El crónico vicio del Estado de gastar más de lo que tiene
Una de las tantas sectorizaciones que se pueden hacer de la Argentina que honrosamente recibió al G-20 permitiría diferenciar tres estamentos: el Estado; uno que representa al 10% de la sociedad y que comprende a los que tienen capacidad de generar ahorro, capital o renta, y por último el 90% restante, que vive al día de sus ingresos mensuales provenientes de un salario del sector privado o de haberes del sector público (aun si con esos ingresos está pagando la amortización de un automóvil o de una vivienda). Bien se puede señalar que el Estado está totalmente quebrado. Desde hace mucho tiempo viene operando a pérdida y se ha mantenido en pie sobre la base del crédito -externo e interno-, cosa que no ha hecho más que profundizar su situación de quiebra. Sin embargo, tiene el poder de regulador del funcionamiento colectivo, con lo que afecta y determina el destino de los otros dos estamentos.
Todos los padecimientos argentinos tienen su origen en el Estado y en su crónico vicio de gastar más de lo que dispone. Si no comenzamos a corregirlo de una vez, no saldremos nunca del pozo. Trabajar en el Estado es un privilegio. Por de pronto, hay una estabilidad laboral que no rige en el ámbito privado. Al margen de esta norma, y en respuesta a los que reclaman una reducción drástica del Estado, convendría aclarar que en las actuales circunstancias es impensable e inadmisible despedir funcionarios que estén cumpliendo lealmente su responsabilidad laboral en el sector público (aunque exigir esta condición es un compromiso moral ante los tantos argentinos que no tienen trabajo).
Sin embargo, resulta temerario -si no inmoral- que en una situación de quiebra se hayan tomado créditos en dólares a tasas del 7% anual (para cambiarlos a 12, 13, 15, 16 o 20 pesos, según fue evolucionando la cotización del dólar) para otorgar aumentos que acompañen la evolución de los precios al universo de públicos -en Nación, provincias y municipios- que dependen vía salarios o asignaciones del Estado argentino y que representan el 87% de sus erogaciones totales. Está muy claro que un país no es una empresa. Pero eso no quiere decir que un país sea un barril sin fondo. Tiene fondo, y la Argentina lo traspasó varias veces. Si una empresa está fundida y endeudada hasta las narices -como lo está el país- y sus ejecutivos toman préstamos adicionales cuyos intereses ni siquiera podrán enfrentar para ajustarles a sus empleados los salarios de acuerdo con la inflación, serán demandados por sus accionistas por irresponsables.
Es verdad que este gobierno ya recibió el país quebrado y que uno de los factores contributivos a la quiebra fue el sistema de asistencialismo que engendró el kirchnerismo. Es cierto también que en las condiciones sociales en que asumió no había ningún margen para desmantelar ese sistema. Pero ¿qué necesidad tenían de ampliarlo en la forma en que lo hicieron para ahogar las cuentas públicas y profundizar la crisis? Es muy loable desde el punto de vista humanista, pero no en situación de quiebra. Hagan humanismo -o política- con recursos genuinos, no con deuda. La experiencia enseña que el asistencialismo consolida la pobreza. Solo el empleo la revierte.
No obstante, debe reconocerse que en el plano institucional -dimensión que muchos consideramos fundamental- se han producido mejoras sustanciales que hacen a la calidad de vida, al Estado de Derecho y a los derechos humanos. Y en el plano económico merecería destacarse haber asumido la ingrata tarea del imprescindible sinceramiento de las tarifas de los servicios públicos. Es una lástima que la manera desprolija en que se hizo le haya dejado a la sociedad un sabor amargo.
El país tiene salida, ya que su estructura productiva es extraordinaria y tiene un potencial casi sin límites. Pero está ahogado por un sistema impositivo y laboral que carcome la rentabilidad y le impide el desarrollo. Con el marco impositivo de Uruguay -donde el agro no tiene retenciones-, de Chile, de Perú, de Paraguay, de Brasil y de cualquier otro país, esta estructura productiva nos llevaría al primer mundo.
El país necesita del 10% con capacidad de ahorro para intentar cualquier despegue, porque es el único sector que tiene los recursos y la habitualidad de generar riqueza en condiciones adversas. Pero precisa que el Estado recree factores de rentabilidad -básicamente, que atenúe el acoso impositivo- que le den estímulos y confianza para que deje de transformar el fruto de su esfuerzo en moneda extranjera (algo que hace legítimamente y como forma de preservar lo suyo) para que lo vuelque en inversiones y emprendimientos en el país.
¿Cómo interpretaría el otro 90% de la sociedad que no sabe si llega a fin de mes que el Estado promueva la inversión para que ese 10% de "los que más tienen" aporte su capital a proyectos en el país? Hay una tarea pedagógica que este gobierno no está haciendo. Máxime cuando nunca se explicaron debidamente las causas de la crisis de 2001. Se "vendió" a la sociedad que el causal de aquella crisis fueron las políticas neoliberales de los años 90, cuando en realidad lo que sucedió fue que el Estado, gastador descontrolado, no pudo devolver los préstamos que tomó del exterior ni los dólares que canjeó al público en el marco del programa del uno a uno con esa moneda porque se gastó esos fondos. Entonces, no tuvo más remedio que repudiar la deuda y timar a los que prestaron al país -con todas las nefastas consecuencias que nos trajo aparejadas- y estafar a los que canjearon sus dólares por pesos a la par, al devolverles una fracción de las sumas que habían confiado al Banco Central.
El gran culpable de la masacre de 2001 -una pérdida inútil de recursos que los sectores productivos habían generado en décadas y un padecimiento atroz a todos los asalariados y los humildes del país- fue el Estado argentino, que con su quiebra nos esquilmó a todos. ¿Qué políticas atribuidas al neoliberalismo fueron las causantes de la crisis? ¿Las que buscaban equilibrios macroeconómicos? ¿Ajustar los gastos a los ingresos? ¿No emitir más allá de la generación real de bienes y servicios? ¿Desregular la economía? ¿Las privatizaciones? Como hacer política es gastar, esa fue la artimaña que usó la clase política para seguir gastando. A hoy y para no repetir el final los haberes públicos se deberían aumentar de acuerdo con las posibilidades genuinas de la caja del Estado. Todos padecemos la suba de la luz, el gas y las compras del supermercado. Pero otra cosa es que por tratar de preservarles el ingreso a los que dependen del Estado o estimular el consumo con fines electorales nos terminen hundiendo a todos una vez más. Desde cierta lógica, se otorgan aumentos de acuerdo con la inflación y la caja "que se las arregle".
Por su vocación de gastador empedernido, el Estado viene incubando una situación de insolvencia que si no se frena a tiempo puede desembocar en otra catástrofe. Si esto llegara a suceder, el Estado volvería a sumergir en la desgracia a vastísimos sectores de la sociedad y les volvería a rapiñar a aquellos que atesoraron en el país una porción significativa del capital que reunieron con su esfuerzo y sus competencias. Tomemos conciencia de esto y exijámosles responsabilidad y cordura a los cuatro grandes actores que tallan en esta materia: Gobierno, sindicatos, Justicia y oposición.
Empresario y licenciado en Ciencia Política