El cuidado de la “casa común” pide liderazgos con valores democráticos
En 2023, luego de la pandemia, en medio de una guerra europea y con más tensiones geopolíticas, aumentaron la degradación ambiental y la pobreza en varias regiones
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La expresión “casa común” para referirse al planeta acompaña como subtítulo a la encíclica papal de 2015 Laudato si’: sobre el cuidado de la casa común que emitió Francisco con el objetivo de concientizar a la humanidad sobre el cambio climático, las consecuencias del calentamiento global y la responsabilidad humana en la emisión de gases de efecto invernadero (GEI). Han transcurrido varios años de aquel llamado a la reflexión y la “casa común” en 2023, luego de una pandemia, en medio de una guerra en Europa y con crecientes tensiones geopolíticas, aparece más degradada ambientalmente, con síntomas de un repliegue desordenado en el proceso de globalización y con aumento de la pobreza en varias regiones de Asia, África y América Latina. El deseable orden mundial cooperativo, clave para abordar soluciones globales, está en crisis y requiere aggiornar ideas para rectificar el rumbo.
Hay que empezar por reevaluar la responsabilidad de la globalización, asumida como victimaria del descuido de la casa común. La globalización promovida por la tecnología, el comercio y las finanzas tiene muchos desafíos pendientes y deudas con el desarrollo sostenible, pero como proceso de apertura e interrelación entre las naciones ha promovido la riqueza en el planeta y reducido la pobreza. Los datos son contundentes sobre la caída de la pobreza absoluta en el mundo hasta 2019. Esa disminución global se ha debido sobre todo a China. Allí ha habido 600 millones de personas que han salido de la pobreza. Pero también hay otros países en Asia, África y América Latina que pueden exhibir indicadores de reducción de pobreza. La contracara del fenómeno de la pobreza es que seguimos viviendo en un mundo muy desigual. La globalización ha reducido algo las desigualdades de ingresos entre países, pero no entre los ricos y los pobres de los diferentes países (lo que Benedicto XVI describe como “pobreza relativa” en Caritas in veritate). Y es dentro de los países ricos donde la desigualdad hace más ruido político. Estas desigualdades relativas que algunos quieren seguir explicando con las vetustas teorías del “centro” y la “periferia” tienen mucho más que ver con el desempeño propio en cada país de las instituciones y los procesos de desarrollo (y su impacto en la productividad total de los factores), que con los alardes exculpatorios de que “el subdesarrollo de unos es la consecuencia del desarrollo de los otros”. En el libro La paradoja de la globalización, Dani Rodrick comenta que a menudo somete a alumnos y a colegas a un interrogante de repuesta contraintuitiva: ¿qué prefiere usted, pertenecer al decil superior en una nación pobre o al decil inferior en una nación rica? La mayoría escoge el decil superior en la sociedad pobre. La respuesta “rápida”, que bien podría explicar la economía conductual en las influencias de imágenes de consumo suntuario de algunos ricos en el mundo pobre, guía al error, sin reparar en que el promedio de los más pobres en un país rico gana tres veces más que el promedio de los más ricos en un país pobre. El auto de lujo y la mansión ostentosa de la imagen mental solo representan a la ínfima minoría de los más ricos en las sociedades pobres. La respuesta correcta es que es preferible desde el punto de vista del ingreso y de otros indicadores sociales ser pobre en una sociedad rica que rico en una sociedad pobre. Pero los rezagados en una sociedad rica no se comparan con sus semejantes de una sociedad pobre, sino que tienen en cuenta la evolución de su ingreso relativo en el tiempo y su relación con el ingreso de otros en esa misma sociedad. Tema de atención para las políticas públicas nacionales sobre las que no se puede culpar al proceso globalizador.
Son las “desigualdades relativas” propias de cada país las que han sido aprovechadas por los populismos posmodernos (hijos putativos de los totalitarismos modernos) para exacerbar el resentimiento y agitar la confrontación “pueblo-antipueblo”, promoviendo proclamas antiglobalizadoras que polarizan las audiencias nacionales y minan los cimientos de las democracias representativas y republicanas. El debilitamiento de las democracias y el endurecimiento de los autoritarismos en la “casa común” es otra de las causas responsables del repliegue globalizador, con las consecuencias que eso traerá aparejadas. Sin convivencia con un Estado de Derecho de fundamento republicano en el orden interno, es una quimera la convergencia a instituciones de gobernanza global que permitan soluciones cooperativas y vinculantes para lidiar con problemas globales como el cambio climático, entre otros. Y sin soluciones globales, la “tragedia de los comunes” en el uso del bien público global “clima saludable” está a la vuelta de la esquina.
Otra deriva del auge populista que mina la convivencia en la casa común es el “pobrismo distributivo”. Abreva en las reivindicaciones que fomenta el populismo de la “modernidad líquida” porque ya no puede apelar a la contracara productiva que ofrecía décadas atrás la planificación centralizada comunista. La demanda distributiva se presenta como contestataria de la economía capitalista, pero ha terminando legitimando por doquier lo que Baumol y otros en el libro Good Capitalism, Bad Capitalism, and the Economics of Growth and Prosperity identifican como capitalismo “oligárquico o de amigos”, que ha proliferado a partir de la implosión de la Unión Soviética. Sus objetivos no están puestos en el desarrollo social inclusivo, sino en la preservación de un poder concentrado, autocrático y consustanciado con un estrecho núcleo de intereses dominantes. La cultura productiva es sustituida por una cultura rentista que concentra el ingreso y acrecienta las desigualdades. Como consecuencia, cunden la informalidad, la burocracia parasitaria y la corrupción. El capitalismo “malo” redistribuye pobreza y degrada el medio ambiente. Los teólogos de la liberación quedaron entrampados en el colapso socialista, y muchos pobristas críticos del orden capitalista, a veces, incluso sin proponérselo, sucumben a esta variante corporativa de capitalismo “malo”.
La invasión de Rusia a Ucrania es un trastorno de primera magnitud para el orden de la “casa común”. La guerra trastocó todo. Si mañana podemos autodestruirnos, 2050 y la meta de emisiones neutras que exige la agenda climática se alejan mucho de las prioridades dominantes. El conflicto ha puesto en jaque un orden mundial basado en reglas que provienen de la posguerra, y amenaza sustituirlo por otro donde prevalece la ley del más fuerte. Peter Zehian, autor del best seller The End of The World is Just the Beginning (2022), vislumbra con pesimismo el reordenamiento que sobrevendrá. Ve a Estados Unidos replegándose de la seguridad de los océanos, con el consiguiente encarecimiento de los costos del transporte, todo combinado con una demografía adversa en muchas regiones (menos ahorro, menos inversión, tasas reales de interés más altas) y una escalada de potenciales conflictos en diferentes zonas calientes (con foco en el Mar de China). Pronostica como consecuencia una reversión del proceso globalizador. Una casa común donde los intereses geopolíticos preceden a los intereses económicos. Un mundo, en fin, más complicado para los pobres y para los desafíos que plantea el desarrollo sostenible. Ojalá se equivoque. Pero atención, el cuidado de la casa común llama a una nueva reflexión para aprender de los errores, proponer nuevas ideas y reorientar el rumbo, alentando liderazgos consustanciados con los valores de las democracias republicanas.
Doctor en Economía y en Derecho