El desafío narco demanda un Estado inteligente y proactivo
Entre los múltiples problemas que el mercado no resuelve por sí mismo (en rigor, su lógica tiende por lo general a agravarlo) sobresale la cuestión de la seguridad, en particular cuando el desafío es enfrentar a las redes de crimen organizado que lograron, como consecuencia de la ausencia de políticas públicas adecuadas (por incompetencia, desidia, cobardía o complicidad) un grado alarmante de consolidación que se manifiesta tanto en términos de control territorial y penetración en el tejido social como de protagonismo a menudo impune en la vida cotidiana de una ciudad, región o país. Los sondeos de opinión pública que permiten comparar diferentes países muestran que la seguridad es una de las tres prioridades en prácticamente todos lados, más allá de su nivel de desarrollo económico y político. Más: algunas cuestiones claves de la agenda actual, como las migraciones ilegales y las tensiones que producen en determinadas regiones, como la frontera sur de los Estados Unidos, constituyen un drama humanitario que tiende a convertirse en un dilema de seguridad nacional y ciudadana.
Situaciones caóticas como la que experimenta Haití o fenómenos inusuales como el debate surgido en torno a las políticas extremas implementadas por Nayib Bukele en El Salvador enfatizan la vigencia y los riesgos de estos temas, sobre todo si no se combaten a tiempo, con seriedad y determinación. Incluso países estables y con un recorrido satisfactorio en materia de desarrollo económico y social, como Uruguay, evidencian un deterioro significativo en materia de seguridad ciudadana, que se expresa sobre todo en la campaña electoral para las primarias de junio. En este contexto debemos analizar la crisis que estalló en Rosario.
Recordemos que la seguridad es un bien público que solo el Estado puede brindar. El surgimiento, la expansión, el fortalecimiento y la solidificación de los Estados modernos estuvieron apuntalados por la necesidad de brindar seguridad frente a amenazas externas y, en menor medida, internas. Esto derivó en la conformación de Fuerzas Armadas y policiales que, a su vez, debían ser financiadas mediante un sistema impositivo. Es decir, fue necesario crear una burocracia estatal especializada en recaudar y administrar recursos públicos que, en paralelo, generó tensiones: el aumento de la presión tributaria despertó una vocación de participación política para controlar el destino y la calidad del gasto. El principio de que “no puede haber impuestos sin representación política” (“no taxation without representation”) constituye el fundamento medular de los sistemas parlamentarios, primero, y democráticos, después: votamos representantes para que defiendan nuestros ingresos frente a la avidez en general desmedida de las burocracias estatales a la hora de extraer riqueza de la sociedad.
En el corazón del proceso de deliberación pública de la rica historia de la democracia están los mecanismos para limitar la acción de los gobiernos y definir prioridades y reglas claras y estables respecto de cuánto y quiénes pagarán el presupuesto y cómo se ejecutará.
De hecho, en la última elección las preferencias sociales y el devenir de la larga decadencia económica argentina impusieron ese debate. El triunfo de Javier Milei obliga a revisar con perspectiva histórica el proceso de expansión de un aparato del Estado que entre 2003 y 2023 duplicó su tamaño: pasó de representar el 25% al 50% del PBI. ¿La gran paradoja? En ese ínterin no se desarrollaron la infraestructura física, la salud ni la educación públicas. Tampoco mejoró la seguridad ni el cuidado del medioambiente. Por el contrario, la ampliación del gasto público tuvo como propósito fortalecer el aparato estatal para consolidar una peculiar forma de hacer política y negociados: solo sirvió para empobrecer a la sociedad y debilitar institucionalmente al país mientras se profundizaron la corrupción y la erosión del sistema democrático.
Pero que el viejo modelo Estadocéntrico haya fracasado no implica que su achicamiento sin planificación ni la amputación de algunas de sus partes en función de algún magro criterio de “viabilidad política” nos brinde el acervo de instituciones, políticas y recursos humanos y tecnológicos que aseguren un umbral mínimo de bienes públicos sin los que, de acuerdo con la experiencia internacional, es imposible el desarrollo humano, incluyendo la capacidad de luchar contra las bandas narco.
Rosario se presenta como la cara más visible de estas más de dos décadas de indolencia y descontrol. Lo que ocurre allí con el narcotráfico es consecuencia de una tradicional ausencia de políticas de seguridad acordes a los problemas estratégicos del país y de la región de larga data que se profundizaron los últimos años, como analizamos con Eugenio Burzaco en El poder narco. Drogas, inseguridad y violencia en Argentina (Sudamericana, 2014), libro en el que dedicamos un capítulo entero a esa ciudad.
La industria de las drogas necesita exportar para satisfacer los mercados que más consumen, en especial Europa y algunas zonas de Asia. Por eso, donde hay puertos que exportan a esos destinos existe una oportunidad para la industria del narcotráfico. Lo vemos en Montevideo, Santos, Valparaíso, Mar del Plata, Bahía Blanca y los puertos patagónicos. Rosario es un polo logístico extraordinario donde se cruzan la hidrovía que conecta con Brasil y Paraguay y la crucial ruta 34, que viene de Bolivia. Mientras el desarrollo de la agroindustria, incluyendo la siembra directa, multiplicó exponencialmente la actividad portuaria, se acumularon bolsones de pobreza y marginalidad, particularmente desde las inundaciones de los 80, que forzaron migraciones desde provincias mesopotámicas y del norte. Ante la ausencia de una infraestructura social básica para evitar el desarrollo de pandillas, el narcotráfico ocupó el espacio que no llenaron ni la política ni la economía formal. A mayor capacidad de exportación, más droga se acumula en los puertos, pues la logística se suele pagar con droga pura, que debe industrializarse y comercializarse. Esto genera una gran demanda de mano de obra y enormes flujos de dinero que se canalizan mediante sofisticadas maniobras de lavado en el sistema formal. Un círculo vicioso perfecto.
Frente a este panorama dramático, de nada sirven las respuestas espasmódicas ni las sobreactuaciones mediáticas. Es positivo advertir una clara voluntad política de las autoridades nacionales, provinciales y locales, condición necesaria pero no suficiente. Lo fundamental es consensuar un plan estratégico integral de lucha contra el narcotráfico de alcance nacional, en cooperación con los países de la región y con agencias especializadas de los países centrales, como la DEA.
Necesitamos un Estado inteligente, proactivo y audaz, que invierta los recursos necesarios para encarar una lucha que dará frutos recién en el mediano y largo plazo. Resulta crítico el involucramiento de la sociedad civil para generar espacios de control y construcción de confianza que reviertan los viejos prejuicios que persisten como consecuencia de nuestra violenta y a menudo trágica experiencia histórica en relación a nuestras Fuerzas Armadas y de seguridad.
Más: la convocatoria del Presidente al Pacto de Mayo constituye una oportunidad para debatir y acordar una política pública de seguridad que constituya el puntapié inicial, junto a una reformulación completa del sistema tributario, para establecer ese modelo de Estado que necesitamos, como reza nuestro Preámbulo, para consolidar la paz interior, proveer a la defensa común y asegurar los beneficios de la libertad.