El cosechador con alma de cronista
La magia no existe, pero que la hay la hay.
La semana pasada, junto al fotógrafo Hernán Zenteno, viajamos al Litoral a realizar una nota en el marco de la serie “Viaje al corazón del votante”. Estuvimos en Posadas, Los Apóstoles, Gobernador Virasoro. El objetivo era recorrer zonas productivas y registrar el pulso emocional previo a las elecciones; queríamos armar un mosaico de testimonios lo más diverso posible y lo veníamos logrando. Pero nos faltaba una voz: la de los tareferos, los cosechadores de la yerba mate, primer eslabón de la cadena que une los yerbales con los matecitos nuestros de cada día.
“¿Por qué no hablan con El Tarefero, el de Facebook?”, nos dijo el recepcionista de un hotel de Gobernador Virasoro. Zenteno le había preguntado por algún punto de encuentro, alguna parada de micros donde se reunieran los cosechadores. Nos miramos. ¿Facebook?
Era de mañana. Teníamos que salir a hacer unas notas en madereras y plantas productivas. Al día siguiente nos íbamos. Lo teníamos que ubicar, sí o sí, esa tarde.
Desde el celular, entré en Facebook y pedí amistad en la cuenta de El Tarefero. Lo empecé a seguir en Instagram, le mandé mensajes desde las dos redes. Sergio Ayala, se llamaba. Más tarde descubriríamos que en Colonia San Justo, donde vive, le dicen Tito.
"Cuando llegamos, ya casi no había luz. Ayala nos esperaba con una sonrisa. Tras él, en un rincón del cielo, asomaba un resplandor increíblemente blanco. La magia no existe, pero se había ido el sol y teníamos súper luna"
Fue un día agitado: entrevistas, ruta, ese estrés adictivo que siempre nos gana a los que hacemos esto. Cada tanto relojeaba el celular, a ver si El Tarefero respondía; calculábamos que debía estar en pleno trabajo en la cosecha. Nos preguntábamos con cuánta asiduidad miraría sus redes. Empezábamos a conocerlo sin todavía haber intercambiado palabra. Sergio Ayala, una voz serena; cosechador con alma de cronista. En sus posteos no hay selfies, sino vocación por registrar al otro: trabajadores que avanzan por senderitos de tierra roja, alguien que comparte una naranja, hombres que pesan bolsas rebosantes de hojas verdes, la sombra del timbó, una víbora que se escurre entre la maleza, el repentino vuelo de un ave. Algunos videos están musicalizados. Todos llevan su firma. El Tarefero sabe de imágenes y de los códigos del mundo virtual.
Finalmente, por la tarde, respondió. De los mensajes inciertos en las redes pasamos al diálogo por WhatsApp. Él ya estaba en su casa, a 8 kilómetros de donde estábamos nosotros. De a poco, la tarde iba cayendo. Yo podía entrevistarlo, pero… ¿y las fotos?
Al auto, rápido. A ganarle a la noche. A evitar los camiones cargados de madera que hacían que todo fuera más lento.
Al acercarnos a Colonia San Justo, el camino se hizo de tierra. Tierra correntina, roja y volátil, que cada vez que venía un auto de frente nos sumergía en una neblina espesa.
Cuando llegamos, ya casi no había luz. Ayala nos esperaba con una sonrisa. Tras él, en un rincón del cielo, asomaba un resplandor increíblemente blanco. La magia no existe, pero se había ido el sol y teníamos súper luna.
Ayala es hijo de la cosecha “desde el moisés”, cuando su mamá lo llevaba con ella mientras trabajaba, junto a otras mujeres, en un yerbal que estaba por allá nomás, del otro lado del pueblo.
Siempre trabajó de esto, dice. Sus manos lo atestiguan; el cuerpo fibroso, también. Estudió Sistemas, pero cuando se nace en ciertas cunas no siempre con estudiar alcanza; para El Tarefero, el sustento siempre terminaría llegando del lado de la tierra.
Generoso, nos da todo el tiempo que le pedimos. Nos cuenta que con los videos busca hacer conocer la vida de sus compañeros. No romantiza: el trabajo en el yerbal es duro, la paga escasa y no todos conocen la seguridad del empleo fijo. El don de El Tarefero, parece, es el de tender lazos: en San Justo le celebran los relatos que escribe cuando juega el equipo de fútbol local. En los momentos de descanso, anima a sus compañeros a sentarse, a ponerse en ronda, hablar. Tiene la acertada intuición de que si hay algo transformador en este mundo, eso es la palabra.
No, la magia no existe. Pero cómo se le parecen los seres que, sin alardes, saben recrearla.