El debut del terror La triple A
Hace 30 años, el senador radical Hipólito Solari Yrigoyen sobrevivía al primer atentado cometido por la siniestra organización de ultraderecha creada por José López Rega
Hipólito Solari Yrigoyen, que entre 1973 y 1995 sumó doce años como senador nacional por Chubut, es un hombre de hábitos estables. Vive en Puerto Madryn en la misma casa que se construyó en los sesenta, usa cuando viene a Buenos Aires su departamento de siempre, sobre la avenida Santa Fe, y hasta conserva la misma cochera de hace treinta años, a sólo una cuadra, en el garage de Marcelo T. de Alvear 1276. Que conserve la cochera y allí estacione su auto actual -un Renault 9 sedentario- es una curiosidad. Pero que viva, que este radical de mucho más coraje y cicatrices que rencores viva, es ya un dato histórico. Una excepción. Acaso un milagro.
En esa cochera, hace treinta años, voló por los aires apenas encendió el motor de su Renault 6, donde lo esperaba una bomba destinada a matarlo. Aunque el objetivo no se cumplió, el atentado figura con relieve en todos los libros dedicados a los años de plomo -y seguramente en los textos de historia que vendrán- porque así debutó, ese 21 de noviembre de 1973, la Alianza Anticomunista Argentina, conocida como Triple A.
Se acaban de cumplir, pues, tres décadas del bautismo de fuego de la mayor banda de ultraderecha jamás conocida, autora de 600 o 700 asesinatos, que fermentó en el gobierno peronista 1973-76 y sirvió de piedra basal al terrorismo de Estado.
Cofundador del Movimiento de Renovación y Cambio de la UCR, Solari Yrigoyen, de perfil progresista, no ejercía como abogado pero asesoraba a los gremialistas combativos Agustín Tosco y Raimundo Ongaro y había contribuido a salvar a militantes chilenos de la flamante represión pinochetista. Hoy, a los 69 años, acepta recordar ese miércoles y el garage ensangrentado siempre que no sea por él, por su caso personal, dice, sino para no olvidar lo que la Triple A le causó al país.
A él, imposible soslayarlo, le causó otros contratiempos. Cuando ya había dejado la silla de ruedas y volvía a caminar -con muletas-, después de infinitas semanas de internación y seis operaciones de las piernas, en 1975 volvió a volar por los aires (en sentido más literal aún: chocó contra el techo del dormitorio) cuando la Triple A le colocó otras dos potentes bombas sincronizadas en Puerto Madryn, una de las cuales no estalló; eso evitó que la casa se le cayera encima. Más tarde, ya bajo el Proceso, la represión ilegal que había fagocitado a la Triple A probó sobre Solari Yrigoyen todo su instrumental: el senador fue secuestrado, estuvo desaparecido, fue torturado, lo "blanquearon" (fue puesto a disposición del Poder Ejecutivo) y, tras un año de cárcel, la Junta Militar lo expulsó del país. El senador norteamericano Edward Kennedy, que lo homenajearía en Washington al comienzo del exilio, estuvo entre los primeros en comprender que Solari Yrigoyen resumía sobre su cuerpo el drama de la Argentina trágica.
La voladura del auto ocurrió horas después de una sesión del Senado en la cual este político de hablar articulado, con una exposición de cuatro horas, había sido la figura central. Se trataba en el recinto la ley de Asociaciones Profesionales (por algún motivo, también la legislación laboral marcó las aguas políticas en los años ochenta y fue la chispa del escándalo de las coimas en el Senado en los noventa). Sostenía que aquella ley consolidaba una "oligarquía sindical". Enseguida, Lorenzo Miguel, uno de los hombres más fuertes del sindicalismo dominante, paradigma del burócrata sindical según las iracundas organizaciones de la llamada izquierda peronista, calificó públicamente a Solari Yrigoyen como "enemigo público número uno".
La prensa de la época no tardó en conectar esta declaración con el atentado y Miguel tampoco tardó en apersonarse en el Instituto del Diagnóstico para gesticular una condena, pero Solari Yrigoyen no la escuchó de sus labios porque a esa hora luchaba para evitar que le amputaran la pierna izquierda.
En cambio, el sobreviviente sí pudo oír apenas a la vicepresidenta Isabel Perón. La había enviado el presidente Juan Domingo Perón, quien el mismo día de la bomba caía en cama, no con una ligera indisposición, ahora se sabe, sino con una grave crisis que al año siguiente derivaría en su muerte.
Recuerda Solari Yrigoyen: "No sé si Isabel entendía lo que estaba pasando; me dijo: `¡no sé qué pretende esta gente!, ¿una Cuba, un Chile?´. Me hablaba como si el atentado lo hubiese cometido la izquierda". Un día antes del ataque el senador había recibido un sobre que decía AAA. "Ya no me acuerdo si lo traducían como Alianza Anticomunista Argentina o Alianza Antiimperialista Argentina (duda comprensible: ambos nombres se alternaron), pero yo sólo estuve en condiciones de contar la existencia de la amenaza días después. Cuando la conté, se conoció la Triple A". Los sobres con amenazas y las listas de condenados a muerte por la Triple A se harían desde entonces una costumbre que, a partir de marzo de 1976, la represión militar abandonaría: sobraba el miedo, se fingiría orden, ya no habría advertencias personales. Pero durante el gobierno justicialista muchas personas salvaron su vida al saberse enfocadas por el terrorismo de ultraderecha, como el diputado Héctor Sandler, que se escondió en el Congreso, o los actores Héctor Alterio, Luis Brandoni y Norman Briski y la cantante Nacha Guevara, quienes se fueron del país cuando se difundió que la Triple A los consideraba enemigos. No era necesario tener ideas radicalizadas para estar en las listas. Como el macartismo norteamericano, la Triple A veía comunistas, "zurdos" o "infiltrados" por todas partes. Las figuras públicas potenciaban el efecto.
Lo más notable de la condena oficial al atentado sufrido por Solari Yrigoyen es que a Isabel la había acompañado al sanatorio -aunque no habló con el paciente- el ministro de Bienestar Social, José López Rega. Es decir, el creador de la Triple A.
El obsecuente López Rega, ex cantante, astrólogo, sirviente, secretario privado del general, sargento de la Policía Federal autoascendido a comisario y ministro entronizado por Perón en el elenco del efímero Héctor Cámpora para permanecer incólume en el gabinete mientras los presidentes cambiaban (fue el único que duró con Lastiri, Perón e Isabel, hasta caer por presión sindical a mediados de 1975), iba entonces camino a convertirse en el hombre fuerte del gobierno justicialista. Esotérico Rasputín, temerario emergente de un gobierno que prometía la Argentina Potencia mientras la espiral de violencia de origen peronista, marxista y paraestatal cobraba cientos de muertos y el descontrol económico crecía, López Rega estaba ensayando el principio rector del golpe militar posterior. "La subversión y el terror de derecha no son lo mismo -diría en 1976 el contralmirante César Guzzetti, canciller de Videla-. Cuando el cuerpo social del país ha sido contaminado por una enfermedad que le devora las entrañas, forma anticuerpos y esos anticuerpos no pueden considerarse del mismo modo que los microbios".
Una parte de la Triple A funcionaba en el propio Ministerio de Bienestar Social, sobre la Plaza de Mayo. Allí se descubrió el 19 de julio de 1975, cuando el Cuerpo de Granaderos desarmó la guardia del Brujo, un verdadero arsenal de guerra: escopetas Itaka, fusiles Hight S, ametralladoras Ingram, revólveres Magnum, granadas, silenciadores y munición de grueso calibre, nada demasiado vinculado con el bienestar social, desmesurado, en el mejor de los casos, para asistir a la custodia personal del ministro, como argumentaban sus escasos defensores. La Triple A se completaba con policías retirados y en actividad, como el comisario Alberto Villar (designado jefe de la Policía Federal por Perón, luego asesinado por los Montoneros), militares (se cree que entre ellos estaba el capitán Mohamed Alí Seineldín), matones sindicales, extrema derecha peronista y delincuentes, como Aníbal Gordon. La impunidad era ilimitada. Confirma hoy Solari Yrigoyen que a nadie le interesó investigar su atentado. Tampoco hubo voluntad política de esclarecer las amenazas ni las bombas colocadas en locales partidarios, una acción modesta al lado de las mutilaciones de algunas de las víctimas cuyos cadáveres -otra diferencia con el Proceso- aparecían luego y esparcían el espanto. Aunque sin una configuración orgánica definida, la Triple A giraba en torno a las revistas Cabildo, abiertamente nazi, y El Caudillo, financiada por Lorenzo Miguel.
La reciente desclasificación de documentos de aquella época pertenecientes al Departamento de Estado norteamericano permitió confirmar que la embajada de Estados Unidos en Buenos Aires conocía entonces el concurso gubernamental en la Triple A, aunque reconocía que era difícil de probar. Uno de los muchos informes secretos en inglés dice que algunos atentados se hacían "por cuenta propia" mientras que otros estaban "dirigidos oficialmente". No todos llevaban el sello de la Triple A. Según la Conadep, está acreditado que la Triple A cometió 19 homicidios en 1973, 50 en 1974 y 359 en 1975.
Sí supo todo el país en su momento que la Triple A había asesinado a Silvio Frondizi, hermano del presidente, a Rodolfo Ortega Peña, abogado de guerrilleros y socio del actual secretario de Derechos Humanos, Eduardo Luis Duhalde, o, entre muchos más, a jefes policiales legalistas como Julio Troxler y Rubén Fortuny. No tuvieron la suerte de Jorge Taiana, médico y ministro de Perón, a quien alguien le avisó que la Triple A planeaba matarlo y se puso a resguardo. Ese alguien era Antonio Benítez, otro ministro, el de Justicia.
De triste recuerdo, los crímenes de la Triple A tampoco fueron demasiado removidos cuando renació la democracia. A casi nadie le pareció indicado revisar responsabilidades penales engarzadas con responsabilidades políticas nunca bien aclaradas.