El desafío de la Argentina en un mundo cada vez más plural
Dentro de un mes tendrá lugar en Buenos Aires la cumbre de líderes del Grupo de los 20 . El momento no podría ser más incierto. A las tensiones globales entre EE.UU., China, Rusia y Europa se suma la preocupación de la región por el triunfo de Jair Bolsonaro en Brasil y la incertidumbre que genera la economía argentina. En este contexto, el Gobierno tiene el desafío, y la oportunidad, de organizar una cumbre que llegue a buen puerto. La presidencia argentina del G-20 representa el asunto más importante de la política exterior del Gobierno. Pero lo que está en juego es mucho más que el papel de la Argentina en este foro: se trata de la evolución misma del foro y el lugar que ocupa en la sociedad internacional.
El G-20 es un club informal de países que gravitan a nivel global y regional, creado para discutir las externalidades que produce la globalización. Y representa una síntesis de la diversidad de regímenes políticos, modelos económicos y preferencias sociales que existen en la sociedad internacional. El G-20 tiene miembros de los 5 continentes, representa el 66% de la población mundial y concentra el 85% del producto global. También congrega a organismos internacionales, como la OCDE o la OIT, y a organizaciones de la sociedad civil, del mundo de las ideas y del sector productivo. En el G-20 no solo interactúan los jefes de Estado junto a cancilleres y ministros de Economía, sino que dialogan los bancos centrales, los ministerios de Trabajo, Salud, Ambiente y Desarrollo, entre otros. A mayor amplitud temática, mayor la cantidad de actores domésticos con interés en el foro.
La responsabilidad del G-20 se hizo clara en momentos de crisis globales, como en 2008, cuando mostró ser un espacio importante para contener sus efectos negativos. Diseñado por Occidente para ser una pieza más del orden liberal internacional, se transformó en el espacio central de un mundo variopinto que busca acomodar el malestar norteamericano con la globalización, el revanchismo ruso, el sueño chino, el sindicalismo indio, las demandas de desarrollo de países como la Argentina, Brasil y México y la defensa europea de los valores occidentales, entre otras cosas. La evolución del G-20 responde a una mayor dispersión del poder mundial, a una pérdida de relevancia de Occidente y a una sociedad internacional con preferencias sociales cada vez más heterogéneas. De ahí su creciente importancia. Y de ahí su originalidad.
Si lo vemos como una organización más del orden liberal internacional, nos llevará 5 minutos observar que produce resultados concretos relativamente pobres. Si lo miramos como el foro de una globalización cada vez más descentrada, probablemente elevaremos su precio. Lo interesante del G-20 no es a lo que arriba, sino el camino que recorre. Todos los años, cada presidencia organiza más de 50 reuniones sobre temas diversos, de ambiente a seguridad, desde finanzas hasta género. Esos encuentros, donde funcionarios más o menos estables se ven año a año, son la tela de la que está hecho el foro y constituyen un mecanismo novedoso de aprendizaje, socialización y adaptación a los cambiantes intereses de la sociedad global. Probablemente no arriben a grandes decisiones, pero evitan que el sistema se rompa. Parafraseando a Dag Hammarskjöld, exsecretario general de las Naciones Unidas, se podría afirmar que el G-20 no se creó para llevar el mundo al cielo, sino para evitar que caiga al infierno.
De ahí que la métrica para estimar el triunfo del G-20 no debería ser su habilidad para arribar a grandes decisiones, sino su capacidad para mantener el diálogo abierto, sentar a las partes sobre fundamentos comunes y pensar horizontes de acción realistas que dejen a todos relativamente satisfechos. Sobre esta base, la Argentina propuso como visión la construcción de consensos para un desarrollo equitativo y sostenible. Fue la primera vez que una presidencia del G-20 habló de desarrollo, con todo lo que ello implica, y no solo de crecimiento. Y fue la primera vez que el enfoque de género no se trató en un grupo específico, sino que se convirtió en un eje de discusión transversal a cada grupo de trabajo, incluyendo el canal de finanzas.
El Gobierno partió de dos diagnósticos, uno nacional, otro internacional. El nacional fue que la Argentina es un país en desarrollo, latinoamericano, que comparte una visión occidental, pero que representa también los problemas de una región que aún debe asegurar su lugar bajo el sol del capitalismo globalizado. La crisis económica que vive el país muestra esta debilidad. Pero si para algo sirvió la presidencia del G-20 desde el punto de vista nacional fue que funcionó como una red de contención para dialogar de manera más fluida con el frente externo y recibir el apoyo de todo el arco internacional, de Pekín a Washington.
El diagnóstico internacional consistió en tomar nota de las dificultades presentadas en Alemania, donde tuvo lugar la cumbre de 2017, cuando los principales líderes encontraron más diferencias que puntos en común. En ese contexto, la Argentina tenía una ventaja y una desventaja. La ventaja fue que el Gobierno pudo restablecer vínculos positivos con EE.UU. y Europa, además de mantener los vínculos con Rusia y China desarrollados durante los gobiernos de Néstor y Cristina Kirchner. La Argentina podía aprovechar su buena relación con países que entre ellos habían encontrado más ruido que señales de cooperación. La desventaja fue que la Argentina no podría jugar como un líder por carecer de volumen económico y de capital político internacional. De ahí que la postura argentina de convertirse en un mediador de buena fe para todas las partes le posibilitó construir un espacio de diálogo abierto entre EE.UU. y China, entre la India y Europa, entre el norte y el sur.
Es difícil arriesgar cuál será el resultado de la cumbre que se hará en Buenos Aires. A juzgar por la labor desarrollada en las cumbres ministeriales, que terminaron con declaraciones por consenso, existe una probabilidad alta de que los líderes arriben a buen puerto. En particular EE.UU. y China, que ya arreglaron una reunión bilateral, fuera del G-20. Esta relación es fundamental. La Argentina no tiene que elegir entre EE.UU. y China. No sería extraño ver a Macri buscando acercarse a ambos por igual. Porque el desafío de la sociedad internacional no solo consistirá en acomodar el ascenso chino, sino también la declinación norteamericana. Y el G-20 cumple, y cumplirá, un papel central en capturar el interés común, manejar el poder desigual y mediar la diferencia y el conflicto por valores y normas de la sociedad internacional.
Director de las licenciaturas en Relaciones Internacionales y en Ciencia Política y Gobierno de la Universidad de San Andrés