El corolario de Baglini
Los geómetras veneran el teorema de Tales. Los ciudadanos deberíamos recordar siempre el teorema de Baglini: el grado de responsabilidad de las propuestas de un partido o dirigente político es directamente proporcional a sus posibilidades de acceder al poder. Esta observación, tan certera (aunque no exenta de excepciones), abre el camino para lo que, manteniendo la metáfora matemática, podría considerarse su corolario: una cosa es luchar y otra distinta es gobernar.
En una sociedad existen innumerables intereses, deseos, lealtades, odios y rencores. Cada individuo es un mundo que contiene esos elementos, en direcciones y proporciones distintas. Algunas de esas pulsiones se agrupan (ya sea en cenáculos, lobbies, partidos, movimientos o reacciones más o menos espontáneas), se potencian y se lanzan a la arena política para procurar su satisfacción. Quien se suma a esta clase de iniciativa ejerce un juicio de relevancia excluyente: la lucha por un propósito concentra la acción en ese propósito, mientras deja en relativa oscuridad cualquier otro objetivo, opuesto en su contenido o rival en el aprovechamiento de los recursos disponibles (ya sea económicos, temporales, personales, simbólicos, de organización o de relación).
El conjunto de las actitudes de lucha podría compararse con aquellas vueltas de calesita en que cada niño hace esfuerzos por tomar la sortija; es un fenómeno inevitable e incluso conveniente para la democracia, ya que de otro modo las apetencias latentes en la sociedad correrían el riesgo de no ser advertidas. Pero todas esas apetencias, o algunas de ellas, o incluso otras menos proclamadas pero igualmente relevantes, han de ser apreciadas, ponderadas y acogidas o desestimadas según un plan general o, al menos, una ideología coherente. Esa es la tarea de gobernar. Quien asume la tarea de dirigir una comunidad debe prestar atención a todas las actitudes de lucha, sin dejarse llevar por ninguna, porque su visión del todo como un sistema lo obliga a comprender la dinámica de los hechos, a prever las circunstancias capaces de comprometer el equilibrio dinámico y a distribuir los recursos de toda clase de los que pudiere disponer, en la forma que –con mayor o menor razón– estime conducente a la subsistencia del sistema durante su trayecto hacia el objetivo deseado.
Nótese que no estoy defendiendo aquí un objetivo frente a otro ni recomendando que unos intereses sean preferidos a sus rivales: solo sugiero tener en cuenta la utilidad de la retroalimentación negativa (como la postula la teoría general de sistemas) para que la sociedad subsista como pueda y quiera. En otras palabras, es vital que, desde el gobierno, se ejerza una visión comprensiva del conjunto y se asuma la responsabilidad de mantenerlo en funcionamiento. Así como la visión de conjunto parece poco apropiada para la lucha, porque embota la punta de sus espadas, asumir actitudes de lucha desde el gobierno puede ser catastrófico para la sociedad, porque origina el descalabro de expectativas menospreciadas y puede llegar a afectar la estructura misma del equilibrio social.
Bien está, pues, que a medida que se acerquen al poder, las posiciones se vuelvan más realistas. Pero ese realismo debería presidir tanto la visión panorámica de los gobiernos como el debate de las ideas políticas en la sociedad. Creo que Baglini aprobaría esta recomendación como su corolario.
Director de la Maestría en Filosofía del Derecho (UBA)