El delirante tablero de la política argentina
La bibliografía especializa reciente insiste cada vez más en que el éxito de una sociedad depende crucialmente de su cultura política. Por eso, países como Japón y Singapur lograron altos niveles de prosperidad, mientras países ricos en recursos naturales como la Argentina no paran generar pobreza y desigualdad.
La cultura pública de una sociedad se compone de una serie de principios, valores y prácticas que sus ciudadanos afirman al margen de sus discrepancias más particulares: el compromiso con la división de poderes, el respeto mutuo, la amistad cívica, la disposición a dirimir los conflictos por medios institucionales. A su vez, los factores que modelan este ethos colectivo son múltiples. Incluyen desde eventos históricos y tradiciones religiosas hasta la clase de educación que las personas reciben y la estructura económica vigente. Especialmente importantes para el proceso son las percepciones de los ciudadanos sobre su oferta electoral. Y en este terreno, los argentinos incurrimos en tres prejuicios fatales.
El primero sostiene que la izquierda es moralmente superior a la derecha. Uno puede simpatizar más con una que con la otra, pero esto no excluye que ambas tradiciones articulen valores loables y en cierta medida comunes. La derecha democrática no necesariamente desprecia la igualdad y la justicia social. En muchos casos simplemente subordina esos valores a otros que considera prioritarios; y otras veces, propone políticas alternativas para realizar los mismos principios. Por eso en las democracias modernas, incluso las más progresistas, existen expresiones de centroderecha sin que esto se viva como una tragedia nacional ni invite a la "resistencia".
El segundo prejuicio es que la divisoria entre izquierda y derecha es esencialmente de naturaleza distributiva. La idea es que un partido es de izquierda cuando propone un mayor reparto del ingreso, y de derecha cuando favorece el ahorro o enfatiza el mérito personal. Esta perspectiva es falsa porque el eje distributivo no es el único relevante. De hecho, el fascismo puede ser altamente progresivo en términos económicos, pero constituye una manifestación arquetípica de la derecha por su naturaleza autoritaria y opresiva. Para no mencionar, por supuesto, que las coordenadas políticas son siempre relativas: un partido puede estar a la derecha de otro y aún así ser de izquierda.
El tercer prejuicio es que la izquierda siempre favorece a los sectores populares. Esta tesis queda desmentida no bien miramos la realidad. El socialismo del siglo XXI sumió al 80% de los venezolanos en la pobreza, mientras que el bloque soviético estalló por la escasez de bienes de consumo y las pésimas prestaciones públicas. Del otro lado, Suiza y Corea del Sur alcanzaron estándares de bienestar admirables con esquemas económicos más ortodoxos.
Estas distorsiones a la hora de interpretar la realidad se originan esencialmente en las elites intelectuales: los profesores "progres" las instalan en las aulas y las ventean en sus discursos, los comunicadores biempensantes las reproducen en los medios y una amplia masa de ciudadanos "ilustrados" acaba adoptándolas. Pero, a pesar de sus nobles aspiraciones, tienen un impacto devastador sobre nuestra democracia, ya que opacan la realidad y nos impiden entender las verdaderas implicancias de lo que elegimos.
Solo este sorprendente desorden del tablero conceptual puede explicar que el peronismo sea considerado el gran partido de la izquierda nacional. Su concepción corporativa de la economía, sus tendencias nacionalistas, su desprecio por la división de poderes y su celebración de la violencia simbólica deben más al fascismo italiano que a la tradición socialista. No olvidemos que el movimiento fue fundado por un admirador de Mussolini que apoyaba a Franco y que brindó refugio a criminales de guerra nazis.
Muchas otras evaluaciones, más pedestres pero igualmente determinantes, podrían tener la misma raíz. El gobierno de Cambiemos fue condenado por su carácter supuestamente regresivo. En cualquier otra parte, un partido que mantiene niveles colosales de "inversión" social, refuerza planes y mejora indicadores como la mortalidad infantil sería considerado cercano a la Tercera Vía. Del mismo modo, figuras como Ricardo López Murphy, Miguel Pichetto y Patricia Bullrich son confinadas al panteón de la ultraderecha nacional, pese a que apoyan el matrimonio gay, la despenalización del aborto y un sistema de salud y educación de alcance universal.
Cuando una sociedad toma decisiones con una brújula tan descalabrada, los resultados no pueden ser buenos. Mientras ser de izquierda sea un imperativo moral y nos fuerce a convertir en enemigo de la patria o el pueblo a los que defienden la inversión privada, la innovación y el mérito, seguiremos asomándonos al abismo una y otra vez.
El autor es filósofo, doctor en teoría política y premio Konex a las humanidades