El cuarto poder
En el Newseum, el museo dedicado al periodismo recién abierto en Washington DC, cada mañana se pueden leer las primeras páginas de los ochenta periódicos más importantes del mundo, transmitidas por satélite al espectacular edificio –un monumento a la tecnología–, levantado en la Pennsylvania Avenue, a medio camino entre la Casa Blanca y el Capitolio y a un paso de los principales museos de la ciudad –la National Gallery, el Museo de las Ciencias, el Hirshhorn Museum, el Smithsonian–, además de la más grande biblioteca del mundo, la Library of Congress.
El Newseum tiene méritos suficientes para alternar con aquellas instituciones, la cara más culta y civilizada de este país. Empezando la visita por el sexto piso y bajando hasta el sótano, el visitante recibe un curso gráfico y caudaloso de la evolución de la información, desde los tiempos primitivos (los tambores africanos, los quipus incaicos, las tabletas de arcilla babilónicas y los pergaminos egipcios) hasta la revolución audiovisual de nuestros días, que, al decir de Octavio Paz, nos ha hecho por fin contemporáneos de todos los hombres.
El museo está maravillosamente concebido y presentado y las dos o tres horas que toma recorrerlo permiten conocer apenas la punta del iceberg de las posibilidades que encierran sus reparticiones. En cada una de ellas uno puede pasarse muchas horas, días enteros, escuchando los más famosos programas de radio o de televisión dedicados a los grandes acontecimientos políticos y sociales de las últimas décadas: la revolución bolchevique, la subida de Hitler al poder, la “larga marcha” de Mao, los avatares de la primera y segunda guerras mundiales, la Guerra Fría, el crash del año 29, el asesinato de los Kennedy, la crisis de los cohetes, el viaje al espacio, la caída del Muro de Berlín, los atentados terroristas de Nueva York, Madrid y Londres, entre otras centenas de episodios que marcaron su tiempo y fueron los más significativos de la transeúnte actualidad.
Los descubrimientos científicos y los hechos culturales destacados tienen también un espacio importante, según aparecieron en las informaciones y los debates que suscitaron en la prensa. Por momentos se tiene la impresión del infinito, de que nadie podrá nunca agotar toda esta oceánica riqueza.
La experiencia es fascinante y aleccionadora. Por si alguien todavía no lo sabe, el periodismo, bautizado el “cuarto poder” del Estado con cierta modestia –en algunas circunstancias se convierte en el primero–, ha sido, en su mejor expresión, un factor esencial de progreso y modernización. Dinamitó prejuicios y abolió ignorancias que impedían la comunicación entre culturas, países e individuos, y contribuyó de manera decisiva a denunciar y poner fin, o al menos a atenuar, injusticias e iniquidades como la esclavitud, el racismo, la xenofobia y, en general, los crímenes y atropellos contra los derechos humanos, así como a impulsar la cultura democrática, ejercitando la libertad de información y el derecho de crítica.
Una de las secciones más emotivas del museo está dedicada a las mujeres y los hombres que, practicando su profesión, fueron secuestrados, encarcelados, torturados y asesinados en los cinco continentes. Se trata de una estadística abierta –se renueva cada día– que, en vez de disminuir, se ha ido acrecentando en los últimos años.
El Newseum no escamotea el aspecto negativo y siniestro que también tiene el periodismo, sobre todo en nuestro tiempo: el hacer pasar gato por liebre, la ficción como realidad, la mentira por hecho consumado. Uno siente escalofríos cuando descubre que periódicos tan prestigiosos como The New York Times, The Washington Post y The New Republic –yo he colaborado en los tres y padecido las enloquecedoras “verificaciones” a que sus editores someten cada artículo– pudieron ser engañados, a veces a lo largo de años, por astutos plumíferos que fabricaron informaciones y se las arreglaron para filtrar mentiras en sus páginas sin ser detectados.
Pero, a mi juicio, el museo no pone suficiente énfasis en el fenómeno del amarillismo y el sensacionalismo, que es ahora el cáncer de la prensa, principalmente en las sociedades abiertas. Es verdad que dedica algunas vitrinas a diarios y revistas, y a unos cuantos programas de radio y de televisión, especializados en esta degeneración periodística –una verdadera plaga que infecta la información en nuestros días– que arrolla la vida privada y los derechos individuales, explota los peores instintos, banaliza la vida y la encanalla mudándola en pura chismografía, pero el Newseum presenta este fenómeno como algo pintoresco y marginal y no como lo que es, un hecho neurálgico de la realidad periodística contemporánea.
Además de instructivo, el Newseum tiene algo de parque de atracciones y va a competir exitosamente con otra de las mejores diversiones que ofrece la capital norteamericana: el Museo de Aeronáutica y del Espacio. Porque en éste también hay películas en cuatro dimensiones que provocan estertores de pánico y alaridos de entusiasmo con sus recreaciones filmadas de las hazañas y tragedias documentadas por eminentes reporteros –como Edward Murrow transmitiendo desde la azotea de un edificio londinense, entre el humo y las llamas, el bombardeo de la ciudad por la fuerza aérea hitleriana– y millares de fotos y objetos ligados a los más famosos profesionales de la prensa.
Aquí se puede contemplar desde la aparatosa maleta y el escritorio portátil que llevaba consigo en sus correrías el ciudadano Tom Paine hasta el automóvil acribillado de balazos en el que fue asesinado un periodista de Arkansas por denunciar las pillerías de una mafia local. Y los cuadernos de notas y las cintas y grabaciones de muchos corresponsales caídos en Filipinas, Vietnam, Bosnia, América Central, Irak, o que murieron aplastados entre los escombros cuando informaban el 11 de septiembre sobre la voladura de las Torres Gemelas de Wall Street por los fanáticos islamistas.
La mañana que pasé en el Newseum me ha confirmado, de manera abrumadora, algo que adiviné cuando era todavía un mocoso que acababa de pasar del pantalón corto al largo y me atreví a comunicarle a mi padre que había decidido ya no ser marino, sino periodista: que, después de la literatura, no hay actividad o profesión más apasionante que el periodismo. Ninguna que haga vivir tanto la vida como una permanente aventura, que exponga a quien la practica a tantas experiencias sobre la condición humana y sus infinitas manifestaciones y ramificaciones, y que eduque mejor y de manera tan vívida sobre las grandezas y miserias de la historia que se va haciendo en nuestro entorno y la levadura que anima la vida de las naciones y los individuos.
Por obvias e inevitables razones el Newseum está centrado principalmente en la experiencia estadounidense y, aunque en sus nutridas salas figuran también bastantes aspectos del periodismo europeo, asiático y latinoamericano –el africano brilla por su ausencia–, en lo que concierne a estas regiones queda todavía mucho por mostrar.
Una conclusión se impone al visitante cuando, en esta mañana de primavera fría y lluviosa, termina la visita: a lo largo de la historia, el periodismo en los Estados Unidos ha gozado de una libertad extraordinaria para criticarlo todo, sin eufemismos ni pelos en la lengua. No hay país que se haya sometido a una autocrítica semejante. No siempre fue fácil. Hubo muchas batallas y obstáculos en el camino, pero, aun en los períodos más difíciles –los años del maccarthismo, por ejemplo, o el recientísimo de los escándalos de Abu Ghraib y Guantánamo– siempre aparecieron órganos de prensa y periodistas que se enfrentaron a los intentos de censura del gobierno o de los poderes fácticos (las fuerzas armadas, las corporaciones, las iglesias, los sindicatos), fueron a pelear a los tribunales y la justicia terminó dándoles la razón.
No es difícil establecer un vínculo entre este hecho, el de haber tenido un periodismo independiente y crítico a lo largo de toda su historia, y ser Estados Unidos uno de los escasísimos países del mundo que puede jactarse de no haber padecido nunca un dictador. Porque la ecuación es infalible: el grado de libertad de que goza la información es un reflejo inequívoco de la libertad que existe en el conjunto de la sociedad, y viceversa. Se trata de una regla que no tiene excepciones.