El desafío de los intelectuales
LA verdad es fea", dicen que dijo Nietszche, según sus seguidores y estudiosos. ¿Está todo ser humano dispuesto a enfrentar toda la verdad, a indagar a fondo, a interpretar todo lo que encierra y significa esa verdad?
Toda la verdad es vasta e inabarcable y sólo muy pocos se sienten cómodos para entrar en ella. Uno va quedándose con parte de la verdad. Los médicos buscan hablar de medicina; los físicos, de las leyes del universo; los dirigentes políticos indagan y adquieren las propuestas que les permitan conseguir votos y alcanzar o perpetuarse en el poder. Los especialistas y los técnicos se aferran a una parte del universo del conocimiento.
Es en este espacio recortado donde ingresan los intelectuales, aquellos que tienen como responsabilidad unir todas las partes, tratar el todo. Sin embargo, no hay "un" tipo único de intelectual, no son muchos pero expresan el tiempo que están viviendo, las pulsiones, los deseos, las esperanzas de la amplia humanidad a la que pertenecen.
La definición del intelectual es inacabada, permite muchas interpretaciones. Se puede decir que es intelectual el ciudadano que ama ciertos textos escritos que la tradición considera valiosos y reflexiona sobre ellos. Cree en el poder redentor de los mismos. Pero también es intelectual aquel que critica las ideologías o ciertas ideologías imperantes y recuerda a los contemporáneos cuáles son los valores fundamentales que sustentan las formas de vida de un país organizado. Es quien pone límites, quien advierte sobre los peligros que se ciernen sobre la vida en común. Intentando unir las distintas concepciones bien puede decirse que intelectual es quien cree en el poder de la reflexión, del pensamiento y quien no se contenta con los que procuran mostrarle cierta parte esquemática de la realidad.
De allí que, históricamente, intelectual haya sido sinónimo de inconformista, de protestatario. Y puede decirse que las polémicas que surgieron con los cambios vertiginosos en el arte, la técnica y la ingeniería harían de parte del siglo XIX y del XX el tiempo consagratorio de los intelectuales.
Hubo, sin embargo, un episodio histórico que llevó al extremo la discusión política y causó fuertes reyertas que derivaron en grandes enfrentamientos. Fue el "Caso Dreyfus", la condena contra el capitán francés de origen judío, acusado de traidor en el otoño europeo de 1897. Francia se partió en dos. Entre aquellos que bregaban por el esclarecimiento del caso y veían a Dreyfus como una víctima de una confabulación, y los que opinaban todo lo contrario. Cuando Emile Zola, acompañado por unos pocos escritores y políticos, salió en su defensa, la hoguera de un extendido antisemitismo crecía en todos los rincones del Viejo Continente. Alimentada la hoguera, entre otros, por intelectuales.
Desde el fin de la Primera Guerra, las revueltas populares dieron pie a las pugnas entre intelectuales nacionalistas y de extrema derecha e intelectuales internacionalistas de extrema izquierda. Unos argumentos defendían al fascismo como única alternativa para imponer orden. Otros proponían cambios profundos del sistema que podían arrasar las estructuras sociales.
Al concluir la Segunda Gran Guerra, gruesos contingentes de intelectuales europeos, admiradores del esfuerzo bélico de la Unión Soviética para vencer a los nazis, se volcaron, admirados, al comunismo. El amor duró poco. Por lo menos hasta las manifestaciones de trabajadores alemanes en Postdam en 1953, la revolución húngara de 1956 y las protestas de los checos contra la invasión rusa de su país, en 1968, donde empezaban a gozar de cierta libertad. Después de esos acontecimientos la deserción fue mayúscula, pero los intelectuales que quedaron enganchados con el encantamiento marxista justificaron todo, negaron la existencia del gulag, las purgas, las persecuciones y los asesinatos. El "compromiso" con la realidad les abrió la puerta a propuestas unas más enloquecidas que otras.
Para el brillante pensador búlgaro-francés Tzvetan Todorov, el intelectual es quien no sólo se contenta con crear una obra de arte o con un mero desarrollo de lo bello, sino que se siente asimismo comprometido con la noción de bienestar público, con los valores de la sociedad en la que vive y participa en los debates sobre esos mismos valores. El intelectual se dirige a la conciencia pública más que a la razón científica o al sueño romántico de emancipación. Y de ninguna manera sacrifica los valores éticos a cualquier otra categoría.
Los principios de la moral se fundamentan, en la actualidad, en la posibilidad de defender por sobre todo el diálogo, en intentar el equilibrio en una sociedad fragmentada, en llamar a sosiego, en alertar sobre la mentira, en pedir mesura y comprensión a los máximos poderes del Estado. No es poca la tarea que incumbe a los intelectuales en la Argentina.
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