintas dimensiones que contribuyen a crearla y reproducirla no será posible poner en marcha políticas públicas eficaces en este terreno. De esto se ocupa la investigación social.
En segundo lugar, el clientelismo político. Muchos lectores de estas páginas lo consideran una de las debilidades de nuestra democracia. ¿Es posible diseñar mecanismos capaces de desterrarlo sin entender su funcionamiento y sin estudiar su significado para los actores que participan de este tipo de intercambios?
Mi último ejemplo se refiere a la gran preocupación contemporánea por el delito y la inseguridad. ¿Hace falta insistir en que el conjunto de problemas sociales que se esconden detrás de estas palabras no pueden ser resueltos sólo por las fuerzas de seguridad? ¿Alguien duda de que una intervención eficaz debe apoyarse en un sólido conocimiento de una gama de cuestiones que van de las motivaciones y expectativas de los jóvenes que delinquen a las representaciones sobre el Estado y la Justicia que imperan en distintos grupos sociales?
Estos ejemplos nos revelan que el estudio de la sociedad constituye una actividad muy valiosa a la hora de enfrentar los obstáculos que se interponen entre nosotros y el desarrollo. La investigación social -realizada en un ámbito académicamente exigente, desprovisto de ideologismos y políticamente libre- nos ofrece un conjunto instrumentos para comprender problemas sociales y, sobre esta base, diseñar y calibrar la política pública. Sin estos saberes, fundamentales para interpretar la complejidad del mundo en el que estamos inmersos, estamos condenados a caer en panaceas simplistas.
Sin embargo, la ciencia social es más que una herramienta de gobierno. También enriquece el debate ciudadano. La buena investigación social nos invita a dejar de lado las visiones de sentido común que, con su ruido y su furia, por momentos dominan la discusión pública. Nos ayuda a prestar atención a las voces de los que no suelen ser escuchados y a ponernos en el lugar de los que viven y piensan diferente, a entender no sólo sus intereses sino también sus razones y deseos.
La buena investigación en ciencias sociales y humanas nos sirve para transformarnos en sujetos más reflexivos y más sensibles a las verdades de los otros. Esto es fundamental para participar de manera más sofisticada y constructiva en la discusión de los asuntos de interés público que hoy nos interpelan como ciudadanos. Nos ayuda a avanzar incluso en las discusiones más complejas en términos políticos, éticos, jurídicos o culturales.
¿Sirven las ciencias sociales y humanas? Nos aportan saberes distintos pero complementarios a los de la investigación aplicada, esos que nuestras autoridades parecen haber elevado a la categoría de único vehículo para alcanzar un futuro mejor. No hay dudas de que la Argentina necesita crecer y prosperar. Pero frente a las visiones empobrecidas que asocian el desarrollo sólo con la expansión de la economía o la mejora del empleo o del ingreso, hay que recordar que el progreso es una construcción colectiva y multifacética, cuyo éxito depende en gran medida de la capacidad de una nación para reconocer las expectativas y demandas de sus integrantes, para aceptar e incluso estimular la diversidad que es propia de las sociedades de nuestro tiempo. Al fin y al cabo, una buena comunidad no es aquella que ha alcanzado altos niveles de bienestar material. Es aquella que, a la vez que es capaz de gozar de sus logros materiales, también puede interrogarse de manera crítica y productiva sobre sus injusticias y limitaciones, y aprender de sus fracasos. Si la Argentina quiere avanzar por este camino, no puede hacerlo sin la ayuda de las ciencias humanas y sociales.
Historiador, profesor titular en la UNQ e investigador del Conicet; es integrante del comité editor de Ciencia
Roy Hora