El derecho a la protesta en una sociedad democrática
La decisión del Gobierno de implementar un protocolo que regule la protesta activó una catarata de críticas por parte de “organizaciones” que se mantuvieron en silencio durante cuatro años y celebraron una cuarentena inconstitucional que nos privó de libertades fundamentales. Ni la posible visita de criminales de lesa humanidad como Maduro las sacó de su letargo. Tampoco faltan los expertos que denuncian la ilegalidad de la medida en los medios.
El derecho a la protesta es ciertamente esencial. Pero no es el más fundamental, como sostienen algunos. Es un derecho derivado de la libertad de expresión y reunión. La diferencia no es menor: para expresarse y reunirse no es necesario destruir bienes públicos, acudir con máscaras y palos o cortar calles, a menos que el tamaño de la manifestación lo vuelva inevitable.
En la literatura especializada existe un amplio consenso respecto de que ningún derecho es absoluto. Los alcances del derecho a la protesta quedan así sujetos a una interpretación de la Constitución y de la moralidad política que la sustenta. Muchos de los que reivindican el carácter incondicional del derecho a la protesta presuponen una mirada conflictual de la sociedad, donde las “injusticias estructurales” justifican cualquier medida de los oprimidos para combatir a sus verdugos.
Esta visión es muy distinta de la que anima a las democracias pluralistas de naturaleza liberal-republicana. Si en algo coinciden estas dos tradiciones es en que la función del Estado es garantizar la igual libertad de todos. Naturalmente, hay disposiciones que bajo el pretexto de regular un derecho vuelven imposible su ejercicio. Pero no hay ningún derecho que esté totalmente blindado a la normativización.
Quienes atribuyen un estatus especial al derecho a la protesta desde una perspectiva liberal suelen señalar que se trata de un derecho esencial para la democracia, ya que solo una esfera pública libre donde los ciudadanos pueden comunicar su disenso permite la formación racional de la voluntad general. Pero si seguimos esta pauta interpretativa, es la propia democracia la que marca los límites del derecho a la protesta. Cuando el objetivo de los manifestantes es expresar su rechazo a políticas de gobierno o dar visibilidad a sus posiciones con la expectativa de convencer a la mayoría de revisar su opinión, estamos ante una propuesta “persuasiva” amparada por el derecho aun si genera trastornos, siempre que sea pacífica.
Si, por el contrario, el objeto de la protesta es impedir una medida amenazando con el caos o subiendo los costos de implementarla, la protesta es abiertamente antidemocrática, ya que aspira a bloquear la voluntad popular, transfiriendo el poder de las instituciones representativas a minorías corporativas mediante prácticas de extorsión. El mejor ejemplo son los cortes de calle sistemáticos y las 14 toneladas para impedir que el Congreso sesionara durante el gobierno de Macri.
Si el análisis anterior es plausible, es claro de qué lado está la democracia. El resto es una forma erudita de “resistencia” que solo busca erosionar los consensos democráticos alcanzados desde 1983.
Filósofo, politólogo y premio Konex a las humanidades. Profesor de la Universidad de San Andrés