El conflicto con las universidades, ¿la “125” de Javier Milei?
Lo que no pudo una fragmentada oposición podría producirse como fruto de combinar mala praxis, inflexibilidad y una tendencia a redoblar la apuesta de un conjunto de líderes con escasa experiencia política y práctica
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Si el Gobierno no evalúa con parsimonia y frialdad el enorme desafío que enfrenta en torno al conflicto presupuestario con las universidades, corre el riesgo de profundizar una situación que, considerando el acotado costo fiscal y los enormes riesgos eventuales, y dado el creciente malestar de los sectores medios y populares, puede derivar en una derrota política significativa que lo lleve a perder legitimidad. En efecto, lo que no pudo ni siquiera iniciar una desmembrada y fragmentada oposición podría producirse como fruto de combinar mala praxis, inflexibilidad y una tendencia a redoblar la apuesta de un conjunto de líderes con escasa experiencia política y práctica que, además, se aferran a un programa hiperfiscalista que consideran imprescindible e innegociable. Esto justifica el veto a la ley de financiamiento de la educación superior, que podría sufrir un inédito rechazo la próxima semana.
¿Se trata de una desafortunada cuota de soberbia que impide reconocer un error y revisar los cursos de acción para evitar daños innecesarios? ¿El Presidente teme que si da “el brazo a torcer” eso se interpretará como una señal de debilidad que le impediría sostener sus ambiciosos planes transformacionales de reformas estructurales? El jefe del Estado y su limitado entorno deberían aprovechar la superpoblación de funcionarios con estrechos vínculos con el ecosistema K, comenzando por Daniel Scioli (o por el flamante interventor en Yacimientos Río Turbio, Pablo Gordillo Arriagada), para in-formarse respecto de las devastadoras consecuencias que tuvo para la familia Kirchner la renuencia a negociar a tiempo durante el conflicto con el campo. Los hermanos Milei, expuestos prematuramente desde el acto del Parque Lezama al desgaste electoral, enfrentan una coyuntura crítica que podría ser determinante en su hasta ahora vertiginoso destino.
Si predominaran la inflexibilidad y la tozudez, podría precipitarse un agotamiento más riguroso y difícil de revertir que el sufrido hasta ahora, que, según un flamante sondeo de D’Alessio-IROL/Berensztein, se habría amesetado las últimas semanas. Si, por el contrario, nos sorprenden con las saludables cuotas de pragmatismo evidenciadas luego del fracaso de la primera Ley Bases, en febrero pasado, o más recientemente en relación con China, el Gobierno evitaría uno de esos “horrores” no forzados de los que cuesta recuperarse del todo, como ocurrió con el kirchnerismo en 2008.
Es muy difícil entender la magnitud y los impactos potenciales de un conflicto que está en plena etapa de desarrollo o predecir cómo se comportará la sociedad ante una situación que puede escalar, en especial cuando está en juego un elemento simbólico de gran peso, como la educación pública. La discusión, desde el punto de vista financiero-fiscal, se centra en un gasto manejable. Más: un mero cálculo de riesgos obligaría a levantar el pie del acelerador por el costo político-electoral que implicaría para el Gobierno que la ciudadanía interpretara sus gestos como autoritarios, discrecionales o faltos de sentido común, y decidiera abrazar por simpatía la causa universitaria. La marcha del miércoles fue masiva y recordó la gesta del 23 de abril.
¿Arrastró consigo al “tren fantasma” al que hizo referencia despectivamente el Gobierno? Es cierto que participaron una miríada de dirigentes políticos y sociales que ni individualmente ni en conjunto tienen siquiera un porcentaje mínimo de esa capacidad de convocatoria. También aparecieron los oportunistas de siempre, los que buscan capitalizar cualquier tipo de reclamo para llevar agua hacia su molino y obtener alguna ventaja. Aun así, no reconocer su magnitud ni su lógica en términos de acción colectiva implica, como nos enseña la historia reciente, un error de características homéricas.
Las similitudes con la 125 van más allá de la aparición en ambos episodios de Martín Lousteau, entonces como el ministro de Economía que encendió la mecha y ahora como titular de la UCR y némesis de Milei. También en aquella oportunidad una oposición atomizada, sin ideas ni figuras convocantes, encontró en el reclamo del campo un común denominador a partir del cual señalar las limitaciones de un gobierno que tampoco admitió su error por miedo a parecer débil. Este fue el magma del que más tarde emergió Cambiemos, luego Juntos por el Cambio. En simultáneo, el conflicto con el campo puso en movimiento un conjunto de mecanismos que modificaron las reglas del juego. Entre ellos, el involucramiento en la cosa pública de nuevas generaciones de dirigentes agropecuarios jóvenes. O la reivindicación de la ruralidad y del esfuerzo de los productores como valores fundantes de una forma de vida ejemplar y genuina, expresión de una Argentina profunda que contrastaba con el clientelismo y la opacidad de ese agujero negro en el que se había convertido el conurbano bonaerense. Y, sobre todo, el rechazo a la arbitrariedad de un gobierno que pretendía aumentarle la presión tributaria al corazón productivo del país para financiar una expansión desmesurada del gasto público, favoreciendo a segmentos de los sectores populares con el objetivo de “fidelizarlos” electoralmente.
Tal como ocurre hoy, en ese momento el gobierno se negó a admitir la legitimidad de su contraparte y apeló a términos que se repiten de manera calcada: los manifestantes eran golpistas, las marchas estaban politizadas, los participantes perseguían intereses mezquinos. Esa anteojera ideológica multiplicó el apoyo de gran parte de la ciudadanía independiente hacia el campo, incluso entre sectores urbanos ajenos a los intereses de la cadena agroindustrial. Un año después, el kirchnerismo experimentó una durísima derrota electoral con Néstor Kirchner y los “testimoniales” como candidatos. Su sorpresiva muerte y una breve bonanza económica le permitieron a CFK ganar en 2011 la reelección, pero luego se encadenó casi una década de sinsabores con tres derrotas consecutivas, vinculadas directa o indirectamente con este episodio: 2013, 2015 y 2017. ¿Qué ocurrirá el año próximo si el Presidente tiene ahora su “voto no positivo” y fracasa en asegurar el tercio de “héroes” para sostener el veto? Donald Trump y Jair Bolsonaro, dos líderes que pueden considerarse cercanos a (y modelos para) Milei, coincidieron en una mediocre elección de mitad de mandato y en la imposibilidad de ser reelegidos, en ambos casos de forma escandalosa.
Es cierto que el foco del reclamo –cuánto se invierte en educación superior– es una parte del problema, la punta de un iceberg que las propias universidades públicas deberían contribuir a blanquear, primero, y a ordenar y desmenuzar, después. Los salarios de todos los niveles educativos (en rigor, de casi todo el mundo laboral) son bajos y perdieron demasiado desde abril de 2018 ¿Debería haber más controles, auditorías y transparencia en el manejo de los recursos? ¿Es hora de mejorar los estándares de calidad académica, fomentar vínculos virtuosos con el mercado y la sociedad civil, imaginar formas de financiamiento complementarias al aporte de los contribuyentes o de aggiornar los órganos de gobierno y el modelo organizacional? ¿Les sirve a las universidades y a la sociedad argentina el célebre régimen “autónomo” establecido hace más de un siglo, con la reforma de 1918? ¿Fomentamos suficientes profesionales especializados en los saberes cruciales para esta cuarta revolución industrial (ciencia, tecnología, ingeniería y matemática)? Estamos ante una oportunidad única para que los protagonistas salgan de la zona de confort del justo reclamo salarial/presupuestario y abarquen cuestiones más relevantes para ellos mismos y para el país.