El coronavirus no nos debe impedir el ejercicio de la duda
Cumplir el "aislamiento preventivo" no solo es una obligación legal sino un mandato ético. Está claro. Romper el encierro no solo implica un riesgo para nosotros mismos, sino para los demás. La salud pública está por encima de nuestra libertad individual. En eso parece haber un saludable y mayoritario consenso. Sin embargo, la dramática restricción a nuestra libertad ambulatoria no debería impedirnos el ejercicio de la duda y la formulación de interrogantes, aún de aquellos para los cuales no tenemos –naturalmente- respuestas.
Es inevitable preguntarnos, en principio, por cuánto tiempo puede sostenerse una medida de este calibre sin provocar un colapso "multisistémico". No podemos eludir, tampoco, las preguntas sobre sus secuelas a mediano y largo plazo. Las consecuencias no solo anticipan dolorosas penurias económicas. También pueden implicar un quiebre en nuestro sistema de convivencia y en el entramado de nuestro tejido social. No se trata de agregar angustia y ansiedad en un clima de profunda incertidumbre, pero tampoco podemos transitar esta situación con la liviandad de los eslóganes que circulan por las redes. Una cuarentena extendida en el tiempo puede, en el mejor de los casos, protegernos frente a la pandemia. Pero también puede desatar miseria, hambre y desempleo a escalas desconocidas, epidemias de angustia y depresión, así como comportamientos derivados de la desesperación y el descalabro. No imaginarlo ni tratar de prevenirlo también podría ser irresponsable.
La Argentina ha mostrado, en estos días, señales de madurez política y de solidaridad ciudadana. Nos ha tranquilizado la imagen de un Presidente escoltado por líderes opositores, como nos emociona y nos conmueve la entrega de médicos, enfermeros, policías y otros servidores que se exponen por cumplir con su deber. Un clima ligeramente "patriotero", sin embargo, podría interpretarse como una señal de alarma. Es naturalmente sano que tendamos a unirnos ante la adversidad, que depongamos sectarismos y nos despojemos de oportunismos y conveniencias sectoriales. Pero también es sano preservarnos de aquel clima "malvinero" que nos amputó el espíritu crítico. Nunca es bueno abolir la disidencia, las preguntas y la duda, frente a temas en los que nadie es dueño de una verdad absoluta.
Es nuestra obligación acatar las disposiciones del Gobierno. ¿Pero son las decisiones correctas y adecuadas? Hay derecho a la duda. Los alcances dispares de las cuarentenas que han dispuesto países distintos ante la misma amenaza, agrandan los interrogantes. Es evidente que falta consenso internacional, que no hay protocolos uniformes y que no todos los gobiernos siguen las mismas pautas. No se conoce, por ejemplo, que haya habido una cumbre por teleconferencia entre los presidentes de Sudamérica para discutir y uniformar criterios. No hay un comité de crisis que nuclee a expertos de naciones limítrofes. No hay un "comando científico" unificado que emita recomendaciones con validez general. Eso, lejos de tranquilizar, alimenta las dudas.
Si el imperativo ético impide a cada ciudadano ejercer en plenitud su libertad, también debería impedir que cada gobierno haga lo que mejor le parezca. La ONU, la OEA, el G7, el G20, sin embargo, parecen tener un deslucido papel ante el cataclismo sanitario que sacude al mundo.
En la escala local, ¿se ha contemplado la multiplicidad de variables que implica el "encierro" de toda la población? "Quedarse en casa" es muy distinto para una familia de clase media urbana que para una que vive en condiciones de hacinamiento y miseria. No es lo mismo para adultos mayores que viven solos que para parejas de mediana edad; es muy distinto para gente de las ciudades que para habitantes de aisladas zonas rurales; no es igual para alguien que tiene (o cree tener) su sueldo asegurado que para un plomero o un taxista que dependen de salir todos los días a ganar su jornal; tampoco para un pequeño comerciante que vive al día y la semana que viene tendrá que pagar el alquiler. En Argentina, además, el 40% de los trabajadores lo hace "en negro", sin red ni protección social. ¿Cuánto tiempo pueden quedar encerrados sin que estalle la desobediencia?
"#Quedate en casa" no puede convertirse en un simple hashtag de la corrección política, como si todos pudieran hacerlo en condiciones de tranquilidad y razonable confort, con Netflix, libros y contención familiar, tocando el ukelele y haciendo manualidades para subir a Facebook. ¿Se han medido los impactos psicológicos del encierro y el aislamiento prolongados en condiciones precarias y de extrema incertidumbre? ¿Se ha calibrado cómo juega el instinto de libertad frente al mandato de la responsabilidad y la obligación? No hay nada menos natural que el encierro forzado.
El debate sobre el marco jurídico en el que se ha tomado esta medida sin precedentes parece ocupar, mientras tanto, un espacio marginal. ¿Pueden suspenderse las libertades más elementales por un mero Decreto de Necesidad y Urgencia? Hoy se utiliza esa herramienta ante una amenaza sanitaria. ¿Mañana podría tomarse como precedente frente a "amenazas" más discutibles? ¿No se le estará abriendo otra puerta -como acaba de advertir el pensador israelí Yuval Harari- a la vigilancia totalitaria? ¿No se le estarán dando argumentos al Estado paternalista y autoritario? ¿No se estarán abonando, al amparo del miedo, la pretensión del pensamiento único y los rebrotes nacionalistas? Podrán parecer preguntas impertinentes, pero no nos olvidemos que, de un día para el otro, lo que parecía impensable se ha tornado real.
La solidaridad social es uno de los valores más sanos y estimulantes frente a situaciones de peligro o catástrofes de cualquier tipo. Deberíamos estar muy atentos a no empañar ese valor con actitudes de intolerancia, reacciones estigmatizantes y linchamientos ciudadanos. En estos días hemos visto, estimulados por la paranoia y la psicosis, comportamientos preocupantes, como si el escrache pudiera ser una manera de garantizar el cumplimiento de la cuarentena. Por supuesto que hay irresponsables, indolentes e individuos con conductas temerarias. Pero, ¿qué hacemos? ¿Los linchamos o dejamos que actúe la Justicia? Debemos aferrarnos a la institucionalidad, defender las reglas de convivencia y respetar al otro, aunque su reacción sea diferente de la nuestra.
La intolerancia también se ha estimulado en las redes, donde la duda goza de considerable desprestigio. Cualquiera que se atreva a plantear interrogantes deberá lidiar con un coro de descalificadores que asumirá el exclusivo patrimonio de la prudencia y la razonabilidad. Ya nos pasó en otras épocas: "El que no salta, es un inglés". La versión de hoy parecería ser: "el que duda es un irresponsable (y quiere que el coronavirus nos mate a todos)".
Dudamos, sin embargo, frente a gobiernos que improvisan sobre la marcha, que disponen medidas extremas y no sabemos si lo hacen con la información completa, que no se hablan entre ellos y que manejan libretos contradictorios, aun en temas de "ciencias duras". Dudamos frente a líderes que apelan a un amuleto (López Obrador), que se ríen de la pandemia, como Trump o Bolsonaro, o que pegan volantazos en el aire, como Boris Johnson. Dudamos cuando escuchamos al presidente Fernández recomendar bebidas calientes para matar al virus. Dudamos cuando vemos que en Francia, Alemania o California también hay cuarentena pero se permite (y se alienta) que la gente salga sola a andar en bicicleta o hacer actividad aeróbica, mientras acá nos dicen que eso es peligroso. ¿No hay un protocolo uniforme que indique qué se puede hacer y qué no ante la misma amenaza y en condiciones similares? Está claro que los gobiernos tampoco estaban preparados. La improvisación y las contradicciones justifican, entonces, que nos hagamos preguntas: ¿Se está haciendo lo único que se puede hacer? ¿Se han calibrado adecuadamente los costos o hacemos y "después veremos"? ¿Cómo seguimos cuando se levante la cuarentena? ¿Cuánto tiempo se puede sostener sin que se rompan todas las cadenas de pago? Y una pregunta más incómoda: ¿Podemos los países pobres, como el nuestro, hacer lo mismo que naciones ricas como Francia o Alemania, sin tener el mismo "colchón"? Hablar de las secuelas y los condicionamientos económicos no es una frivolidad ni es anteponer lo material por sobre la vida misma. De la economía también dependen, al fin y al cabo, nuestra salud, nuestro bienestar psíquico y emocional, nuestra vida y la de nuestros hijos, además de la paz social. No es una cosa o la otra; es encontrar el equilibrio; el delicado equilibrio entre salud pública, sustentabilidad económica y libertad individual. Menudo desafío.
La pandemia nos ha arrebatado el mundo tal como lo conocíamos. La magnitud de la emergencia nos obliga a ser solidarios y también humildes. Nos hemos quedado sin respuestas, forzados a digerir la angustia que implica lo desconocido. Pero serán nuestro espíritu crítico y nuestro apego a la libertad, tanto como nuestra responsabilidad y nuestra tolerancia ciudadana, los que nos ayudarán, seguramente, a enfrentar lo que vendrá.