El cristinismo busca votos para una amnistía general
El primer año de gestión presidencial de Alberto Fernández concluye con los mismos interrogantes con los que se inició en torno de las tensiones políticas derivadas de su peculiar relación con la vicepresidenta de la Nación. A comienzos de esta última semana, el Presidente pareció ponerle por primera vez un límite a Cristina Kirchner tras el ultimátum vicepresidencial que exigía cambios en el gabinete. Después del castigo epistolar de la mentora de su candidatura presidencial contra "funcionarios que no funcionan" o de su más reciente invocación en el Estadio Único de La Plata para que aquellos ministros y ministras que tengan miedo "vayan a buscar otro laburo", el primer mandatario respaldó públicamente a todos sus colaboradores ministeriales.
El malestar de algunos funcionarios con Cristina Kirchner se tornó más notorio que nunca. No solo creen que la vicepresidenta desvirtuó un acto que había sido pensado para transmitir unidad en la coalición oficialista, sino que volvió a desgastar al Presidente. Y las operaciones de alcahuetismo vicepresidencial, como la de Alicia Castro acusando al vocero presidencial de no aplaudir a la expresidenta o la del diputado Nicolás Rodríguez Saá fustigando a Felipe Solá por "reírse" de Cristina, terminaron por acentuar las malquerencias, al margen de traslucir el rostro autoritario de un sector para el cual no venerar a la jefa implica un sacrilegio y responder a sus cuestionamientos, una traición.
Esta vez Alberto Fernández reaccionó con mayor rapidez que otras veces. Pero no se animó a ratificar a su gabinete en el mismo acto de La Plata, delante de su vicepresidenta, sino que esperó varios días. Cabe preguntarse cuánto hubiese durado, con Néstor o Cristina Kirchner al frente del Poder Ejecutivo Nacional, un vicepresidente que se plantara con un discurso tan voraz como el que la expresidenta le hizo escuchar en La Plata al jefe del Estado.
Preservar la coalición gobernante, contener a todos sus integrantes, parece ser el objetivo central del primer mandatario. El problema es que, en un sistema tradicionalmente hiperpresidencialista como el argentino, Alberto Fernández es visto con demasiada frecuencia como un simple apoderado de Cristina. La propia vicepresidenta quisiera verlo, en el mejor de los casos, como una suerte de CEO sujeto a un board que ella cree liderar en forma absoluta en tanto dueña de la mayoría de los votos.
El indisimulable ímpetu de Cristina Kirchner por influir en la agenda económica esconde una preocupación mayor: las elecciones legislativas de 2021
Mientras la ciudadanía y quienes toman decisiones vitales para la economía del país tratan de develar si están frente a un presidente o ante un simple vicario, en la medida en que Alberto Fernández se sienta cómodo intentando actuar como árbitro, es probable que la situación no implosione. Nos acostumbraremos a las fricciones políticas y a los cortocircuitos que el Presidente se esfuerza por disimular aunque la vicepresidenta se empeñe en hacerlos ostensibles. Pero, entretanto, el jefe del Estado podría seguir careciendo de la posibilidad de imponer una agenda propia.
La novedad de los últimos días es que Cristina Kirchner ya no solo se muestra preocupada por fijar la estrategia en materia judicial que le permita consagrar su impunidad, sino también por imponer la orientación económica del Gobierno. Su reciente elogio a la pasada gestión en el Ministerio de Economía de Axel Kicillof fue un claro mensaje a Alberto Fernández y a Martín Guzmán.
Aquella pequeña dosis de esperanza que, a fuerza de promesas, había logrado el ministro Guzmán entre empresarios y el staff técnico del FMI que evalúa la posibilidad de una renegociación de la abultada deuda argentina con el organismo se diluyó en menos tiempo que canta un gallo. Hoy hasta el descongelamiento de tarifas, que debía implicar una reducción de los subsidios estatales y un menor déficit fiscal, está en duda. Sobre todo, después de las advertencias públicas de Cristina Kirchner, que anteponen una lógica electoral a la lógica económica, a riesgo de que se desate una crisis inflacionaria aún mayor. La vicepresidenta ha sugerido que la inflación no baja porque no se están controlando debidamente los precios, y ahora la ineficacia para contener la inflación se refleja en la convocatoria a los intendentes oficialistas del conurbano bonaerense para ponerse al frente de controles de precios en comercios y supermercados. Debería recordar que durante su primer gobierno, entre 2007 y 2011, la Argentina perdió alrededor de 11 millones de cabezas de ganado por los controles sobre el comercio exterior justificados por la fracasada idea de "cuidar la mesa de los argentinos".
Su indisimulable ímpetu por influir en la agenda económica esconde una preocupación mayor de Cristina Kirchner: la posibilidad de que la coalición oficialista pueda sufrir una derrota en las elecciones legislativas de 2021.
La vicepresidenta cree que no será fácil ganar las elecciones en un contexto de ajuste económico. De ahí que pretenda seguir postergando las correcciones en las tarifas y busque persuadir de que el equilibrio fiscal debe ser un punto de llegada, pero no el punto de partida. Nadie refuta tajantemente cerca del Presidente el criterio de Cristina Kirchner: "Las correcciones las debimos haber hecho de entrada, ni bien asumimos. Pero no fue posible porque nos sorprendió la pandemia", se excusan fuentes oficiales.
Sabe la multiprocesada expresidenta que su esperanza de librarse de las causas judiciales que la acosan dependerá cada vez más del resultado de ese acto electoral. No era esa su estrategia inicial. Imaginaba que el mero acceso a la Casa Rosada de su delfín iba a poner un punto final a sus penurias en los tribunales. Pero no ha sido así. Más allá de algunas victorias parciales, la decisión de la Corte Suprema de ratificar una condena contra Amado Boudou; la confirmación judicial de la constitucionalidad de la ley del arrepentido, que permitió avalar los testimonios de 31 imputados colaboradores en la causa de los cuadernos de las coimas; el hecho de que ocho causas judiciales en las que ella se halla procesada estén listas para avanzar hacia el juicio oral, al igual que los millonarios embargos en su contra y las empresas familiares intervenidas, dan cuenta de que su situación judicial dista de ser favorable.
Sobran en el kirchnerismo proyectos tendientes a domesticar a los jueces, pero ninguno puede ser impuesto con la velocidad que desearía su jefa. En la Cámara de Diputados, quedó paralizado el proyecto oficial de reforma judicial mediante el cual el oficialismo apuntaba a copar el fuero federal con jueces y fiscales adictos. Tampoco la Justicia ha actuado con la celeridad que el cristinismo esperaba para poner contra las cuerdas a funcionarios del gobierno de Mauricio Macri, y forzar tal vez un intercambio de prisioneros. Si los planes para gestar una Justicia a medida no prosperan, la solución sería una ley general de amnistía como la que podría sancionar el Congreso si el número de bancas kirchneristas creciera significativamente tras las elecciones.
La desesperación que cunde en el cristinismo fue transparentada por Luis D’Elía –hoy bajo arresto domiciliario–, quien le pidió a Alberto Fernández que impulse un aumento del número de miembros de la Corte y designe allí a seis nuevos magistrados. "O metemos una Corte nueva a como dé lugar o, en febrero, Cristina está en cana", afirmó. Detrás del escudo del lawfare, el pensamiento filosófico íntimo del cristinismo quedó patentizado en otra frase del dirigente piquetero: "¿Haber ganado por diez puntos en las elecciones no significa nada? ¿Quién mierda elige a los jueces de la Corte?". Sobran los comentarios.