El desafío de un orden global para democracias y autocracias
Ante un mundo en evolución, las naciones enfrentan el complejo desafío de diseñar un orden internacional basado en reglas, que incluya tanto a democracias como a autocracias. Los grandes acuerdos que reglamentaron el orden global se han caracterizado históricamente por el incentivo de evitar alguna tragedia o cataclismo –si no se actuaba en conjunto–, y por una serie de principios.
Un importante hito para las relaciones internacionales fue el Tratado de Westphalia (1648), celebrado entre otros, por los Estados-principados católicos y protestantes del Sacro Imperio Romano Germánico, la protestante Suecia y la católica Francia, que habían participado en la sangrienta Guerra de los Treinta Años. Con la idea de evitar otro devastador conflicto, este tratado convertiría al Estado en la principal autoridad en las relaciones internacionales, y declararía que la religión no podía ser utilizada como casus belli. Así, se aceptarían los principios de la soberanía territorial y de la no injerencia en asuntos internos de otro Estado.
Otro importante evento fue el Congreso de Viena (1816), celebrado entre una monarquía constitucional –Gran Bretaña– y las monarquías de Europa –como Austria, Prusia, Rusia y la derrotada Francia– luego de la caída de Napoleón. Estas potencias crearían un orden basado en el principio del equilibrio de poder, y buscarían prevenir que las ideas de la Revolución Francesa, cobraran un renovado impulso y generaran nuevos conflictos y desequilibrios.
Dos importantes causantes de alteraciones en el orden global han sido históricamente las variaciones en el equilibrio de poder y el desafío a la legitimidad del orden existente. Así, desde los principios del siglo XX, se apreciaría el auge de los EE.UU., que propondría una nueva visión de legitimidad basada en los ideales de una de sus corrientes de la política exterior, impulsada por el presidente Woodrow Wilson. Este enfoque buscaba expandir un orden internacional de naturaleza liberal basado en los principios de la democracia representativa, el libre mercado y el imperio de la ley. Se creía poder lograr así una paz justa y duradera, un objetivo que el orden mundial diseñado por gobiernos autoritarios no había podido cumplir. Esta visión wilsoniana sin embargo, conviviría siempre con un enfoque práctico y pragmático.
EE.UU., y más tarde Gran Bretaña y Francia, creyeron ver tres oportunidades para instalar este orden liberal internacional a lo largo del siglo XX. La primera fue la caída de los imperios Ruso, Austro-Húngaro, Alemán y Otomano –todos autocráticos–, luego de la Primera Guerra Mundial (1919). La segunda fue la caída de los regímenes autoritarios de Alemania y Japón con el fin de la Segunda Guerra Mundial (1945). Se creó entonces un orden político- militar global que incluiría a una autocracia como la Unión Soviética en el contexto de las Naciones Unidas (ONU), pero con dos órdenes económicos paralelos: el del “mundo libre”, y otro bajo la esfera de influencia soviética. A su vez, la declaración universal de derechos del hombre (1948) le dio relevancia diplomática al tema de los derechos humanos. La tercera oportunidad se presentó con la caída de la Unión Soviética (1991), y el comienzo del “momento unipolar” de los EE.UU.
El modelo del orden liberal internacional wilsoniano asumía erróneamente que a medida que los países se desarrollaran, se volverían más similares a los países occidentales, y que convergirían hacia un modelo más liberal y capitalista. Durante el “momento unipolar” de EE.UU., naciones autoritarias como China, y por momentos Rusia, optaron por disimular su oposición al modelo liberal. Pero como afirma el profesor Russell Meade, estas naciones se desarrollaron económica y tecnológicamente, no para parecerse más a Occidente, sino para independizarse y perseguir objetivos civilizacionales y políticos propios. En efecto, estas naciones y otras en desarrollo consideraban que el orden liberal internacional actuaba como una fachada que ocultaba las ambiciones de EE.UU. y, hasta cierto punto, de Europa.
El acelerado crecimiento actual de China ha puesto en evidencia el desafío de organizar un orden global en donde se deben reconciliar y balancear intereses nacionales, entre Estados con principios políticos y valores divergentes. Así deberán convivir las ideas liberales de Occidente como la libertad, la democracia representativa, la defensa de los DD.HH. y el libre mercado, con la milenaria y arraigada visión china de ser el imperio del centro –sin considerar a otras naciones como pares–, y de valorar una organización social con principios confucianos. Además, se debe incluir a otras naciones autocráticas como Rusia. Así, en un reciente trabajo de la revista The Economist –donde se clasifica a los Estados según sus procesos electorales, sus gobiernos y libertades cívicas, y la participación cultural política–, 42 regímenes fueron considerados autoritarios (28%), 35 híbridos (23%), y 52 democracias imperfectas (34%) –incluida la Argentina–. Solo 23 fueron consideradas democracias plenas (15%) –incluidos Uruguay y Chile–.
Las visiones divergentes entre China y Occidente se manifiestan en varios aspectos. Puertas adentro, China defiende el concepto westphaliano de la soberanía nacional y la no intervención en asuntos internos en lo político (Hong Kong, Taiwán), y en derechos humanos –incluidos los sanitarios–. Puertas afuera, apoya el orden liberal en lo económico, que ha facilitado su veloz desarrollo económico. China entiende claramente el concepto de equilibrio de poder –tanto regional como global–, con el que justifica su creciente inversión militar. Por su lado, EE.UU. ha sido el principal impulsor del orden liberal internacional. Pero ha ignorado los principios westphalianos al invadir Serbia (1999) e Iraq (2002) –sin autorización de la ONU–, y Libia (2011). EE.UU. también comprende el equilibrio de poder, consolidando una alianza preventiva regional contra China –con Japón, India y Australia–, y tomando medidas adicionales globalmente.
Dado esto, como expresó Henry Kissinger, no se puede asumir que, sin la debida y apropiada atención, estas divergencias puedan en cierto punto reconciliarse, o que se genere una automática evolución hacia la cooperación y el equilibrio global.