El debate por Ganancias está mal planteado
La corrupción que arrasó el Estado y la crisis de los servicios públicos no deberían estar ausentes en la discusión
Mi amigo estaba desconcertado. "Como sabés, enseñé literatura en Canadá durante años. Y allí a nadie se le ocurre cuestionar que todos los meses le deduzcan de su sueldo el income tax (impuesto a los ingresos). Es más: una promesa electoral como la que hizo Macri («voy a eliminar el impuesto a las ganancias que pagan los trabajadores») hubiera resultado incomprensible. ¿De qué otra manera se podrían financiar la educación o la salud públicas de las que todos gozan?". "Pero también allí existe un mínimo no imponible, ¿no?", le pregunté. "Desde luego. Sólo que traducido a pesos es hoy la mitad del que se aplica aquí y una tercera parte del que acaban de aprobar en Diputados. Te aseguro que no entiendo por qué se ha armado tanto escándalo". "A mí me parece que la clave está en algo que vos mismo dijiste, al margen de que el poder adquisitivo y el nivel de vida de los dos países no sean comparables".
Partamos de una base: los conceptos que usamos son siempre convencionales y, en este sentido, las palabras resultan constitutivas de la realidad. No es lo mismo hablar de "ingresos" que de "ganancias". En la era moderna, el impuesto a los ingresos se introdujo a fines del siglo XVIII primero en Holanda y después en Inglaterra, para ayudar a cubrir gastos de guerra. Pasó otro tanto en los Estados Unidos en 1861, cuando se necesitaban recursos para la Guerra Civil. Por eso no se hablaba de "ganancias" sino de "ingresos". Después, en el siglo XX, con los avances de los Estados de Bienestar, a los gobiernos les fue preciso recaudar fondos para proveer los excelentes servicios públicos a los que se refería mi amigo.
Entre nosotros, no había nada parecido. De ahí que el presidente Alvear enviara a Australia a un economista veinteañero, Raúl Prebisch, para que estudiase el recién creado "impuesto a los réditos". Pero hubo que esperar hasta los años 30 para que se lo introdujera aquí, diferenciando desde el comienzo entre diversas categorías de contribuyentes. La cuarta categoría comprendía los "réditos del trabajo personal" y apuntaba a los directivos y gerentes de empresas. En 1947, Perón modificó el gravamen, cometió el error de rebautizarlo como "impuesto a las ganancias" y mantuvo la cuarta categoría. Digo error porque si lo hubiera llamado "a los ingresos" nos hubiese ahorrado bien intencionadas pero estériles discusiones semánticas acerca de que los "salarios" no son "ganancias" salvo los "altos salarios". O sea que unas veces lo serían pero otras no, lo cual es jugar con las palabras. En el caso de las personas físicas, obviamente "salarios" y "ganancias" no son sinónimos pero ambos constituyen "ingresos" y pueden resultar gravables. Nadie lo formuló mejor que Robespierre en la Convención francesa de 1793: "Los ciudadanos cuyos ingresos no excedan la necesidad de su subsistencia, deben ser dispensados de contribuir a los gastos públicos. Los otros deben soportarlos progresivamente según la magnitud de su fortuna".
A estos gastos públicos aludía mi amigo cuando mencionaba a la salud o la educación (podríamos agregar la seguridad, el transporte, los caminos, etc.) y es la otra cara del impuesto, que ha estado llamativamente ausente del debate actual. ¿Cuál es el destino de lo que se recauda? En principio, 20% va a la Anses, 34% al Tesoro Nacional y 46% a las provincias (coparticipación). Pero, a diferencia de Canadá, la evasión impositiva supera el 50%, nuestros jubilados apenas sobreviven, los servicios públicos están en una profunda crisis, muchas provincias son verdaderos feudos y la corrupción lleva años haciendo estragos en el Tesoro. Estas cuestiones no pueden ni deben ser desconectadas, permitiendo que los responsables de un pésimo manejo de la cosa pública se presenten ahora como los paladines de un aumento del mínimo no imponible al que se opusieron cuando fueron gobierno. Más aún: si no se atiende a esta otra cara del impuesto, la crítica se vuelve bastante vulnerable. Después de todo, en los países desarrollados el gravamen a los trabajadores aporta, en promedio, un 9 % del PBI (24% en Dinamarca) y aquí sólo representa un 2 %.
"Tenés razón. En Canadá, uno paga pero recibe muchos beneficios a cambio. Más todavía: cada vez que se quiso alterar la ecuación, se levantaron fuertes protestas. Quiere decir que lo que me confundió es que, entre nosotros, el tema estuvo mal planteado desde el principio, tanto por el Gobierno como por la oposición". "Muy mal planteado, lo que explica que la mayoría de la gente no se haya sentido involucrada en la discusión. Por eso te impresionaba la famosa promesa de campaña de Macri. Te agrego que hizo otra que también queda implicada en este asunto". "¿Cuál, che?". "Dijo que no iba a impulsar un impuesto a la renta financiera porque «no podemos hacer cosas que los demás países no hacen». Esto último es simplemente falso: no sólo el impuesto existe en Europa y en los Estados Unidos sino también en países vecinos como Chile o Brasil". "¿Y por qué queda implicado en el asunto?". "Porque es una de las maneras en las que la oposición propone financiar el aumento del mínimo no imponible".
No hay duda alguna de que la renta financiera debe ser gravada y que esto no va a alejar las inversiones, como cree equivocadamente el Presidente. Es significativo que en los Estados Unidos la llamen "renta no transpirada". Pero lo central es que el impuesto sea parte de un proyecto integral y no un parche oportunista e imprevisible. Ocurrió en 2013, cuando después de diez años de gobierno el kirchnerismo repuso el impuesto a la venta de acciones y a los dividendos que había abolido Cavallo durante otro gobierno peronista. Y también entonces se hizo para paliar el aumento del mínimo no imponible de Ganancias. Menos de tres años más tarde, en mayo pasado, muchos legisladores que ahora lo impulsan votaron por la derogación del gravamen. Si hay algo que aleja a los inversores serios (y alienta a los especuladores de ocasión) es precisamente esta ausencia de previsibilidad. Que no es casual. Resulta del cortoplacismo y del vacío de propuestas creíbles de largo alcance que campea desde hace rato en la política argentina y que es la misma que lleva a aislar la discusión del mínimo no imponible del marco más amplio que le daría su verdadero sentido.
"A propósito: te hice caso y leí la conferencia sobre la política que dictó Max Weber hace ya casi un siglo. Es formidable", dijo mi amigo. "¿Recordás cuáles considera los dos únicos pecados mortales en el campo de la política?", quise saber. "Como para no acordarme, si parece que nos estuviese hablando a nosotros. Uno es la carencia de finalidades objetivas. Y el otro, la falta de responsabilidad. Y el origen más frecuente de los dos es la vanidad, enemiga declarada de toda entrega a una causa y de toda mesura". "Lo leíste muy bien. Y pensar que Weber no conoció la radio ni la televisión. Porque agrega algo que más de uno de los que hoy se dedican a desfilar constantemente por los medios haría bien en tener en cuenta: esa vanidad no sólo lo lleva al político a creerse indispensable sino que lo induce a preocuparse sobre todo por la impresión que causa y a tomar a la ligera su responsabilidad".
Politólogo, ex secretario de Cultura de la Nación