El congreso panamericano de Simón Bolívar
Por Armando Alonso Piñeiro Para LA NACION
El 22 de junio de 1826 se celebró en Panamá un congreso panamericano que Simón Bolívar había soñado desde hacía años.
Es interesante recordar su desarrollo y final, porque el actual mandatario venezolano suele hacer una sobreactuación de su presunto ideario bolivariano, que, como se verá en el transcurso de la presente nota, dista mucho de emular al ilustre caraqueño. Sobre él, nuestro José de San Martín guardó siempre un afecto profundo, a pesar de todas las fantasías que se escribieron en el siglo siguiente.
El autor de la Carta de Jamaica se llamaba, en realidad, Simón José Antonio de la Santísima Trinidad Bolívar. En aquel documento, elaborado a fines de 1815, asomaba el espíritu racional del gran americano, incapaz de engañarse a sí mismo. Porque las diferencias políticas entre los revolucionarios que él había animado con fervor hicieron fracasar sus primeras ensoñaciones. Creyó siempre, sin embargo, en la necesidad y la factibilidad de una gran confederación continental de habla hispana, para oponerse a los avances de Estados Unidos y a las inocultables ambiciones brasileñas.
Fruto de tales cavilaciones fue el Congreso de 1826, en el que intentó reunir a todas las naciones del continente. Pero, en definitiva, no resultó más que una reunión bolivariana, porque sus principales miembros se limitaron a aquellos países en los cuales Bolívar tenía una clara preponderancia.
Se produjeron dos hechos significativos: la convocatoria del libertador del Norte había sido enviada a todos los integrantes del continente, pero la Argentina, Brasil, Chile y Estados Unidos no aparecieron. En cambio, un segundo episodio fue no menos llamativo: la presencia de potencias extracontinentales, como Gran Bretaña y Holanda.
Todo resultó un gran fiasco. La asamblea pasó sin pena ni gloria. La política estadounidense ya era por entonces aislacionista y veía los intentos de integración hispanoamericana como un desafío a sus planes expansivos. Los representantes de Washington se hicieron ver en las primeras reuniones de la asamblea, mas no tardaron en retirarse, lo cual formalmente significó una no participación de Estados Unidos. Pero antes de regresar a su país, los delegados del Norte cometieron un serio desliz: afirmaron que la doctrina Monroe –muy tenida en cuenta por Bolívar– sólo podría aplicarse a los norteamericanos.
Como es natural, esta curiosa posición implicó tanto un agravio como una equivocación. James Monroe –presidente entre 1817 y 1825– gestó su famosa teoría política en los últimos tramos de su segunda presidencia, que esencialmente rechazaba toda intervención de una potencia europea en cualquiera de los países americanos.
Para peor, el primer mandatario estadounidense elaboró en su momento la doctrina que lleva su nombre, en consonancia con el Reino Unido, nación ésta que había reaccionado airadamente contra las pretensiones de la Santa Alianza de ayudar a España a reconquistar sus colonias en América, aspiración que, obviamente, dañaba los intereses ingleses.
Pero es comprensible la deserción de Estados Unidos de la asamblea bolivariana, tanto como la de Brasil –que tampoco envió comisionados–, puesto que los propósitos de integración hispanoamericana chocaban con las etnias inglesa y lusitana. La posición de nuestro país, por su parte, resultó altamente contradictoria, pues nombró comitentes que no asumieron sus funciones: Manuel José García se apresuró a renunciar y José Miguel Díaz Vélez –ocupado por entonces con la guerra argentino-brasileña– tampoco pudo hacerse presente. En consecuencia, Buenos Aires no participó del congreso.
En cambio, el gobierno argentino tuvo por lo menos una iniciativa loable: propuso al mismo Congreso de Panamá una alianza defensiva y ofensiva entre todos los países del continente, que comprendía un rechazo total a toda posibilidad de intervención de cualquier país –americano o extracontinental– en los asuntos internos de las naciones signatarias. La iniciativa, lamentablemente, no tuvo éxito. Y fue una verdadera lástima, porque mató embrionariamente la posibilidad de gestar un ideario que avanzara más allá de la doctrina Monroe.
En cuanto al Congreso en sí, fueron varias las causas de su fracaso. Aparte del problema internacional reseñado (ausencia de países clave, aislamiento estadounidense, resquemores europeos), la asamblea tenía bases teóricas sumamente utópicas. Uno de los proyectos pretendía, por ejemplo, que la confederación de los países americanos se hiciera bajo la siguiente estructura: abolición de la extranjería anulando las ciudadanías nacionales; todo ciudadano podía ser nombrado en los empleos y dignidades de cualquiera de los Estados.
Como saltaba a la vista, si semejante programa es utópico en 2006, ¿qué no lo sería en 1826? Se intentaba 180 años atrás lo que luego sería imposible por medio de organizaciones y pactos como la OEA, la Alalc, el Mercado Común Centroamericano, el Tratado de Río de Janeiro, y aun el actual y agonizante Mercosur, si bien considerando que muchos de estos documentos no intentan llegar al fondo mismo de una integración total.
Inaugurado el Congreso a las 11 de la mañana, en la Sala Capitular del Convento de San Francisco, la presidencia recayó, por sorteo, en el delegado colombiano, Pedro Gual. Las primeras horas de deliberaciones no transcurrieron bajo los mejores auspicios. Desde el comienzo nacieron recelos entre los delegados.
Pero el 15 de julio se logró rubricar un tratado de unión, liga y confederación perpetua entre Colombia, México, Perú y América Central, documento que se fue extinguiendo lentamente en los meses siguientes, quedando como una mera declaración de propósitos.
¿Y dónde estaba el poder de autocrítica de Simón Bolívar, tan distinto del presunto bolivarianismo del actual presidente venezolano, como digo al comienzo de esta nota? Pues, precisamente, por el poder de autoanálisis, ya que el gran caraqueño era incapaz de disfrazar la realidad y acusar a imaginarios enemigos del fracaso de sus ideas.
Desvanecida la ilusión de Panamá, Bolívar se convirtió en su propio y despiadado detractor. Confesó que había sido “una fanfarronada, que sabía que no sería coronada, pero que juzgaba ser diplomática y necesaria para que se hablase de Colombia (...). Lo repito, fue una fanfarronada (...). Con el Congreso de Panamá he querido hacer ruido, hacer resonar el nombre de Colombia y el de las demás repúblicas americanas”.
Consciente de este seductor poder autocrítico, Mariano J. Drago escribiría con lucidez que “Bolívar juzgó ese día su proyecto favorito con implacable realismo y, seguramente porque estaba ya desilusionado, no quiso ir al Congreso (...). Prefirió no asistir a una reunión de cuatro Estados, que si bien representaban una inmensa extensión del Nuevo Mundo, no podían disimular los asientos vacíos de importantes naciones del Sur. La realidad desvaneció su romántica quimera”.
Tal una de las principales diferencias entre aquel Bolívar soñador y realista simultáneamente y quien, casi dos siglos después, reclama una bandera bolivariana con aspiraciones hegemónicas. No advierte el personaje de marras que no se es bolivariano –así como en el sur del continente no se es sanmartiniano– con la sola peroración de kilométricos discursos, sino bajo el supuesto de honestas actitudes abiertas y amplia capacidad para reconocer los propios errores.