El debate inconcluso detrás de Moyano y la Virgen de Luján
Con el presupuesto y el FMI felizmente encaminados, el dólar estable, la causa de los cuadernos distraída en segundones del kirchnerismo y cierta distensión política que no pudieron alterar unos pocos exaltados en la calle, la dirigencia argentina recupera tranquilidad para comenzar el recuento de daños y los prolegómenos de la campaña electoral. A esta paz, sujeta con alfileres, parecen no contribuir, sin embargo, dos actores que han merecido durante los últimos días una lluvia de cuestionamientos e insultos: Moyano y algunos altos dignatarios de la Iglesia . Ellos escenificaron una misa multitudinaria de inspiración opositora , bajo la protección del máximo ícono de la religiosidad nacional: la Virgen de Luján. En su convergencia política, curas y sindicalistas no eligieron cualquier símbolo, sino uno que sobrevive a la posmodernidad y la niega, pues reúne en su imagen tres virtudes que la época contemporánea disoció: el bien, la belleza y la verdad.
Progresistas, republicanos, oficialistas, empresarios, intelectuales, medios de comunicación y el 60% de la población que lo aborrece, desataron duras críticas sobre Moyano. Más fuego a la grieta, menos comprensión de los fenómenos sociales. Los sociólogos, si quieren sobrevolarla, acaso deban recordarle al coro de objetores la recomendación de Pierre Bourdieu: no denunciar solo "la representación populista del pueblo" -que es lo que hicieron Moyano y los sacerdotes con la misa- sino también "la representación elitista de las elites", que es lo que ocultan muchos de sus impugnadores. Reprobar a un burócrata sindical y su séquito es fácil, comprender por qué subsiste en esta época es mucho más difícil. Ya lo escribió Charles Wright Mills hace más de 50 años: "Los intelectuales de izquierda y los ejecutivos de negocios han recurrido frecuentemente a los mismos diccionarios de insultos para caracterizar al líder sindical. Pero nadie lo ha estudiado como tipo social, cuando menos no en detalle y con la imparcialidad necesaria para descubrir qué clase de hombre es". Medio siglo después, muchos académicos lo hicieron, pero sus trabajos no inciden en el debate público.
Algo similar ocurre con la Iglesia Católica y el Papa: les sobran censores mediáticos, escandalizados por el oscuro currículum de muchos fieles kirchneristas que recibe en su seno. Pero los cuestionamientos de mayor calado van más allá. Son los que rechazan la preocupación social y la politización de la Iglesia asociada al peronismo, considerándolas unas de las principales rémoras de la democracia argentina. Loris Zanatta, que reemplazó el distanciamiento del historiador por brillantes diatribas literarias contra el populismo, expone emblemáticamente esta posición, cuando escribe sobre la homilía de monseñor Radrizzani: "Fue un obispo, él sí tan sensible. Lo dijo desde su pedestal, desde la altura de su superioridad moral: hay que 'cambiar el modelo económico'. Como si no fuera un pastor, sino un caudillo político cualquiera, como si su 'sensibilidad' fuera la medida de todo". Esta opinión es tautológica, antes que científica: no agrega conocimiento, apenas repite un argumento típico empleado por una de las facciones en un debate más amplio, nunca concluido en este país: el que separa a nacionalistas de liberales, a creyentes de laicos, a peronistas de antiperonistas.
Si nos remontamos a algunos de los hallazgos clásicos de la sociología de la religión, actualizados en esta época por la globalización económica y financiera, quizá podamos encontrar una vía explicativa para la vigencia simbólica e irritante de Moyano y sus consignas al pie de la Virgen de Luján: la desigualdad social y el horror económico reviven el sufrimiento del pueblo paria, que manipulado busca un redentor sin importarle si es corrupto o tiene, como bien dice Zanatta de la Iglesia, "enormes esqueletos en enormes armarios". Ahora bien, si subsiste tanta influencia de la religión, en lugar de apresurarse a condenarla tal vez haya que preguntarse si no se deberá a aquella enigmática frase de Max Weber: "Al racionalismo no siempre le salieron bien las cuentas". Trump y Bolsonaro provienen de ese error de cálculo.
Si nos libramos de ellos, y nuestras elites encuentren lucidez e incentivos para remontar la decadencia, es probable que los sindicalistas sospechados y los obispos entrometidos retrocedan. Pero con ellos deberán retroceder también los políticos y empresarios indecentes, los responsables de la explotación económica y las mafias de todo tipo. Eso ocurrirá el día que se asuma, por convencimiento cívico o acción penal, que esas miserias son estructurales y cortan horizontalmente a la clase dirigente sin distinción de ideologías, como lo demuestran las investigaciones sobre corrupción.
Quizá esta sea esa la mejor forma de deshacer la grieta: exhibir todas las cartas marcadas. Hay que reconocer la propia sordidez antes de endilgársela al otro. La fábula de los buenos contra los malos es demasiado simple para explicar a la Argentina.