El derecho a equivocarse
Resignarnos ante el error no equivale a elogiarlo: es preferible acertar. Pero no siempre es fácil identificar el acierto. Decidimos apostando con los datos a mano: según el resultado, veremos si la decisión fue buena. Ése es el reino de las opiniones.
Miremos la política: allí, todas las opiniones deben admitirse para el debate y respetarse en la convivencia democrática, pero no porque todas sean correctas, sino porque nadie está cabalmente en condiciones de demostrar la incorrección de las opiniones del otro. Esa imposibilidad se suple con la argumentación: cada uno enuncia sus argumentos, escucha los ajenos, compara, valora, rebate o acepta.
Pero nuestras opiniones suelen hundir sus raíces en emociones profundas, irracionales e impredeciblemente resistentes. Esto hace que no ahondemos en nuestros argumentos, que desoigamos los ajenos y aprovechemos cualquier opinión coincidente con la nuestra para fortalecernos en ella. Allí se abren dos caminos: uno autoritario -abroquelarnos en nuestra posición y anatematizar la ajena-, y otro tolerante, que acepta los desacuerdos y los remite a votación.
Ese camino abona la idea de que todos tienen el derecho de equivocarse. Pero hay ahí un error filosófico. Una cosa es decir que el que se equivoca de buena fe no debe ser castigado y otra sostener que la equivocación es algo plausible. Si alguien sostuviera que Montevideo es la capital de Colombia, no nos limitaríamos a expresar nuestro desacuerdo: le diríamos que está equivocado, y si no lo convenciéramos, pensaríamos que anda mal de la cabeza. Nadie tiene "derecho" a equivocarse así.
Entonces ¿por qué somos pluralistas y demócratas? Por una razón metodológica. Es posible demostrar, sí, qué capital tiene Colombia. Pero en política, como en derecho, no disponemos de un método para demostrar con certeza que una idea es mejor que otra.
No hay, pues, derecho a equivocarse, sino dificultad para demostrar quién se equivoca. Si eso pudiera hacerse en política, las elecciones serían inútiles y la democracia, falaz. Así reaccionan quienes están tan (pero tan) seguros de sus ideas que consideran inútil cualquier debate, errónea cualquier controversia y subversiva cualquier oposición. Si pudieran demostrarlo, una dictadura tecnocrática sería la mejor forma de gobierno, así como el método empírico es el medio de hacer avanzar las ciencias. Tal como no se nos ocurre cambiar a los médicos por curanderos, sería absurdo dar pie a proyectos políticos científicamente descabellados.
Eso es casi imposible. Tenemos distintas emociones, prioridades y experiencias personales y, por eso, diversas ideologías, no siempre bien meditadas pero relativamente incoercibles. Argumentamos, escribimos, marchamos y gritamos, pero las razones encuentran poco calado en las mentes ajenas y nuestras baladronadas sólo sirven para animar a los propios y atemorizar o encolerizar a los contrarios.
Si quisiéramos mejorar la convivencia de las opiniones, deberíamos no confundir ideologías con hechos demostrables, no creer en métodos infalibles para establecerlas e incluir en la tolerancia la atención desapasionada de los argumentos disidentes. Pero, sobre todo, reconocer lealmente nuestros intereses y no actuar como energúmenos al defenderlos.
Director de la Maestría en Filosofía del Derecho de la UBA