El delgado límite entre la estupidez y la tragedia
De los 70 a hoy: en los días de furia y jolgorio que anticipaban la tempestad, cuadros montoneros y un sector del poder azuzaban el fuego
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Eran los días de furia y jolgorio que anticipaban la llegada de la tempestad. Sería, calculo, hacia finales de 1973 o comienzos de 1974.
La facultad estaba “tomada”. En esos tiempos era habitual que los estudiantes se apropiaran de los edificios universitarios como una forma de protesta o rebelión: allí se pernoctaba durante varias jornadas y nunca faltaban las guitarreadas, las clases magistrales de intelectuales “comprometidos” y de profesores militantes, shows a cargo de cantantes de protesta y, de vez en cuando, alguna escaramuza entre grupos políticos, que, salvo excepciones, no solían pasar de forcejeos y trompadas sin mayores consecuencias.
Pero lo que se había iniciado en marzo del 73 –cuando asumió Héctor J. Cámpora su breve temporada presidencial–, como una primavera con leve aroma a Mayo Francés, se fue caldeando con el correr de los días. Empezaron a verse entonces con más frecuencia armas de fuego, cachiporras y bombas molotov.
La violencia es contagiosa y muchas veces no se sabe cómo ni por qué se desencadena, pero una vez que toma envión se convierte en un narcótico que todos necesitan consumir.
En mis recuerdos se entremezclan sonrisas aniñadas, diversión y épica guerrera. Chicas y chicos entrelazados en tiernas escenas de amor iniciático con excitados combatientes de barbas primerizas blandiendo juguetes mortales como si estuvieran en una inocente fiesta de disfraces.
Los helados pasillos de aquel solemne templo del saber estaban tapizados con imágenes de Perón, Evita, el Che Guevara, Marx, Lenin, Mao Tse-tung e infinidad de carteles superpuestos de infinidad de agrupaciones de infinidad de expresiones ideológicas. Los letreros y retratos eran tan sagrados como la bandera de la patria y debían ser custodiados durante las 24 horas del día. Era tanta la puja por sobresalir en ese montículo de letras combativas que algún ocurrente individualista había creado su propia agrupación a la que bautizó Uno Más.
Fue en una de esas noches de ocupas ilustrados cuando ocurrió el hasta entonces inusual acontecimiento que motiva ahora esta narración.
Con la esperanza de que no se interprete la transcripción de los hechos como un resabio de prejuicios machistas ni como un ensayo totalizador de un fenómeno de época –complejo y de causas variadas–, sino apenas como un retrato más de un tiempo muy distinto del actual, viene a mi encuentro la siguiente imagen. Por el amplio pasillo del subsuelo de la facultad que se recuesta sobre la avenida principal, paralelo a la imponente explanada del majestuoso edificio, avanzaba en perfecta formación marcial un pelotón íntegramente compuesto por muchachas. Bellas y muy bien producidas (jean y botitas de gamuza según la moda de entonces), las veinte o veinticinco chicas con brazaletes de la JUP (Juventud Universitaria Peronista) cumplían con rigor las órdenes que un joven, alto y apuesto instructor de prolija barba, les indicaba con voz atronadora. Munidas con réplicas de fusiles hechos en madera, algunas, y con palos de escoba, otras, el escuadrón estudiantil avanzaba unos cincuenta metros, rompía filas y volvía al punto de partida. Aunque no faltaban las risitas cómplices y algunas chicanas apropiadas para la edad y el contexto, la mayoría parecía consustanciada con una misión que casi nadie sabía exactamente de qué trataba ni adónde conducía. “¡Perón, Evita, la patria socialista!”, clamaban.
¿Era un juego?
Nosotros, militantes del solemne y riguroso Partido Comunista, no salíamos del asombro. Sentíamos que ese vendaval, que no figuraba en los clásicos del marxismo-leninismo, estaba arrasando con las leyes de la revolución que habíamos leído en los textos de inspiración soviética. La pequeña burguesía (los estudiantes universitarios entraban en ese casillero) tenía, de acuerdo con esas obras de los padres fundantes de nuestra doctrina, el rol de “aliado de la clase obrera”. Esos relatos sagrados contemplaban, además, una rigurosa disciplina revolucionaria que solo el proletariado sería capaz de imponer.
Las muchachas que desfilaban frente a nuestros ojos no parecían entenderlo así. Como una moda, contagiosa y de alto potencial expansivo, el “montonerismo” impregnaba el ambiente y pulverizaba en su marcha los principios del materialismo histórico que figuraban en aquellos manuales. La rebelión tenía mucho del inconformismo propio de la edad y de los tiempos, pero las compuertas –que generalmente entornan o clausuran los adultos y el Estado– se habían roto ante un río embravecido.
Lejos de cumplir con su rol de líderes políticos, los cuadros montoneros daban rienda suelta a la estampida. Un sector del poder, por su parte, parecía también interesado en azuzar el fuego. “Cincuenta mil muertos para cincuenta años de paz social”, había propuesto un general. Las chicas que desfilaban aquel día serían, más temprano que tarde, víctimas de esa siniestra conjunción.
De ese fuego han quedado enormes secuelas. Muchas, irreparables. Pero otras, culturales, se cuelan ahora en gestos de liviandad militante que parecen asentarse en un oportunismo frívolo incapaz de asimilar las bofetadas de la historia.
En los días previos a las elecciones del domingo pasado, cuando una ministra y una candidata a diputada salieron, como un dúo descompaginado, a decir ñoñerías de campaña, por esas raras tretas de la memoria, me trasladé imaginariamente a la noche de entrenamiento de las estudiantes que jugaban a la revolución en los pasillos de mi facultad.
La comparación podrá sonar forzada, pero no pude evitar que las señoras de la actual aristocracia populista, tan ramplona, me recordaran ese mundo de gente bien decidida a esquiar en cumbres borrascosas. Sentí que el juego de las semejanzas, quizá teñido de prejuicios, incluso de cierto resabio clasista pasado de moda, me conducía directo hacia la ligereza que supe ver en esa jornada lejana, cuando el batallón de las niñas burguesas bajaba de su Sierra Maestra sin prever que el entretenimiento terminaría en tragedia. Y que, casi cincuenta años después, convertidas en adultas, nada parecían haber aprendido. Una porque dijo que Suiza es un país seguro pero aburrido; la otra, porque nos aseguraba que ser peronista conlleva los enigmas del buen sexo. Las dos, habitantes de un país de privilegios. “Mujeres, mujeres, mujeres son las nuestras, mujeres peronistas, las demás están de muestra”, escuché entre sueños.
Miré de nuevo los rostros de la funcionaria y de la candidata fornicadora –ahora chamuscada por el aluvión de votos adversos–, tan bien parecidas, tan elegantes, y vi, como en una pesadilla recurrente, el desfile de la estupidez humana ante mis ojos.
Ensayista. Miembro del Club Político Argentino