El corazón intruso de Jean-Luc Nancy
“¡Cómo me hizo trabajar!”, me dijo Jean-Luc Nancy hace varios años, después de responder lo último que me había quedado en el tintero. El intercambio había sido extenso, pero, salvo la jocosa impaciencia del final, el filósofo francés nunca dejó de responder con rapidez y bonhomía las preguntas que le mandaba a distancia de correo electrónico.
Por entonces acababa de publicarse entre nosotros El absoluto literario, su decisivo libro de 1978 sobre las ideas del círculo de Jena y el romanticismo alemán. Lo había escrito en colaboración con otro pensador atípico, Philippe Lacoue-Labarthe. Con él había conformado un tándem filosófico tan simbiótico que sus propias familias llegaron a vivir unos años en comunidad. Como si buscara dar ejemplo de la apertura al mundo que pregonaba, apreciaba los trabajos en colaboración. La paciencia ante aquella entrevista extensa fue otra prueba de esa vocación generosa.
"El tema capital del pensamiento de Nancy, de todos modos, fue el cuerpo"
Nancy murió la semana pasada, mucho después de lo que él mismo auguraba, sin dejar casi tema por tocar: del “fin del sentido” al “decir del mundo”, del arte al Holocausto, de lo comunitario al universo sensorial. Las dificultades del último año y medio no lo arredraron: tuvo tiempo de salir al cruce de su amigo Giorgio Agamben por su interpretación de la pandemia (el italiano consideró al Covid otra gripe más) y de publicar un texto de ecos nietzscheanos, Un virus demasiado humano.
El tema capital del pensamiento de Nancy, de todos modos, fue el cuerpo. “No ocupa un lugar central: ocupa todo”, me dijo cuando le pregunté por su importancia. El tocar, Jean-Luc Nancy se llamó un volumen tardío de Jacques Derrida (un viejo amigo que, como Lacoue-Labarthe, se fue antes que él) dedicado al sentido del tacto, que el padre de la deconstrucción creyó detectar como marca clave de su obra.
El interés por el cuerpo se profundizó por una razón personal. Nancy vivió los últimos treinta años con un corazón transplantado (fue el primero en ser sometido a esa intervención en Francia) y pasó por las difíciles consecuencias materiales y simbólicas de esa operación.
En El intruso –un libro brevísimo, casi un cuaderno de notas que Claire Denis se las ingenió para llevar al cine–, se interrogó sobre esa supervivencia y los dilemas que proponía. Su corazón, le reveló un médico, estaba programado para vivir solo cincuenta años. Morir a esa edad en otras épocas no tenía nada de escandaloso, reflexiona Nancy, sorprendido de que el corazón ajeno, ese “intruso” que le permite seguir en este mundo, pudiera ser tanto el de una mujer negra, el de un hombre joven o el de “un vasco”. Lo que cura es sin embargo también lo que lo afecta y lo vuelve extranjero de sí mismo: “Mi corazón tiene veinte años menos que yo, y el resto de mi cuerpo tiene una docena (al menos) más que yo. De este modo, rejuvenecido y envejecido a la vez, ya no tengo edad propia y no tengo propiamente edad”. A esos dos tiempos contradictorios, se suma un tercero, el de “los sucesivos avances, estancamientos y retrocesos ligados a la condición inmuno-fármaco-fisio-patológica” del trasplantado ante el posible rechazo del sistema inmunitario y el consecuente tratamiento (que en su caso derivará en un linfoma).
En un post scriptum al librito, casi quince años después de la intervención realizada a comienzos de los años noventa, dejó constancia de cómo combatía la fragilidad : “A veces temo la usura de tantos años de quimioterapia y de un corazón que trabaja en condiciones delicadas; otras, el tiempo pasado me parece, por el contrario, una garantía de regulación y de una larga travesía”.
La larga travesía de Nancy, que es la que se impuso, logró una filosófica y productiva velocidad de crucero hasta apagarse a los 81 años por una insuficiencia respiratoria. Solo entonces “el intruso” que llevaba dentro, ese órgano ajeno que era también lo que restaba vivo de otra persona ausente, anónima y colaborativa, dejó de latir con él.