El debate de las escuelas pone en evidencia a quienes no priorizan la educación
El mundo conoce que la educación cumplió un rol fundamental en la recuperación de Japón en las décadas posteriores al final de la Segunda Guerra Mundial. En medio de una situación desesperante, en que los objetivos principales eran el recobro de la soberanía, lograda cuando culminó la ocupación de EE.UU. con la firma del Tratado de San Francisco en 1952, y el restablecimiento de una economía que atendiera incontables demandas, la educación también ocupó un lugar preponderante.
Entre los gobiernos de los primeros ministros Shigeru Yoshida y Tetsu Katayama, luego de sancionada la Constitución democrática y aún bajo la dirección de las fuerzas de ocupación, existían diferencias, pero también desafíos comunes. Algunos historiadores alegan que una pregunta estaba presente en cada reunión del nuevo gobierno: "¿Por dónde comenzamos?", se inquirían los líderes japoneses de la posguerra ante un país devastado en todos los aspectos, y que aún sufría los resultados recientes de dos bombas atómicas. La respuesta fue inequívoca: "Por la educación, no nos puede ir mal si la priorizamos". Así fue como se sancionaron la Ley Fundamental de Educación y la Ley de Educación Escolar, que fueron promulgadas en 1947 y que con el tiempo colocaron a Japón entre los países líderes, en cuanto a inclusión y calidad educativa.
Hoy el mundo enfrenta una pandemia que cambió todo en un año. Con la salud global como víctima, pero también con heridas profundas en la economía, en la producción y en nuestra forma de vida. Muchos de los países, que debaten salidas y soluciones a estos problemas mientras esperan los resultados de la vacunación más importante de la historia, decidieron, desde un principio, restablecer, con protocolos adecuados, la educación presencial. No tuvieron dudas y la educación fue prioridad. Sin embargo, en la Argentina, lamentablemente muchos sectores con poder de decisión sobre este tema no lo entendieron así.
Seguramente, el modelo de Japón en la posguerra citado será tildado de exagerado. Se puede entonces recurrir a otros ejemplos más recientes, como el de padres y docentes españoles paleando nieve de la puerta de las escuelas con sus propias manos para que la misma pueda funcionar, destacando que lo hacen en una situación de rebrote del virus y en medio de una tormenta histórica, pero sosteniendo la firme decisión de abrir las escuelas. También se podrían citar a docentes canadienses que, ante cualquier dificultad sanitaria, reúnen a sus alumnos en el aula y ellos, desde un aula contigua, dan clases proyectadas a un monitor.
Pero sería como tirar agua en un colador, porque estos casos, de todos modos, serían desvirtuados rápidamente por una parte de la dirigencia gremial docente.
Todo comenzó en marzo, cuando el presidente Alberto Fernández decía con seguridad: "Las clases pueden esperar. Si algo que no me urge es el inicio de clases. Después vemos cómo compensamos esos días. Eso puede esperar". Una postura a la que se sumaron en coro prácticamente todos los gremios docentes que, aferrados a eso, no colaboraron en lo más mínimo para abrir las escuelas.
El empecinamiento de la dirigencia gremial y de un sector de la militancia oficialista para obstruir el retorno a clases con distintos argumentos sanitarios que no se aplican a otros trabajadores esenciales, persistió todo el año. Llegaron a decir: "No se entiende el apuro de Rodríguez Larreta por comenzar las clases en febrero". Cuando hablar de "apuro" con las escuelas están cerradas hace casi un año es la demostración más clara de su falta de compromiso con la apertura de ellas.
La demanda de las familias, de la mano de la consigna "Abran las escuelas", no comenzó esta semana, es una lucha que lleva meses con padres organizados con apoyo de grupos de maestros no agremiados. Pero hizo mella estos días en el poder político, ubicando la apertura de las escuelas en el centro del debate público. Y comenzaron a obtener resultados: los gobiernos de Córdoba, Mendoza y Jujuy se sumaron a la decisión del gobierno de la ciudad de Buenos Aires, que viene notificando ese retorno para el 17 de febrero, y anunciaron clases presenciales para marzo.
También obtuvieron otro triunfo cuando aparecieron voces oficialistas, encabezadas por el propio Presidente, que llaman a trabajar para que vuelvan las clases presenciales.
Pero el daño está hecho. Tanto por la cantidad de alumnos que dejaron de tener contacto con la escuela -se cree que llegarían a ser entre un millón y un millón y medio, aunque la verdad la sabremos en marzo si abren las escuelas-, como por la pérdida de contenidos y el ensanchamiento de la brecha de calidad educativa entre los que recibieron mejor o más educación a distancia, con un gran esfuerzo realizado por muchos maestros, con aquellos que recibieron poco o nada, por falta de recursos tecnológicos y de acompañamiento para que esto suceda.
Vivimos una verdadera tragedia educativa, fundamentalmente porque quedó demostrado ante un escenario global que permitió evidenciar prioridades en las decisiones adoptadas en los intentos de recuperación de la normalidad que, en esta argentina de hoy, la educación no es prioridad para muchos de sus actores políticos. No debería ser sorpresa. Hace años que la educación perdió ese lugar de privilegio que supo tener durante décadas y que hizo de nuestro sistema educativo uno de los mejores del mundo.
Pero hay un costado positivo que nos permite destacar dos cosas que aprendimos en esta penosa situación que aún estamos atravesando. Por un lado, que solo la demanda social permanente alrededor de la educación podrá ubicarla nuevamente al tope de nuestras prioridades como país y, por otro, que ya no alcanzará con que, de aquí en más, algunos dirigentes gremiales y políticos desgarren su voz para citar su lucha por la educación pública.
A muchos de ellos ya no se les puede volver a creer.