El desafío de hacer Hambre de Futuro en pandemia
Hacer hoy periodismo social y dar voz a los invisibles es una pulseada. Contra el coronavirus. Contra las medidas impuestas por el gobierno. Contra el miedo. Contra la distancia física y geográfica. Contra todos los obstáculos que existen en este momento para el contacto humano. Es cumplir con todos los protocolos de cuidado sin perder esa mirada que acaricia, esa escucha que alivia y ese momento que nos saca del aislamiento más absoluto.
Para poder hacer Hambre de Futuro –un proyecto periodístico que busca mostrar cómo son las infancias en los contextos más vulnerables de la Argentina– no solo tenemos que viajar por las diferentes provincias sino que nos metemos en las entrañas de los barrios, visitamos las casas de las familias y terminamos con las zapatillas embarradas de testimonios.
Los periodistas tenemos una ventaja: somos esenciales. Pero las familias que visitamos no. Y todos tenemos los mismos temores. Nosotros tampoco queremos contagiarnos. No hacemos este trabajo porque somos rebeles o anticuarentena. Al contrario. Lo hacemos porque sentimos la responsabilidad de mostrar cómo esta pandemia está azotando con más fuerza a las familias más pobres.
El equipo de rodaje está compuesto por Javier Corbalán (director y cámara), Joaquín Rajadel (sonidista), Diego Osidacz/Demian Santander (cámara) y yo (producción periodística y conducción). Además de la burbuja con la que todos convivimos, nosotros también tenemos nuestra “burbuja de laburo”. Porque durante la semana que estamos de rodaje somos familia. Antes de salir siempre nos hisopamos, volamos a las ciudades capitales y después pasamos horas de viaje en la camioneta para llegar a los lugares más olvidados.
El coronavirus le agregó un plus de incertidumbre e improvisación a nuestra tarea. Todo se hace más difícil. Hay menos vuelos, menos hoteles abiertos, menos lugares en donde comer. Cuando Alberto Fernández anunció la vuelta a la fase 1 el 20 de mayo pasado, nosotros estábamos en Varvarco, una localidad neuquina de menos de 1000 habitantes, conociendo cómo viven los chicos aislados, en medio del campo, y sin conectividad para poder hacer la escuela de forma virtual.
¿Vamos a poder volver a casa?, nos preguntábamos angustiados mientras seguíamos con nuestro derrotero y veíamos si se nos actualizaba el permiso de circulación de la App Cuidar. Eso solo podíamos hacerlo durante la noche cuando teníamos algo de wifi en el hotel porque el resto del día estábamos sin ningún tipo de conexión a Internet o a señal de teléfono. Lejos e incomunicados. El agotamiento emocional y físico se empezó a sentir.
Encontrar algo abierto para comer se convirtió en una misión imposible. Al mediodía algunas familias nos recibían con chivito y empanadas y sino improvisábamos un almuerzo con sopas instantáneas y galletitas en la caja de la camioneta. Ese viernes 21 de mayo por la noche, en Andacollo, caminamos quince cuadras muertos de frío buscando algo abierto para cenar pero el apagón era total. El recepcionista de nuestra hostería se apiadó y nos cocinó unos sándwiches “de onda”.
Una de las notas que teníamos pautadas para el día siguiente se canceló porque la emprendedora que íbamos a conocer dio positivo de Covid y hubo que reorganizarse. Otras comunidades directamente nos dijeron que preferían no recibir gente de Buenos Aires, uno de los focos más graves de contagios. Pero de alguna manera, hicimos camino al andar hasta encontrar las mejores historias para contar.
Entrar en confianza con las familias fue un desafío nuevo. Ya no se puede saludar con un beso o compartir ese mate que acorta brechas. Y eso hace que demoremos más en sintonizar la melodía del encuentro. Pero en las comunidades de Neuquén sí pudimos patear una pelota de fútbol con los chicos o sentarnos a charlar con sus padres alrededor del fuego. Naturalmente se activó un dar y recibir que nos potenció a todos. A nosotros en nuestro rol de comunicadores y a ellos en su valentía para exponer sus vulnerabilidades. Las ganas de conectar estaban intactas y siempre le encontramos la vuelta, aunque al final del día sufriésemos no poder abrazar fuerte a nuevos amiguitos como Milla, Tiziano, Maci, Shai y Emi, que nos había robado el corazón.
La parte más linda de este proyecto es poder conocer todos los rincones del país y disfrutar de la increíble naturaleza de la Argentina, justamente en un momento en el que casi nadie puede hacer turismo. Nosotros tampoco lo hacemos, pero cuando podemos nos tomamos un descanso para apreciar la magia de la selva misionera, la majestuosidad de las montañas nevadas o los colores del monte salteño.
Le ponemos el cuerpo y el alma a cada viaje. Mañana partimos de nuevo a Mendoza para nuestra próxima aventura de las que siempre volvemos distintos: porque cada una de las injusticias que vemos nos quedan ancladas en el pecho, porque cada testimonio es un regalo que cuidamos de por vida y porque cada derecho vulnerado es una bandera que asumimos como propia.